La gigantografía de Gerry Weil

La gigantografía de Gerry Weil

Publicado originalmente el 6 de noviembre de 2021 en: Guatacanights.com

Por GERARDO GUARACHE OCQUE

No son pocos los artistas que sueñan con crear en gran formato. El escultor suele fantasear con piezas monumentales; obras que trasciendan museos y galerías, como el gran mural por el que deliraría un pintor que anhela salir de espacios cerrados e integrarse a edificios, avenidas; construir discursos que se hagan parte de la ciudad y su gente. A sus 82 años de edad, Gerry Weil, maestros de maestros, logró su pieza monumental, su mural, su obra sinfónica.

Gerry Weil sinfónico (2021) es una aventura. Es su aventura contada en un lienzo enorme pero minucioso. Es él, ese hombre sonriente, proyectado en tamaño gigante para que todo el mundo lo vea, desde Austria, donde nació en 1939, mismo año en que estalló de aquel lado del mundo la Segunda Guerra, hasta La Guaira, donde se bajó de un barco en 1957 y se entregó a los brazos de un país que lo acogió para siempre.   

Weil ha grabado en formato solo. Ha versionado grandes piezas de sus ídolos. Ha sido jazzista toda su vida, pero también ha probado arias de Bach, cautivado por la divinidad que emerge de esas partituras. Ha producido grandes álbumes. Ha conformado big bands, tríos, cuartetos y quintetos, como La Banda Municipal, aquel ensamble vanguardista en el que compartió con Alejandro Blanco-Uribe (percusión), Richard Blanco (bajo), Vinicio Ludovic (guitarra, flauta y marimba) y Édgar Saume (batería y trompeta), que hoy nos suena muy actual a pesar de que existió hace medio siglo. Ha hecho todo eso y más, pero nunca había grabado una obra apoyado en una orquesta como la Sinfónica Simón Bolívar.

La esencia del pianista, compositor y docente se expresa a través de 12 piezas que conforman un rompecabezas gigante. Cada una fue arreglada por alguien distinto, en algunos casos ex alumnos suyos; en todos los casos, grandes creadores. De “Canta a un ángel”, se encargó Baden Goyo. De “Kingyo” (pez en japonés), Álex Berti. De “Infancia”, Leo Blanco. Y así sigue una lista de gente muy destacada en su oficio. Gente como Pablo Gil, Luis Perdomo, Silvano Monasterios y su viejo amigo Vinicio Ludovic.  

La gran virtud del álbum radica en que, a pesar de sus dimensiones, empezando por la orquesta que dirigió el joven Andrés Ascanio y el enorme equipo humano que lo hizo posible, el mensaje preserva, gracias a la fidelidad del sonido, sus sutilezas y matices. El proyecto, de cuya dirección artística se encargó Rodolfo Saglimbeni y que impulsó como productor su hijo Gerhard Weil, refleja la combinación de nostalgia y colorido de “El viejo puente de La Pastora”, marcada por la síncopa del merengue caraqueño; así como la majestuosidad melancólica de “Caracas a las once”, la candidez enternecedora de “Niño eterno”, la gracia de “Om Amrita (Omairita)” y la picardía de “La revuelta de Don Fulgencio”

Dos grandes instrumentistas internacionalmente reconocidos participan como solistas. Francisco “Pacho” Flores, uno de los mejores trompetistas del mundo, ganador del premio Maurice André y artista de la prestigiosa casa disquera Deustche Grammophon, deja su huella en “Hondo/Raíces”, pieza que devela el corazón del jazzista. Y Domingo Pagliuca, ganador del Latin Grammy 2020 a Mejor Álbum de Música Clásica por su trabajo Eternal Gratitude, colaboró con la trepidante —y también jazzística— “Sabana grande”, el hermoso homenaje de Weil al rincón de Caracas que ha sido su lugar de residencia, su patiadero, por varias décadas. 

Es el segundo proyecto en apenas un par de años que el maestro, de quien han aprendido tantos talentos del jazz, el pop, el rock y otras corrientes en Venezuela, realiza junto al Sistema de Orquestas: En 2019 ya había editado un trabajo fabuloso junto a la Big Band Simón Bolívar. Además de ser una megaestructura educativa, un gran semillero de músicos y un ambicioso proyecto social, El Sistema también se ha convertido en la posibilidad para artistas consagrados de adaptar sus obras a gran formato, de cumplir ese sueño salvaje tan difícil de materializar.

En los últimos tres años el catálogo discográfico de Gerry Weil ha crecido considerablemente. El mismo hombre al que a los 27 se le manifestó el síndrome de Gillain-Barré, un trastorno neurológico que debilita terriblemente a los pacientes. El mismo que logró dejar la silla de ruedas y recuperarse a tal punto de convertirse en karateca y seguir practicando artes marciales y surf hasta la ancianidad. El mismo pianista y maestro, jazzista, estudioso del japonés y de Bach, cuya vida está contada en un libro (Al ritmo de Gerry Weil: Conversaciones con el maestro, Fundación para la Cultura Urbana & Guataca, 2016), editó en 2019, a sus 80 años de edad, una obra en directo titulada Live in Vienna, producto de una gira que lo llevó a su país natal. Y al poco tiempo, lanzó el mencionado Gerry Weil & Big Band Jazz.

En medio de la cuarentena obligada por la propagación del Covid-19, presentó otra obra desprejuiciada y atrevida llamada Kosmic Flow. La buena racha continuó con un disco a piano solo llamado Sabana Grande (2020). Y ya en 2021, celebró, con un relanzamiento, el 50 aniversario de su emblemática obra The Message. Además, como si eso no fuera suficiente, nos deja este obsequio sinfónico del tamaño de un tepuy que él mismo considera «el proyecto más ambicioso, internacional y trascendente» de su extensa carrera.

Itinerante: El álbum migratorio de Miguel Siso

Itinerante: El álbum migratorio de Miguel Siso

Publicada en 17 de mayo de 2021 en Guatacanights.com

Por Gerardo Guarache Ocque

Miguel Siso musicalizó su propia historia desde que emigró. Itinerante es la banda sonora del periplo de un viajero que, por donde va, recoge esencias y se las apropia. Su nuevo álbum lleva en el corazón la venezolanidad como algo inherente y natural, pero nunca vista hacia adentro. Todo lo contrario. Es una obra anclada sentimentalmente en el terruño, pero siempre con los ojos —y sobre todo, los oídos— apuntando al horizonte.

Si se ubica junto a Identidad (Guataca, 2018), su álbum ganador del Latin Grammy, Itinerante (independiente, 2021) es la continuidad de su relato personal. Aquel gran disco de tapa negra fue grabado enteramente en Venezuela y editado justo antes de que Siso partiera a Irlanda. Muchos de los músicos que lo acompañaron en aquellas sesiones, volvieron a participar en esta otra producción, pero ahora la mayoría, al igual que él, vive fuera del país, regada por Europa, Latinoamérica y Estados Unidos.

Somewhere In The World es un gesto de agradecimiento con su país de acogida. El guayanés encontró en las similitudes del patrón rítmico del joropo y la música celta la materia para elaborar una pieza majestuosa, que evoluciona y crece a medida que se van incoporando sonidos y texturas. Protagonizan el cuatro, así como los bags pipes y los whistles, dos vientos fundamentales del ambiente celta tocados por Gabriel Figueira de Gaélica. Pero se van añadiendo la percusión afrovenezolana de Yonathan Gavidia, el violín de Lucas Sánchez y más piezas de un rompecabezas con fragmentos de dos mundos que calzan perfectamente.

Todos los instrumentistas mencionados se sumaron en esa pieza al cuarteto base que Siso escogió para toda la obra: Manuel Alejandro Sánchez (contrabajo), Jhonny Kotock (teclados), Adolfo Herrera (batería) y él con su cuatro, por supuesto. Los cuatro se reunieron en los estudios Abbey Road de París para unas sesiones que se vieron interrumpidas por la pandemia, pero que lograron fijar una primera capa sobre la cual erigir el álbum. La ingeniera de grabación de estos encuentros fue Carolina Santana, quien recientemiente recibió un premio Óscar, junto a los mexicanos Carlos Cortés, Michelle Couttolenc y Jaime Baksh, por el sonido de la película Sound of Metal (2019).

