La gigantografía de Gerry Weil

La gigantografía de Gerry Weil

Publicado originalmente el 6 de noviembre de 2021 en: Guatacanights.com

Por GERARDO GUARACHE OCQUE

No son pocos los artistas que sueñan con crear en gran formato. El escultor suele fantasear con piezas monumentales; obras que trasciendan museos y galerías, como el gran mural por el que deliraría un pintor que anhela salir de espacios cerrados e integrarse a edificios, avenidas; construir discursos que se hagan parte de la ciudad y su gente. A sus 82 años de edad, Gerry Weil, maestros de maestros, logró su pieza monumental, su mural, su obra sinfónica.

Gerry Weil sinfónico (2021) es una aventura. Es su aventura contada en un lienzo enorme pero minucioso. Es él, ese hombre sonriente, proyectado en tamaño gigante para que todo el mundo lo vea, desde Austria, donde nació en 1939, mismo año en que estalló de aquel lado del mundo la Segunda Guerra, hasta La Guaira, donde se bajó de un barco en 1957 y se entregó a los brazos de un país que lo acogió para siempre.   

Weil ha grabado en formato solo. Ha versionado grandes piezas de sus ídolos. Ha sido jazzista toda su vida, pero también ha probado arias de Bach, cautivado por la divinidad que emerge de esas partituras. Ha producido grandes álbumes. Ha conformado big bands, tríos, cuartetos y quintetos, como La Banda Municipal, aquel ensamble vanguardista en el que compartió con Alejandro Blanco-Uribe (percusión), Richard Blanco (bajo), Vinicio Ludovic (guitarra, flauta y marimba) y Édgar Saume (batería y trompeta), que hoy nos suena muy actual a pesar de que existió hace medio siglo. Ha hecho todo eso y más, pero nunca había grabado una obra apoyado en una orquesta como la Sinfónica Simón Bolívar.

La esencia del pianista, compositor y docente se expresa a través de 12 piezas que conforman un rompecabezas gigante. Cada una fue arreglada por alguien distinto, en algunos casos ex alumnos suyos; en todos los casos, grandes creadores. De “Canta a un ángel”, se encargó Baden Goyo. De “Kingyo” (pez en japonés), Álex Berti. De “Infancia”, Leo Blanco. Y así sigue una lista de gente muy destacada en su oficio. Gente como Pablo Gil, Luis Perdomo, Silvano Monasterios y su viejo amigo Vinicio Ludovic.  

La gran virtud del álbum radica en que, a pesar de sus dimensiones, empezando por la orquesta que dirigió el joven Andrés Ascanio y el enorme equipo humano que lo hizo posible, el mensaje preserva, gracias a la fidelidad del sonido, sus sutilezas y matices. El proyecto, de cuya dirección artística se encargó Rodolfo Saglimbeni y que impulsó como productor su hijo Gerhard Weil, refleja la combinación de nostalgia y colorido de “El viejo puente de La Pastora”, marcada por la síncopa del merengue caraqueño; así como la majestuosidad melancólica de “Caracas a las once”, la candidez enternecedora de “Niño eterno”, la gracia de “Om Amrita (Omairita)” y la picardía de “La revuelta de Don Fulgencio”

Dos grandes instrumentistas internacionalmente reconocidos participan como solistas. Francisco “Pacho” Flores, uno de los mejores trompetistas del mundo, ganador del premio Maurice André y artista de la prestigiosa casa disquera Deustche Grammophon, deja su huella en “Hondo/Raíces”, pieza que devela el corazón del jazzista. Y Domingo Pagliuca, ganador del Latin Grammy 2020 a Mejor Álbum de Música Clásica por su trabajo Eternal Gratitude, colaboró con la trepidante —y también jazzística— “Sabana grande”, el hermoso homenaje de Weil al rincón de Caracas que ha sido su lugar de residencia, su patiadero, por varias décadas. 

Es el segundo proyecto en apenas un par de años que el maestro, de quien han aprendido tantos talentos del jazz, el pop, el rock y otras corrientes en Venezuela, realiza junto al Sistema de Orquestas: En 2019 ya había editado un trabajo fabuloso junto a la Big Band Simón Bolívar. Además de ser una megaestructura educativa, un gran semillero de músicos y un ambicioso proyecto social, El Sistema también se ha convertido en la posibilidad para artistas consagrados de adaptar sus obras a gran formato, de cumplir ese sueño salvaje tan difícil de materializar.

En los últimos tres años el catálogo discográfico de Gerry Weil ha crecido considerablemente. El mismo hombre al que a los 27 se le manifestó el síndrome de Gillain-Barré, un trastorno neurológico que debilita terriblemente a los pacientes. El mismo que logró dejar la silla de ruedas y recuperarse a tal punto de convertirse en karateca y seguir practicando artes marciales y surf hasta la ancianidad. El mismo pianista y maestro, jazzista, estudioso del japonés y de Bach, cuya vida está contada en un libro (Al ritmo de Gerry Weil: Conversaciones con el maestro, Fundación para la Cultura Urbana & Guataca, 2016), editó en 2019, a sus 80 años de edad, una obra en directo titulada Live in Vienna, producto de una gira que lo llevó a su país natal. Y al poco tiempo, lanzó el mencionado Gerry Weil & Big Band Jazz.

En medio de la cuarentena obligada por la propagación del Covid-19, presentó otra obra desprejuiciada y atrevida llamada Kosmic Flow. La buena racha continuó con un disco a piano solo llamado Sabana Grande (2020). Y ya en 2021, celebró, con un relanzamiento, el 50 aniversario de su emblemática obra The Message. Además, como si eso no fuera suficiente, nos deja este obsequio sinfónico del tamaño de un tepuy que él mismo considera «el proyecto más ambicioso, internacional y trascendente» de su extensa carrera.