Con Sánchez, Kottock y Herrera (y Santana), recibió a su invitado de honor, Alexis Cárdenas, para tocar un joropo recio y virtuoso que compuso expresamente para él, llamado El cardenal. Fue uno de los temas grabados en simultáneo, a la vieja usanza, todos juntos en una sala. Para su regocijo, el gran violinista zuliano, concertino de la Orchestre National d’Île-de-France, dijo que, frente a esa partitura, se sentía como pez en el agua: «Se parece a mí».  

Otra que convocó a muchos invitados fue Quita los males, un son que le da cierre al disco, con soneos de Marcial Istúriz, solos de percusión latina de Luisito y Roberto Quintero, la trompeta alegre de Chipi Chacón y los montunos del pianista Jhonny Kotock. A Siso, como inmigrante en Dublín, le ha tocado ir con su instrumento de cabecera a muchos bailes, de modo que quería recrear esas experiencias en un capítulo de su disco y, de paso, enviar un mensaje de aliento en tiempos duros: Mi son te quita los males. Esos cuatro minutos y pico muestran lo sabroso que se mueve el cuatro dentro del ambiente salsero.

Cuenta el artista que al día siguiente de la gala de los Latin Grammys del 15 de noviembre de 2018, de la que salió con un gramófono dorado valiosísimo a Mejor Álbum Instrumental, le vino a la mente una melodía. Salió apurado de la ducha y le pidió a Bárbara, su esposa, que lo grabara con el celular allí mismo en la habitación del hotel en Las Vegas. A partir de ese motivo que se le ocurrió, creó Regreso a casa, la que inauguró su nuevo ciclo creativo y con la que volvió canción su deseo, tan recurrente en todo exiliado, de abrazar a su familia. También va por esa línea Tonada de la nostalgia, única pieza de cuatro solo del disco, en la que intervino el ingeniero de grabación Vladimir Quintero, que compuso en una prueba de sonido en uno de esos días melancólicos que experimenta alguien de tierra caliente instalado en un país frío donde el sol sale muy poco.

Guayaba es una de las piezas más interesantes de Itinerante. Miguel concibió una fruta cuyas semillas son de golpe de Patanemo de Venezuela. Y una vez que le metes un mordisco, le descubres sabores de la música caribeña, un dulzor cubano, otro poco de cumbia y un acidito de jazz.

La virtud del artista reside en su capacidad para recoger algunas esencias, mezclarlas ingeniosamente y crear su propia manera de decir las cosas. Uno de tantos ejemplos de ese principio es una pista llamada Palabras del río. Las aguas del Caroní, grabadas desde cierto paraje del Parque La Llovizna de Ciudad Guayana, anteceden a una gaita de tambora que lleva por un encima una melodía entrañable acentuada por su voz. Esa voz, usada como instrumento de viento para enfatizar el leit motiv de la canción, es ya parte de su sello como creador. Es un tema relajante, que involucra percusión afrovenezolana de las manos de Ángel Castro, quien participó en casi todo el álbum.

De esa pasa a un cuatro procesado, que lleva chorus, delay, reverb y algún veneno adicional, que define el tono de un tema llamado De allá vengo. Si el título no es suficiente para entender de qué va, el ritmo completa el mensaje. Es un calipso, género cultivado en Bolívar, el Bolívar natal de Siso. Pero, de nuevo, acá no tienen lugar los purismos. Ese calipso, que incluye el saxo de Eric Chacón al estilo de The Brecker Brothers, es otra especie más agresiva y vanguardista, inclinada hacia el jazz fusión, que puede disfrutarse con el oído, con el cuerpo o, mejor, con ambos al mismo tiempo. Una combinación fabulosa de virtuosismo y sabor.

A su arribo a Irlanda en 2018, Siso y su esposa —y musa— Bárbara Sánchez se hicieron muy amigos de sus roommates, Fabiana y Alexandre, una pareja de brasileños. A ellos, y a la misma Bárbara, que ama la música de Brasil, les dedicó el bossa Caminos. Bárbara, además, se encargó de diseñar la carátula; un collage con retazos que representan a cada canción del álbum. La itinerancia del elefante, animal migratorio que siempre tira para adelante a pesar de las adversidades, un estampado de Cruz-Diez, un cardenal, una mata de sávila que quita los males, un paso de piedras del Parque La Llovizna. Una nueva vida sobre blanco.

Si se preguntan por qué Itinerante suena tan bien, piensen no sólo en ingenieros de grabación como Carolina Santana y Vladimir Quintero. El artista se apoyó, tal como lo hizo en su laureado Identidad, en la llave ganadora de Darío Peñaloza (mezcla) y Jesús Jiménez (mastering). Además, esta vez Miguel se involucró mucho más en ese departamento. Él solo, desde su home studio, grabó, entre otras cosas, todos los instrumentos del tema que sirve de puerta de entrada al álbum. Se titula Itinerancia, y no sólo remarca el concepto del título y el arte, sino que exhibe hasta dónde van sus capacidades como instrumentista. Allí, junto al cuatro tradicional y su cuatro triple, suena un melao de ukulele, guitarra, bajo, tres cubano, voces y hasta teclados. Y —¡sorpresa!— todo tiene sentido. Es un world music, con raíz venezolana, que se parece a un viaje en canoa por un paísaje recubierto de árboles, exótico y salvaje. Son tres minutos y medio que dicen: Bienvenidos a mi mundo.     

Oriundo: La afrovenezolanidad cósmica de Jhonny Kotock

Oriundo: La afrovenezolanidad cósmica de Jhonny Kotock

Publicado el 14 de abril de 2021 en Guatacanights.com

Por Gerardo Guarache Ocque

Dos corrientes confluyen. Una sintética y de data reciente; otra orgánica y de tiempos ancestrales. La primera de sonidos asociados al pop de los años 80, de artificios tecnológicos aplicados al quehacer musical. La segunda de esencias que emanan de la raíz tradicional venezolana con su denominación de origen en pueblos de sangre africana de la costa caribeña. Ambas, a pesar de lo disímiles, se juntan armoniosamente en Oriundo (2021), el primer álbum de Johnny Kotock.

Durante el recorrido de 35 minutos es inevitable pensar en Vytas Brenner. Si se tratara de una investigación académica rigurosa, Oriundo se insertaría en la misma línea de investigación que el gran pionero venezolano nacido en Alemania inauguró con álbumes como Ofrenda (1973). También resuenan allí los ecos de La Banda Municipal, aquel proyecto efímero de Gerry Weil, Alejandro Blanco-Uribe, Vinicio Ludovic y compañía. Kotock, sin embargo, conoció esas referencias cuando ya había avanzado bastante en su proceso creativo. Lo sorprendió gratamente reconocer en otros su misma visión, aunque se aproximaran a través de otros senderos, como el rock y el jazz. Sus materiales son distintos. Lo suyo, desde muy joven, han sido los sintetizadores, simuladores, rhodes, hammonds, teclados analógicos y digitales de varios colores, formas y tamaños que fue escogiendo minuciosamente para crear capas, atmósferas, para fijar bases y generar texturas, para construir armonías y acentuar transiciones. En fin, para pintar el cuadro pop tal como lo tenía en su mente.

El viaje cósmico, dividido en nueve episodios que van de la mañana a la noche, es a la vez como un tren al que van subiéndose y del que van bajándose voces e instrumentistas. Huguette Contramaestre hace un llamado a San Juan Bautista: A tu puerta hemos llegado… Y le abre camino a la primera canción, Tonto Malembe, cantada por Rafa Pino, gran exponente de la música contemporánea venezolana, miembro del laureado El Tuyero Ilustrado y con un proyecto solista de fusión que se aproxima, asintótico, al sendero de Kotock.

Pino, que acompañó al tecladista en la concepción de la obra, no sólo grabó la voz principal de varias canciones. También escribió los versos de piezas tradicionales, piezas de esas cuyos autores se desconocen y pasaron a ser posesión de un colectivo sin rostro, del folclor y de la gente, como El canto de pilón que hace la propia Huguette Contramaestre, cargado de sentimiento, de denuncia, de añoranza, como todo canto de trabajo. 

Rafa Pino reaparece en una versión de Cristal, aquel hit de Gualberto Ibarreto que Simón Díaz le escribió a Cristal Montañez, Miss Venezuela 1977. Allí participan dos amigos talentosos de Kotock: el maraquero Manuel Rangel y el cuatrista Miguel Siso, con quien él colaboró en su álbum Identidad (Guataca, 2018), ganador del Latin Grammy.  

Una fase de tambores, casi toda festiva y luminosa, involucra a dos grandes embajadores de la cultura afrovenezolana. Dos vocalistas de lujo, especialistas en la materia. Francisco Pacheco participa en una versión muy lograda de Woman del Callao, con solo de trompeta de Chipi Chacón, en la que se entrelazan perfectamente las teclas del artista y el sabor de ese calipso bilingüe de Julio César Delgado y Un Solo Pueblo que ha sido grabado por Juan Luis Guerra. Pacheco también actúa en María Paleta, otro acierto de Un Solo Pueblo, construido con tambores y elementos dance, todos juntos bailando en la misma pista. La otra voz maravillosa que interviene es la de Betsayda Machado, la voz de La Parranda El Clavo, quien canta Allí viene un corazón, un tema conocido por una vieja grabación de Soledad Bravo.

Jhonny Kotock (Caracas, 1989) recibió lecciones del maestro Gerry Weil y también de la profesora María Eugenia Atilano en la Ars Nova, aunque se formó entre la Escuela Superior de Música José Ángel Lamas y el antiguo Instituto de Estudios Musicales, hoy Universidad de las Artes, donde se enamoró irrevocablemente de los ritmos afrovenezolanos a tal punto que integró, desde su creación, la Orquesta Afrovenezolana Simón Bolívar, uno de los proyectos de El Sistema que realzan corrientes alternativas a lo sinfónico-coral.

Oriundo comenzó a gestarse a finales de 2017. Ebullición, el octavo tema del álbum, lo compuso el pianista al calor de las protestas antigubernamentales de aquel año cruento y doloroso. Esa pieza orquestada y majestuosa, que llega como un clímax en la banda sonora de una gran película, fue su terapia. La canción encierra todo el exotismo de la naturaleza venezolana, la complejidad del mestizaje, la tensión de la vida cotidiana, todo pintado con tambores y sintetizadores. Lo que suena se parece mucho al collage que creó para la carátula María Daniela Guerrero: caótico pero hermoso, dramático pero vibrante.

Al descender, al bajar de ese tepuy desde el que podría verse el país completo, el periplo desemboca en una Luna de Margarita —otra pieza del Tío Simón cantada por Rafa Pino— envuelta en un aire de extrañeza.

Las canciones de Oriundo cobran un significado distinto cuando el álbum se oye como un todo. El recorrido, que parte por lo más místico de la tradición afrocaribeña y más tarde se pasea por su alma festiva de cadera suelta, culmina en esa tonada enrarecida, melancólica, como una reina de belleza que se ve al espejo y no se reconoce a sí misma.

Con todo ese material grabado, Kotock, quien ha sido parte de la banda de Huáscar Barradas, se marchó en 2018 a Madrid, donde ahora reside. Desde entonces, es parte de proyectos como Carmen Ernestina, un colectivo muy particular de música bailable que toca en bares y fiestas. También ha participado en ediciones de Guataca Nights, como la Venezolada Olé Star, invento que juntó al flautista Omar Acosta, el violinista Alexis Cárdenas, el tenor Aquiles Machado y el cuatrista Miguel Siso.

Una vez que se estabilizó en España, retomó la posproducción de su álbum debut. No podía dejar en la gaveta un trabajo tan minucioso, con trompetas del recientemente fallecido Gustavo Aranguren, con coros de Ana Valencia, Mariana Serrano, Marcial Istúriz y Alejandro Zavala; con la percusión de Jorge Villarroel y la batería de José “Tipo” Núñez. En fin, con tanto talento, tanta dedicación y tanto tino para crear, en pleno Siglo XXI, una fiesta de afrovenezolanidad cósmica.

Achilles Liarmakopoulos: Un trombón griego dibujando a Venezuela desde Nueva York

Achilles Liarmakopoulos: Un trombón griego dibujando a Venezuela desde Nueva York

Publicado el 30 de marzo de 2021 en Guatacanights.com

Por Gerardo Guarache Ocque

El de Achilles Liarmakopoulos es un trombón atrevido. Un trombón que suele asumir roles nada habituales. Supone un desafío cantar desde su instrumento melodías con tanta tinta en el pentagrama y saltos tan abruptos entre sus líneas. Pero el griego no cree en esas limitaciones. Puede más su deseo de ensanchar las posibilidades del trombón e innovar musicalmente. Y en el caso de su nuevo álbum, Volar (2021), pudo más su atracción por la música venezolana.

Volar es el primer álbum de Cuatrombón, su nuevo proyecto. Es el resultado de su encuentro con el simpático y virtuoso Jorge Glem. El cuatrista cumanés, que también reside en Nueva York, donde el griego es profesor adjunto del Brooklyn College de CUNY University, le permitió reconectarse con el joropo, el merengue caraqueño, el vals venezolano y otras especies de raíz tradicional que habitan en su imaginario desde pequeño.

La afinidad con la música latinoamericana de Achilles Liarmakopoulos, trombonista célebre por su trabajo con el Canadian Brass, viene de siempre, por lo que ha resultado muy natural generar propuestas que impliquen la confluencia de varias culturas.

Cuenta, por ejemplo, que se enamoró del trombón, su fiel compañero de aventuras, cuando asistió a los 10 años de edad a un concierto de Celia Cruz en Grecia. En el primero de sus seis álbumes como solista, Tango distinto (2011), editado por el sello Naxos Classical, tocó obras de Ástor Piazzolla reemplazando el violín y la flauta por el trombón. En Trombone atrevido (2015), dedicado al choro de Brasil, sustituyó al cavaquinho. Y ahora, en Volar, desplazó a la flauta, la mandolina, la bandola, o acaso al clarinete.

Los padres de Achilles Liarmakopoulos (Atenas, 1985) se conocieron en Caracas, donde sus abuelos vivían como inmigrantes. Su madre, de hecho, nació allí, en el valle que bordea el cerro Ávila. “Sus recuerdos de ese maravilloso país, de niña y adolescente —dice el artista— siempre han estado en su corazón y de alguna forma me los transmitió a mí también”.

Recuerda de su infancia a artistas como Juan Vicente Torrealba y Soledad Bravo, al igual que a Cecilia Todd y Lilia Vera. Pero no fue sino hasta 2018, cuando conoció a Glem, que decidió meterse de lleno en un puñado de piezas en formato de cuarteto junto al maraquero Manuel Rangel y al contrabajista Bam Bam Rodríguez, conocido, entre otros proyectos, por Los Crema Paraíso, la banda del guitarrista y productor Cheo Pardo con el baterista Neil Ochoa.

Apoyado en Glem, Rangel y Rodríguez, Liarmakopoulos se sumergió en tres joropos con distintos tumbaos: El avispero de Beto Valderrama, Besos de sal de Douglas Velásquez y Portachuelos de Ricardo Mendoza. Su trombón suena altivo, enérgico, como el joropo lo exige. Se sirve de una base rítmica bien explosiva, realzada por la mano derecha de Jorge Glem, cuyos juegos con el cuatro pueden delatarlo sin necesidad de revisar los créditos de la obra. Pero el trombonista también puede bajar la intensidad, lo cual quizá resulte más desafiante, y logra imprimirle delicadeza a canciones como Los helechos de Héctor Pérez Bravini, e incluso Pueblos tristes, fundamental obra de Otilio Galíndez en la que participa, como invitada de lujo, la cantante Natassha Bravo, paisana de Glem.

A la lista se sumaron El rezongón, merengue caraqueño de Omar García, con toda su gracia, su síncopa y unas transiciones temerarias en las que reluce la complicidad en las maracas y el cuatro; y el Vals venezolano que compuso, cariñosamente, el maestro cubano Paquito D’Rivera, otro residente de Nueva York, donde se grabó el álbum.

Una flauta, la del gran Marco Granados, se cuela en la fiesta del trombón. Es él, reconocido ejecutante del instrumento y miembro del Chamber Ensemble Classical Jam, quien canta, a dos voces junto a Liamarkopoulos, la melodía de una delicada canción suya titulada La bella. También participa el fliscorno de Brandon Ridenour, compañero del griego en el Canadian Brass, en una pieza de Ricardo Sandoval llamada Soñar es sonar, que le pone un broche dorado —brillante, como el metal del instrumento— a la obra. 

Volar, mezclado por el varias veces ganador del Grammy David Darlington y masterizado por el colombiano Diego Ávila, le inyecta venezolanidad a un catálogo que ya incluye los mencionados trabajos inspirados en la música brasileña y el tango, pero también exhibe discos como Obvious (2018), grabado con la solista de arpa francesa Coline-Marie Orliac; Ethereal (2017), compilado de obras líricas; y Discoveries-New Works for trombone and piano (2014), de composiciones contemporáneas.

Formado entre la Escuela de Música de la Universidad de Yale, el Instituto de Música Curtis, el Conservatorio de San Francisco y el Conservatorio Philippos Nakas de Grecia, el artista de 35 años de edad, que ha grabado siete álbumes con el Canadian Brass, ensamble con el que ha girado por el mundo, que ama la salsa y ha colaborado con ídolos como Rubén Blades, ha logrado, a través de su conducto predileto —la música— conectarse íntimamente con un escenario fundamental de su historia familiar: Venezuela.

Eliana Cuevas y Aquiles Báez: El curruchá resuena desde Canadá

Eliana Cuevas y Aquiles Báez: El curruchá resuena desde Canadá

Publicado el 17 de marzo de 2021 en Guatacanights.com

Por Gerardo Guarache Ocque

No deja de ser paradójico. Que ocurra siempre, o casi siempre, no le resta contradicción al hecho de que mientras más lejos se está de la tierra natal, más resuenan en uno sus ecos, sus esencias, su cultura. Más clara se percibe la enorme importancia de ciertos saberes y tradiciones; y en el caso que nos ocupa, de canciones como las que grabó el dueto conformado por Eliana Cuevas y Aquiles Báez.

El curruchá (2021) no pretende una antología de composiciones venezolanas, pero sí reúne algunas de las piezas más recordadas del cancionero nacional, interpretadas desde una voz que exhibe sofisticación y elegancia, más el desparpajo y el sabor que requiere la música de raíz tradicional, todo en sus justas proporciones. El canto de Eliana transmite venezolanidad, pero de él también brota lo mejor de cada ambiente que ha frecuentado: el bossa nova, el jazz, el world music, todo a lo que ha sido expuesta en una ciudad tan multicultural como Toronto.

El canto de la artista caraqueña, que vive en Canadá desde 1997, no podía conseguir mejor abrigo que la guitarra de Aquiles Báez, un instrumentista de estricta formación académica que desde hace más de 40 años, e incluso durante la época en la que vivió en Nueva York, no ha dejado de escudriñar lo más autóctono para cultivarlo, exaltarlo, barnizarlo para que el gran público lo aprecie.

Nunca bastarán versiones de Acidito, el delicioso merengue de Adelis Fréitez que ha pasado por muchas voces y que quizá no haya mejor manera de interpretarlo que así, desnudo, a pura guitarra y voz, a puro sentimiento y tumbao asincopado. Con esa melodía comienza un recorrido que incluye dos temas muy conocidos de Otilio Galíndez, Caramba y Flor de mayo, y tres de Simón Díaz, la Tonada del cabestrero, Mi querencia y la pieza venezolana más versionada de la historia: Caballo viejo.  

La presencia de temas muy populares obedece a la necesidad de Cuevas de insertar ingredientes venezolanos en la vibrante escena cultural que en la que se mueve. Procurar colar entre el jazz, el world music, las músicas de Brasil, Cuba, Argentina y México, uno que otro joropo, merengue caraqueño, onda nueva o tonada.

Eliana Cuevas es una cantante con dos décadas de recorrido artístico y seis álbumes a cuestas, incluido el presente, por los que ha recibido numerosos reconocimientos: La distinción como Latin Jazz Artist of the Year en los National Jazz Awards, el reconocimiento a la Best World Music Artist en los Toronto Independent Music Award y el galardón a la Mejor Artista Solista de Música World en los Canadian Folk Music Awards. Tras Cohesión (2002) y Ventura (2004), editó Vidas (2007), del que salta a la vista (o al oído) una pieza con ritmo de tambores titulada Canaima.

La caraqueña, que ha compartido escenarios con artistas como Luis Enrique, Álex Cuba y Hermeto Pascoal, profundizó su búsqueda hacia adentro en Espejo (2014), ganador en los Independent Music Award en la categoría de Best Latin Album. Para esa obra, invitó a un músico con el que siempre había querido colaborar. El maestro Aquiles Báez participó en El tucusito, y no lo hizo tocando la guitarra, por la que es más conocido, sino que demostró, además, lo buen cuatrista que es.

Antes del lanzamiento de Espejo, Eliana hizo un viaje a Venezuela y aprovechó para actuar allí junto a Aquiles en unas Noches de Guataca celebradas en el Teatro Trasnocho de Caracas el 2 de mayo de 2012. Más adelante, hizo fuerzas para que el Aquiles Báez Trío, la banda del autor de A mis hermanos junto al baterista Adolfo Herrera y al bajista Gustavo Márquez, viajara a Toronto. Lo logró e hicieron dos fechas, en las que ella actuó como invitada, en junio de 2016; una en el Lulaworld: Latin & World Music Festival y otra en el Dundas West Fest. En ese viaje, una vez cumplidos los compromisos, Báez y Cuevas aprovecharon para ir al estudio.

Aunque se solaparon, el proceso de realización de El curruchá no interfirió en el proyecto de Cuevas que devino en su álbum Golpes y flores (2017), un trabajo laureado que mostró la madurez de la artista en entrelazar hebras de sus mundos. Puesto junto al resto de su material, ese de 2017 es un disco que suena decididamente selvático, mestizo, inmerso en una búsqueda ancestral.

El curruchá viene a ser, por un lado, el reencuentro de Cuevas con canciones que son parte de la banda sonora de su vida, como esa que le da título al álbum y que su padre le cantaba con el cuatro cuando niña. De su versión, divierte el inicio lento: A mi negra la quiero y la quiero más que a la cotiza que llevo en el pie… Y la aceleración; un juego de difícil respiración porque no deja espacio entre frases para recuperar el aire: Cuando baila mi negra un joropo, el amor zapatea por dentro de mí…

Cuevas y Báez agregaron María Antonia, el hit inolvidable y pícaro de Gualberto Ibarreto. También sumaron Anhelante, la gran composición del Pollo Sifontes; Aquel zuliano, la eterna gaita de Renato Aguirre; y Como llora una estrella, estándar de Antonio Carrillo que todos los venezolanos escuchamos desde pequeños. A todo eso sumaron un tema suyo llamado En un pedacito de tu corazón y el San Rafael, obra de Aquiles.

El curruchá cumple el viejo deseo de Cuevas de grabar una obra inspirada en el sonido que lograron Ilan Chester y Aquiles Báez en aquel álbum decembrino titulado Corazón navideño (2001). Sí, desde entonces ella tuvo el anhelo de algún día compartir no una sino una docena de canciones con ese maestro que ha generado tanta música y ha tenido la generosidad de dar espaldarazos a artistas emergentes que puedan sumarle colores al gran lienzo de la música venezolana.

Rojas y Torrealba: Un monumento hecho de flauta y bandola

Rojas y Torrealba: Un monumento hecho de flauta y bandola

Por Gerardo Guarache Ocque

Publicado el 27 de febrero de 2021 en Guatacanights.com

No es común que una flauta y una bandola dialoguen solas. Son dos instrumentos que requieren el abrigo de otros, por lo que, generalmente, el toma y dame se produce sobre una base que podría ser de cuatro, bajo y maracas. Jamás se sostendría un dueto semejante si no estuviera constituido por músicos excelsos como Manuel Rojas y Moisés Torrealba, quienes se juntaron en Houston para sentar un precedente artístico y, al mismo tiempo, celebrar la venezolanidad lejos de su tierra.

Es asombroso cómo en Equipaje de mano (2021), primer álbum del Rojas-Torrealba Duet, los artistas superan las limitaciones que imponen sus instrumentos. La bandola de Moisés es mucho más que una bandola llanera: No sólo canta y se adorna, sino que charrasquea acordes como un cuatro, pone acentos, hace bajos y trina vertiginosamente como guitarra española. Manuel, a su vez, describe melodías con su flauta y también hace una labor percutiva, aporta texturas y arpegios de acompañamiento, extiende notas para servirle una plataforma a su compañero. Ambos se entrecruzan, se apoyan; dominan el malabarismo que exige construir un monumento sonoro que se puede derrumbar con cualquier silencio.     

Rojas y Torrealba se conocieron cuando ya comenzaba a comentarse entre músicos larenses, especialmente entre artistas cercanos a la Estudiantina de la Universidad Politécnica de Barquisimeto, con la que colaboraba Rojas, cómo tocaba la bandola aquel prodigio que había llegado de Barinas. Poco después, en 2002, se editaría un álbum que lo consagraría en todo el país: Ensamble Gurrufío- Sesiones con Moisés Torrealba (2002). Esa producción contiene uno de los pocos antecedentes que existen de grabaciones en formato flauta-bandola. Es una versión de Romance en la lejanía que hicieron Torrealba y el maestro Luis Julio Toro.

En 2012, a una década del lanzamiento de ese compacto, Toro cedió su lugar en el Ensamble Gurrufío a Manuel Rojas. Por esos años se estrechó la amistad de Rojas y Torrealba. Primero tocaron juntos en una visita de la agrupación a Barinas, donde residía Torrealba más dedicado a la ingeniería que a la música. Después compartieron un viaje a Las Canarias, donde actuaron en julio de 2017; hasta que el destino los juntó en el exilio en tiempos recientes.

En Houston, comenzaron a probar, temerosos, este formato inusual. Lo consideraban riesgoso, pero aún así decidieron evaluarlo frente a la gente. María Eugenia French, amiga del dúo, organizó un concerthouse, producido con delicadeza, para unas 80 personas. Un público selecto asistió a una velada venezolanísima en plena región sur de Estados Unidos. Esa audiencia, en cierta forma, se convirtió en un jurado que aprobó la constitución del dueto y su cita con los estudios de grabación.

En cuanto a repertorio, no se fueron por las ramas ni buscaron música inédita. Escogieron joyas del cancionero nacional y acudieron a sus autores o a sus familiares, según fuera el caso, para rescatar las melodías originales. El maestro Pablo Camacaro les mandó la partitura de su Sr. JOU. Para la Tonada del cabestrero, buscaron un registro en el cual el propio Simón Díaz la canta con su cuatro. Para Criollísima, consultaron a Henry Martínez, quien corrigió algunas impresiones. En el caso de Quinta Anauco, se basaron en la versión de 1978 en la que el mismo Aldemaro Romero canta la melodía con su piano. Algo similar hicieron con Mujer barcelonesa de Enrique Hidalgo, Aquel zuliano de Renato Aguirre y Apure en un viaje de Genaro Prieto, la que inicia la fiesta con ímpetu llanero.

A todo esto, le sumaron un tema universal. Una versión única en el mundo del Vuelo de la mosca del brasileño Jacob Do Bandolim. Y más tarde, agregaron un joropito de bonus track que no estaba en los planes. En una tertulia en Katy, una ciudad muy cercana a Houston, habían improvisado un San Rafael. Uno de los asistentes los grabó tocándolo y les envío el video más tarde. Les gustó tanto lo que oyeron de sí mismos que decidieron estructurarlo para agregarlo al álbum. Ese joropo le aportó una energía necesaria, un ambiente en el que la bandola es libre; comienza pintando la escena, fijando el paisaje como un sol ladeado que va iluminando la llanura, antes de que comience el galope in crescendo.

—En la bandola, todo queda lejos— suele decir Torrealba. Para lograr lo que suena en Equipaje de mano debió extremar su técnica, expandir esas cuatro cuerdas, exprimirlas. Para un instrumento habituado a lo recio, las canciones lentas y suaves fueron las más retadoras. En Rojas, la dificultad fue otra: los arreglos (literalmente) no dan respiro. Puede oírsele buscando aire como quien sale a la superficie tras bucear sin equipo.  

El título de la obra es inequívoco. El Equipaje de mano ya no es sólo la pasión del dueto, su conocimiento y su talento, el patrimonio intangible de su país. Es ahora una poción mágica, contenida en Deezer, Apple, Youtube y próximamente en Spotify, que cualquier venezolano puede consumir para conectarse con su raíz, con ese sentimiento que lo acompaña donde quiera que esté.   

Blanco & Cárdenas: Un dúo con onda expansiva orquestal

Blanco & Cárdenas: Un dúo con onda expansiva orquestal

Publicado originalmente en Guatacanights.com el 9 de febrero de 2021

La de Leo Blanco y Alexis Cárdenas es una dupla predestinada. Antes de conformarse, ya estaba en la mente de amigos y colegas. Cuando finalmente se produjo el encuentro durante 2008 en una fiesta de músicos en San Bernardino, Caracas, la afinidad fue instantánea. Amor a primer oído, ha dicho el pianista merideño. Esa noche comenzó una conversación sin palabras que se extendió a salas de ensayo, escenarios y estudios de grabación, de la cual ahora tenemos un registro discográfico: Stories Without Words

Los grandes músicos obedecen a su instinto. Pero es un instinto precedido por una formación académica robusta y una profusa biblioteca de referencias. En el caso de Cárdenas, el marco conceptual se extiende más hacia el universo clásico, hacia Bach, Prokovief, Brahms, Paganini; en Blanco, el influjo es más abundante en jazz. Pero ambos respiran al ritmo de la música de Venezuela. Vibran con la Latinoamérica de Piazzola y Gismonti. Absorben la música del mundo. Son artistas muy distintos que tienen en común la disposición de mantener los poros bien abiertos a lo que el otro tiene para decir. 

Sólo desde esa mezcla de sofisticación y libertad se puede concebir un espacio en el que se acomoden, sin tropezarse unas con otras, las melodías de Otilio Galíndez y Erik Satie, o de Hamilton de Holanda y Cruz Felipe Iriarte. Todas ellas tomadas de la mano conviviendo con las propias creaciones de Leo Blanco

Stories Without Words es de esos álbumes que al oírlos inmediatamente se piensa: ¿Cómo es que no habían hecho esto antes? Es un diálogo que se desarrolla en un sitial sublime. Que tiene rigurosidad y gracia, perfección y desparpajo. Y goza, además, de una condición muy poco común, que define a los clásicos: la atemporalidad. Suena a música del presente, pero también a música de otro tiempo, pasado o futuro.

El inicio es majestuoso. Cuenta Leo Blanco que antes de grabar su álbum Roots & Effects (2003), visitó a Aldemaro Romero para mostrarle unas variaciones que había hecho de su canción El Negro José. Al joven pianista le pareció apropiado y respetuoso consultar con el maestro de la onda nueva qué debía hacer con esta versión tan libertina. Inspirado, se le había ido de las manos hasta convertirse prácticamente en una segunda parte de aquella. A Aldemaro le encantó. En cierta manera, ungió ese joropo elegantísimo, que es homenaje y autorreferencia, titulado El Negro y El Blanco.

El violín de Alexis Cárdenas acentúa ciertos fragmentos arabescos, en una mezcla de melancolía y misterio, de Gnossienne #3, una pieza original para piano solo del francés Erick Satie (1866-1925). La bruma se disipa y sale un sol radiante como la sonrisa de un niño en Pras Crianças, original del mandolinista brasileño Hamilton de Holanda. Su melodía ya se incrustó en el catálogo venezolano porque el violinista la grabó con su cuarteto y también lo hizo el cuatrista cumanés Jorge Glem en su álbum En El Cerrito (2013). Es reconfortante, divertida, esperanzadora.

Leo Blanco no sólo aportó El Negro y El Blanco. También agregó su Perú Landó, un homenaje al Perú que provoca bailarlo con los ojos cerrados; el Vals #5, que abre un espacio para la improvisación en el que Cárdenas se manifiesta en pizzicato; y un Pajarillo cinético, que fue uno de los últimos temas en agregarse al LP. Ése, que propone una variante melódica de la estructura básica del pajarillo tradicional, sería un bis ideal en recitales. Hasta al venezolano más desarraigado el corazón se le acelera. Cárdenas se deja llevar y exprime sus cuatro cuerdas, las vuelve a pellizcar, genera ritmo como un percusionista, exhibe sus destrezas. Como siempre, impresiona.  

Al relato se suman dos merengues venezolanos de colores muy vivos: Caribe, de Joaquín Pérez, y El frutero, de Cruz Felipe Iriarte. Y también lo hace Ahora, de Otilio Galíndez, que ralentiza las agujas del reloj. Oírla es mirar el mundo en sepia.

LA HISTORIA DETRÁS DE LAS STORIES

En aquellos años 2008-2009-2010, que hoy se antojan tan lejanos, Venezuela propiciaba encuentros como el de estos dos ilustres expatriados que se reunían en la capital ávidos de dialogar musicalmente. Leo Blanco, el gran pianista merideño, estudioso del jazz y docente en varias instituciones, llegaba desde Boston. Y el zuliano Alexis Cárdenas, uno de los mejores violinistas del mundo, entonces flamante concertmaster de la Orquesta de Radio Francia, volaba desde París.

A esa época corresponden las primeras grabaciones, realizadas en los estudios Jazzmanía de Los Ruices Sur, Caracas, con los ingenieros Javier Casas y Alejandro Díaz. Siete pistas de un posible álbum reposaron en alguna carpeta durante casi una década en los que el deterioro de la situación general del país impidió que el proyecto avanzara. Blanco se reencontró con esas pistas y procuró llevar el proyecto hasta la meta. Gracias a un encuentro en Estados Unidos, pasaron por el Futura Studio de Boston y registraron otras dos asistidos por el ingeniero John Weston.

Darío Peñaloza y Jesús Jiménez, encargados de la mezcla y el mastering, respectivamente, hicieron su magia. Lograron estandarizar el sonido de canciones grabadas en momentos distintos, con instrumentos, micrófonos, técnicos y equipos diferentes, para que ningún salto o inconsistencia interrumpiera la onda expansiva generada por dos artistas que juntos son muchísimos más que dos.

FOTOGRAFÍA: Pamela Hersch

Alejandro Zavala hizo de voces corazón

Alejandro Zavala hizo de voces corazón

Publicado originalmente en www.Guatacanights.com 4 de febrero de 2021

Alejandro Zavala estudió exhaustivamente la tradición musical venezolana antes de permitirse, sin zafarse nunca de ella, emprender su propio viaje. Tras cantar con tríos, cuartetos, orquestas sinfónicas, música en formatos variados, y tras grabar tres álbumes que son tramos de una misma búsqueda incesante, decidió extremar su voz, su instrumento más preciado, y construir una obra entera valiéndose únicamente de ella.  

Vocal, su cuarto álbum, es el resultado de un fino trabajo artesanal en el que su voz se desdobla, se multiplica, se transforma en lo que la canción necesite. Percusión, bajo, cuatro, cuerdas. Zavala funciona como un teclado al que, con un botón, lo hacen emular otros sonidos. Partiendo de ese supuesto imposible —que una misma voz suene cinco, seis, diez veces en simultáneo— recorrió cinco viejas canciones y tres piezas inéditas.

Las versiones de temas muy populares como la guasa El norte es una quimera de Luis Fragachán o La vaca mariposa de Simón Díaz demuestran la filigrana exquisita que logró el artista en los cuatro años de trabajo que le tomó la realización. Es una labor de mucha precisión, detallista, de texturas y matices muy sutiles. A los temas nada le falta, nada le sobra.

La paraulata de Juan Vicente Torrealba es una tonada/pasaje que nos lleva a Los Llanos. El Sangueo nos transporta a las costas caribeñas. Y la malagueña María y el mar, con letra de su autoría, nos invita a navegar por algún punto del mar entre Sucre y la isla de Margarita.

Vocal no es un álbum infantil, pero algo —quizá la inclusión de Son chispitas de Otilio Galíndez— genera desde los primeros minutos la sospecha de que es una obra concebida para el disfrute de público de cualquier edad. Como diría la cantante Andrea Paola Márquez sobre uno de sus proyectos, es para niños de 0 a 100 años. Y esa sospecha se va confirmando hacia las últimas pistas.

Zavala y su pareja, la bailaora Ana Valentina Quilarque, tuvieron una bebé en el extraño 2020, en pleno confinamiento por la pandemia. Inspirado en el maravilloso caudal de emociones que viene con el nacimiento de una hija, escribió un vals con su nombre: Alma. Además, le compuso una cara B, Arrullo, canción de cuna que baja el telón de la noche, de los ojos de su pequeña y de un álbum en el que Papá lo hizo todo, incluyendo la mezcla y el mastering.

Venezuela es un país de gran tradición coral, pero son muy pocos los trabajos inscritos en esta categoría. Podemos pensar en algunos episodios de agrupaciones como Vocal Song o Voz Veis. Internacionalmente, resuenan los cubanos de Vocal Sampling o los italianos de Neri per Caso. Al decantarnos por el factor unipersonal, me viene a la mente un álbum de Ximena Borges, ecléctica artista —hija del maestro Jacobo Borges— que en 2013 se atrevió a un experimento con motivos navideños, titulado Joyful Noise, basado, grosso modo, en el mismo principio. El otro antecedente lo generó el propio Alejandro Zavala en Primavera para mayo (2011), su segundo disco, en el que trabajó con Aquiles Báez y agregó una versión enteramente vocal de Flor de mayo, de Otilio Galíndez. Una vez que la hizo, sintió que se abría una puerta a un patio lleno de posibilidades. 

La principal referencia de Zavala y, de paso, el máximo referente de este curioso arte, es el genio estadounidense Bobby McFerrin, y en especial su trabajo Simple Pleasures (1988), del que se popularizó mundialmente el hit Don’t Worry Be Happy. Muchos pensarán todavía que la canta un ensamble vocal, pero la pista está toda grabada por el propio McFerrin (sin los enormes recursos tecnológicos de este siglo).

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Zavala se aventuró a hacer lo que hizo McFerrin entonces, explorando la técnica del scat singing, de la que supo inicialmente porque su amigo el músico y humorista César Muñoz la había estudiado en la Berklee School of Music de Boston. La novedad, la gran novedad, es que se basó en ese concepto pero trabajando con materia prima de raíz venezolana, respetando sus particulares estructuras, ritmos, cadencias, giros, transiciones.  

Alejandro Zavala (Caracas, 1977) ha hecho muchas cosas. Ha tocado con grupos de estricto joropo llanero y también en agrupaciones bailables como Tártara. Ha sido el Santos Luzardo de la obra musical Orinoco, versión libre y aflamencada de Doña Bárbara que protagonizó la bailaora Daniela Tugues con música de César Orozco. Investigador de la antigua Fundación de Musicología y Folclore, fundador de la Escuela Contemporánea de la Voz, comunicador social, docente, locutor, productor y director de los estudios Sonofilia en Caracas. Toca varios instrumentos, especialmente el cuatro. Fue arreglista y vocalista de un concierto titulado Venezuela, Una voz, una orquesta, dirigido por Eddy Marcano y presentado en directo en la Sala Simón Bolívar de la sede principal del Sistema de Orquestas en Caracas en octubre de 2016.

En 2009 editó su álbum debut Orígenes, al que le siguieron Primavera para mayo (2011) y Colores tierra (2014), todos basados en elementos folclóricos pero presentados libremente desde la contemporaneidad, con una instrumentación más o menos ambiciosa, matices de jazz y esa cosa etérea y multicolor que llaman world music.

Quizá influya la particularidad de la propuesta, pero, tal como ya lo advirtió desde su Instagram el gran percusionista Diego “El Negro” Álvarez, amigo del artista y aliado en el proceso de realización, Vocal es el trabajo más logrado de su carrera. 

C4 Trío y la proeza de hacer historia con las uñas

C4 Trío y la proeza de hacer historia con las uñas

Publicado originalmente el 24 de noviembre de 2020 en Guatacanights.com

Jueves 24 de noviembre de 2005. 7:00 pm. Sala Arturo Uslar Pietri, Casa Rómulo Gallegos. Celarg, Fundación Multifonía y CONAC presentan a… ¡Los Cuatro Fantásticos!

El programa de mano no promete nada. Un cuatro acostado, una tipografía común, una clave de sol seguida de unas blancas, negras y corcheas desperdigadas por el espacio en blanco y, de ñapa, un nombre que es más chiste que nombre: Los Cuatro Fantásticos, porque los integrantes son cuatro y tocan el cuatro maravillosamente. Todos.

Nadie sospecha que será histórico este Jueves de Multifonía. En principio, es una fecha más de un ciclo de conciertos que dirige el músico Edwin Arellano en el centro cultural que lleva el nombre del autor de Doña Bárbara. Nada en ese diseño apresurado augura que el merideño Héctor Molina, el caraqueño Edward Ramírez y el cumanés Jorge Glem —con la adición fugaz, en esa primera cita, de Rafael Martínez— cambiarán algo en la escena musical venezolana.

Muchas cosas estaban pasando. La Cátedra de Música Venezolana que dirigía Orlando Cardozo en el antiguo Instituto de Estudios Musicales, en el que estudiaban Molina, Glem y Martínez, propiciaba amistades y experimentos. Ellos tres, que no son exclusivamente cuatristas, habían conformado un grupo al que llamaban Los Doce, no sólo por los 12 órdenes de sus instrumentos (Molina en el cuatro, Glem en mandolina y Martínez en contrabajo), sino inspirados en un bambuco del colombiano Álvaro Romero Sánchez que versionó magistralmente el Ensamble Gurrufío.

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Cuando consideraron la propuesta cuatrística de Arellano, les pareció buena idea invitar a Edward Ramírez, alumno de Cardozo en la Escuela José Reina de San Bernardino. Edward es dos años y medio más joven que Jorge, y casi 5 más joven que Héctor. En 2005 esa diferencia de edad era evidente, pero a todos les encantaba lo que hacía el muchacho —entonces de 20 años— con su cuatro. Era (es) un fajao de esos que invierten muchas horas estudiando armonías, absorbiendo conocimiento, perfeccionando su técnica. Por eso obtuvo, precozmente, el tercer lugar en dos ediciones consecutivas de La Siembra del Cuatro, el festival que los ubicó a todos en el mismo sitio. Jorge lo ganó ese 2005 y Héctor había sido finalista el año anterior. El certamen, organizado por Cheo Hurtado, nació con el objetivo de realzar al cuatro venezolano y celebrar su enorme riqueza. Lo que ocurriría a partir de aquella velada sería un ejemplo palpable de su éxito.

La cátedra de Cardozo en el Iudem fijaba los cimientos de lo que se convertiría en la Movida Acústica Urbana, un colectivo que combinaba la gracia de la música folclórica con la rigurosidad de la academia y la osadía del jazz. Su esplendor ya se reflejaba en un álbum llamado Venezuela en Cámara, que recogió lo mejor de aquel laboratorio de Cardozo. Todos los integrantes del futuro C4 Trío grabaron allí por separado, incluido el bajista Rodner Padilla (con su ensamble EnCayapa), un personaje que entonces era de reparto en esta historia, pero que se convertiría en protagonista.

Con ese 24 de noviembre en el horizonte, Molina, Glem, Ramírez y Martínez trabajaron en arreglos. Se inventaron un formato en el que A inicia el recital tocando solo y después invita a B para tocar una pieza juntos. Luego A sale de la escena y B se queda, toca solo e invita a C. Y así hasta llegar al cuarto integrante, que llama a los otros para cerrar con varios números en conjunto.

Para ensayar, se reunían en los espacios abiertos del Complejo Teresa Carreño. Se juntaban en una oficina prestada de la Escuela Nacional de Hacienda Pública, donde Héctor trabajaba. Y se veían en una habitación que alquilaba Jorge Glem en El Cafetal. No había necesidad de rentar una sala de ensayos ni plata para hacerlo.

Un formato inédito los obligaba a buscar una nueva manera de concebir los arreglos musicales. Su labor de artesanía buscaba exprimir el instrumento nacional al máximo y, al mismo tiempo, usarlo como vehículo de cualquier género. Mientras uno cumplía la tarea de servir una base rítmica, el otro se encargaba de armonizar y un tercero cantaba la melodía. Y así se iban rotando, juntando, dialogando musicalmente y construyendo frases de las que cada uno ponía un pequeñísimo retazo. Comenzaba a configurarse lo que sería el sello de una agrupación emblemática.

El 1º de julio de ese año se había estrenado en Venezuela la taquillera versión cinematográfica del cómic Los 4 Fantásticos. No tardaron Jorge, Héctor, Edward y Rafael en comenzar a jugar con ese título. Edwin insistió en que le pusieran un nombre al proyecto. Necesitaba el dato para agregarlo a los programas de mano. Cuando llegó el día del concierto, todavía no se habían decidido. Entonces presionó print y así quedaron: Los Cuatro Fantásticos.  

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No existe un registro de asistencia de aquella noche. Uno dice 15, el otro 10, el otro 20. La Uslar Pietri es una sala pequeña, con aforo para unas 50 personas. La flautista Yaritzy Cabrera, que ya era novia de Héctor —y sería en el futuro su esposa y madre de su hijo—, estuvo presente. Jorge Torres, gran mandolinista, amiguísimo de Edward y compañero suyo en el novel ensamble Kapicúa, también. Gente asidua a ese espacio; gente con la que compartían en parrandas; gente perteneciente o cercana al grupo Multifonía, al que pertenecían Héctor, Rafael y que dirigía el propio Edwin Arellano, curador del ciclo; un puñado de privilegiados presenciaron cómo estos instrumentistas de extraordinaria destreza individual se fundieron por primera vez en un monstruo de varias cabezas. Ellos mismos descubrieron esa noche una energía que no habían experimentado antes. El cuarteto, que se consolidaría como trío, dijo hola y recibió el primer aplauso de lo que sería una exitosa carrera.

***

Tras aquella cita en el Celarg, Rafael Martínez se mudó a San Cristóbal y eso obligó al resto a repensar los arreglos. Una vez que el concepto cuajó, se empezaron a abrir puertas. Una tras otra. Un concierto por aquí, otro por allá. Conocieron a Aquiles Báez y, gracias a él, surgió la invitación a viajar por primera vez a Estados Unidos para el festival Venezuelan Sounds. El mismo Aquiles y el empresario y melómano Ernesto Rangel les propusieron ir al estudio de grabación.

El CD, que fue la prueba piloto de una plataforma cultural que apenas nacía y que adoptaría el nombre de Guataca, se editó firmada con un nombre nuevo, uno más ajustado a sus aspiraciones, más serio: el explosivo y elemental C4 Trío.

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Los años recientes, en los que sus integrantes emigraron, han supuesto tragos amargos en la vida de los músicos. Gustavito Márquez, quien fuera su bajista en una época de actividad intensa, murió en mayo de 2018. También recuerdan constantemente a su mánager Soraya Rojas, co-responsable en su proceso de profesionalización, que falleció en septiembre de 2017; y a uno de sus ingenieros de sonido más queridos, Rafael Rondón, cuyo deceso en enero de 2020 sorprendió y ensombreció a todos.

Aunque este relato promete muchos más episodios, C4 Trío ya lleva consigo un currículum sorprendente. En su hoja de vida saltan a la vista datos que antes parecían irreales para un ensamble inspirado en la raíz tradicional venezolana. Completar giras nacionales de una decena de fechas. Tocar en la sala Ríos Reyna del Teresa Carreño, el Aula Magna de la UCV, el Anfiteatro del Centro Sambil o el Poliedro de Caracas, participar en multitudinarios festivales de verano en Europa, sorprender a alumnos y profesores de la Berklee School of Music, grabar una canción junto a Rubén Blades y editar un DVD celebratorio de sus 10 años, de calidad cinematográfica, con Oscar D’León, Guaco, Horacio Blanco, Servando Primera y Betsayda Machado. Ser ovacionados por el selecto público de la ceremonia no televisada de los Latin Grammys. Infinidad de recitales y ovaciones.

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El catálogo suma seis álbumes, tres de ellos junto a grandes personajes, Gualberto Ibarreto, Rafael “Pollo” Brito y el nicaragüense Luis Enrique, y uno junto a una gran banda, Desorden Público. Sus producciones han sido postuladas en tres ocasiones al Latin Grammy a Mejor Álbum Folclórico, de las que ganaron una en 2019, mismo año en el que el arreglo de su canción con Luis Enrique, Sirena, realizado por su bajista y productor, Rodner Padilla, triunfó. Su disco De repente, con El Pollo, se llevó el premio a la Mejor Ingeniería de Grabación en 2014 gracias al trabajo de un equipo brillante encabezado por Darío Peñaloza y Germán Landaeta. Y de guinda, sorpresivamente, lograron una nominación, junto a Desorden Público, a los Grammys anglosajones en 2018.

Por encima de todo eso, C4 goza de una unanimidad inusual en estos tiempos. Cuando tocan, nadie es indiferente a ellos. Ni en Caracas, ni en el interior de su país, en Estados Unidos o Europa. En lo que va de siglo, ha sido el ensamble consentido de Venezuela, llevado por su carisma, su espectacularidad, su virtuosismo y el sabor con el que reinterpretan los sonidos de su tierra. Cada nota de C4 es una celebración de la música venezolana y del cuatro como su instrumento rey. C4 es, a fin de cuentas, la fiesta de un país cuya historia se escribe con las uñas.

Cielo de diciembre: La Navidad según Aquiles Báez

Cielo de diciembre: La Navidad según Aquiles Báez

Publicado originalmente el 18 de diciembre de 2020 en Guatacanights.com

Una cosa llevó a la otra. En diciembre de 2008 Aquiles Báez tomó el teléfono, llamó a tres, cuatro… en fin, a un grupo de amigos que fue multiplicándose, para presentar un espectáculo decembrino. El carácter de la Sra. Parra Anda, el álter ego fiestero, dicharachero y simpático que se inventó para celebrar la Navidad, fue cobrando forma in situ, en el escenario, año tras año. Más de una década después, al fin, la doña parrandera cobró forma de disco.

Cielo de diciembre, canción que le da título al álbum, es una composición de Báez que sirve de tema central. Es una suerte de telón que abre el espectáculo subrayando la belleza de Caracas durante el último mes del año; el azul profundo de su cielo que se une a un Ávila que reverdece y la abraza. Pero no todo es naturaleza y armonía. La letra no desconoce el drama que vive la “ciudad-pesebre” y la pobreza de sus cerros. Al mismo tiempo, clama por un futuro mejor.

Un manto de voces arropa los estribillos y cada cantante da un paso al frente para encargarse individualmente de las estrofas. No hay protagonistas ni secundarios; en la Sra. Parra Anda todos están en primer plano porque, además, no son voces cualquiera. Es un coro de lujo, conformado por los habituales de la farra: Betsayda Machado, de la Parranda El Clavo, Ana Isabel Domínguez, César Gómez, Williams Mora y las dos extremidades del dúo Pomarrosa, Marina Bravo y Zeneida Rodríguez. A ellos se suman invitados como Mariana y Ángel Ricardo Gómez, Nereida Machado y Ricardo Mendoza.

Aquiles Báez, uno de esos artistas que no paran de crear y de los que quizá es más numerosa la obra que permanece inédita, fue sumando nuevos números al repertorio. De su inspiración surgieron nueve de las 11 pistas que conforman el álbum, entre ellas Kapital, una parranda que ironiza a partir de la ambición por el dinero y las dificultades para conseguirlo en un país con enormes problemas económicos. El propio guitarrista toma la voz cantante y dice: No es rico ni acaudalado, ni empresario-inversionista/ todo el que roba dinero y se la da de socialista.

Báez escribió El sol del lago, una gaita de tambora con intro de tambores afrovenezolanos dedicada a San Benito; El pimentón, una oda a golpe de parranda a ese vegetal verde o colorado omnipresente en los guisos criollos; un merengue caraqueño humorístico llamado El cochino, que discurre sobre la vieja costumbre del cochinito de los aguinaldos; y Suenan las campanas, una parranda con un beat más acelerado para bailar en familia y celebrar el nacimiento del Niño Dios. Es un tema ideal para la medianoche del 24 de diciembre, una banda sonora que va bien con el ponche crema, el pernil, las hallacas y el pan de jamón. Pero ocurre que, a esta hora de nuestra historia, tan accidentada y dolorosa, con tanta penuria y tantos venezolanos desperdigados por el mundo, trae consigo una carga de añoranza y nostalgia ineludible.   

La música de Cielo de diciembre es impecable, como es de esperarse en un trabajo de Báez, experimentado compositor, arreglista y productor. Si en directo la fiesta suele nutrirse de la chispa humorística, la improvisación y la interacción entre un público y una audiencia que suelen ignorar la línea que los separa, en el álbum salen de relieve sus delicados arreglos. Báez, además de cantar algunas estrofas, arregló, dirigió, grabó cuatros y, por supuesto, tocó a su compañera inseparable: la guitarra. Se apoyó, en la base, del baterista Adolfo Herrera, el bajista Carlos Rodríguez y los percusionistas Jorge Villarroel y Julio Alcocer. A ellos se sumaron el trompetista Roderick Alvarado, el trombonista Joel Martínez y los saxofonistas Frank Haslam, Glen Tomasi y Léster Paredes.

A sus creaciones, Aquiles agregó dos joyas que hacen más heterogénea la gama de ritmos del disco: María del aire, una pieza con aire de tamunangue dedicada a la virgen de todos, a la María omnipresente, obra de Ignacio Izcaray; y La elegida, una gaita clásica y sabrosa de Renato Aguirre que es una plegaria a la Virgen de la Chiquinquirá.

En la mitad del recorrido aparece, como una maestra de ceremonia, La Sra. Parra Anda, una parranda —obviamente— con arreglos de metales, que funciona como un perfil del personaje que son todos los involucrados en el álbum y, al mismo tiempo, no es nadie. Es bailadora pero también quejona. Anda en bicicleta, le encanta un tambor, come bastante parrilla y detesta el reguetón. No es sifrina, es “burda de hippie” y se la pasa en Facebook. Es popular y hasta la quieren de alcaldesa. Pero es, sobre todo, muy venezolana. La Sra. Parra Anda cree en Venezuela y ese es un mensaje que aparece por cada rincón de una obra que es la recreación de sus fiestas.

De ellase desprende otro tema que enfatiza el optimismo, por si a alguien no le queda claro el mensaje. Se llama El futuro es la esperanza y es una invitación a no abandonar la tierra que nos es propia. Es como una arenga introspectiva. Como esas cosas que decimos a otros para, en el fondo, convencernos a nosotros mismos.