Fernando, el Dr. Guarache, mi padre

Fernando, el Dr. Guarache, mi padre

Por Gerardo Guarache Ocque

Qué difícil es ser consistente: Encarar este día y los que vienen con la dedicación y la honradez de ayer, anteayer y el resto del calendario. Y qué difícil es preservar la integridad: Lograr una proximidad asintótica entre lo que se dice y lo que se hace.

Se podría concluir que mi padre, Fernando León Guarache Chópite (Cumanacoa, 1949- Cumaná, 2021), fue un maestro de la consistencia y la integridad. Un PHD con honores en eso de convertirse en otro cada día sin irrespetar al que había sido antes. Un bateador sobre .300 durante toda su existencia. Defectos, los tuvo. Errores, los cometió. Seguro que sí; quién no. Pero hechas las restas y las sumas, fue un hombre excepcional. Sobre todo, fue un hombre de buena voluntad; un ser del que brotó, de sobra, todo eso de lo que carece el mundo en que vivimos: bondad, generosidad, nobleza.  

El Dr. Guarache ejerció la medicina como los mejores, los que por un lado estudian la ciencia y sus avances, sofisticando la técnica y aplicando todo lo que saben, y por otro, atienden a quien lo necesita con un gran sentido humanista, comprometidos con su ciudad, su país y su gente. Siguiendo los pasos de mi abuelo Fernando, y orgulloso del legado de quien fuera el primer especialista en ojos del estado Sucre, se formó primero en la Universidad de Oriente, núcleo Bolívar, y después, como oftalmólogo, en la Universidad Central de Venezuela y el Hospital Dr. Miguel Pérez Carreño, en Caracas. 

Al tiempo que asistía a congresos dentro y fuera de Venezuela, entre ellos los que organiza el Bascom Palmer Eye Institute de Miami, el Dr. Guarache condujo con una mano su práctica privada y, con la otra, el servicio público desde el Hospital Antonio Patricio de Alcalá. Enseñó como profesor de posgrado y educó, para su oficio, a mis hermanos, Fernando Elías y Daniel Ernesto, dos oftalmólogos que ahora llevan en el bolsillo de sus batas el testigo de tres generaciones dedicadas a sanar, entre las que se cuentan grandes cirujanos, ginecólogos, fisioterapeutas, bioanalistas y profesionales de otras ramas de la salud.   

Hace apenas dos semanas, Fernando celebró, a pesar de su precario estado de salud, 48 años de su boda con nuestra madre, con su Nancy, su “Coromotico”, su amor juvenil que se convirtió en esposa, compañera de aventuras, amante, confidente, amiga y todo lo demás. El matrimonio es una institución frágil, pero el de ellos desafió toda lógica: Una mujer y un hombre que, tras juntarse en su juventud temprana, siguieron andando tomados de la mano, entrecruzando sus dedos, pasados los 60 años de edad. La de ellos fue una complicidad que no cedió ante las canas, las arrugas y la costumbre; que surfeó las olas cuando el mar se picaba. Es una pareja que jamás se resistió a un mosaico de la Billo’s o una salsa de La Dimensión Latina; que siempre planificó un próximo viaje, y siempre estuvo pensando qué cocinar, qué botella destapar el viernes siguiente, con qué amigos reunirse. Ese dúo, además, cultivó amistades que perduraron por tres y cuatro décadas; amistades que siguen firmes hoy, gracias a las cuales cuento entre mis tías, tíos, primas y primos, por ejemplo, a los Blohm, los Lichaa y los Lezama. 

Desde que murió mi abuelo Pay, su padre, en abril de 1991, Fernando ejerció con naturalidad cierto liderazgo como el hermano mayor de ocho. Los Guarache Chópite, y los racimos que generaron, constituyen (constituimos) una familia grande. Una de esas que no cabe en una sola foto. Que da para un equipo de fútbol con banquillo y hasta reserva. Durante las horas que han transcurrido desde que inició su descanso definitivo la medianoche entre el 28 y 29 de diciembre, hemos palpado, conmovidos y orgullosos, el amor y la admiración que todos profesan por él, por ese ser humano que tuve (tuvimos) la fortuna de tener como padre. 

Y allí viene el rol que puedo evaluar con absoluto conocimiento de causa. El rol en el que Fernando fue realmente sobresaliente. Como padre, sacó 20 puntos en línea. Pura A. No podría imaginar un padre mejor que él (ni una madre, claro, porque el trabajo ha sido en equipo); más dedicado, más sensible, más más cariñoso y, al mismo tiempo, riguroso. Y como abuelo, lo mismo pero más dulce y menos estricto. Por eso soy, somos los Guarache Ocque, muy pero muy afortunados. Somos tan afortunados que ahora que él no está en cuerpo, llevamos en el alma su amor infinito y, en la memoria, sus consejos, sus enseñanzas, su sabiduría. Para todo lo que podamos hacer desde hoy, por el resto de nuestras vidas, tendremos una enorme ventaja. 

A Papá le encantaba el béisbol y amaba a los Leones del Caracas. Podía estar en una fiesta con una oreja pegada a su radio portátil Panasonic, oyendo el circuito oficial del Caracas. Adoraba Cumaná y salivaba por Nueva York, ciudad que visitó muchas veces y en la que pasó momentos muy felices con mi madre. Viajar le fascinaba, y pudo hacerlo bastante, por Europa, Estados Unidos y algo de Latinoamérica y El Caribe. Y por supuesto, recorrió Venezuela, desde el interior de Sucre hasta Caripe, La Gran Sabana, Mérida, Táchira, Aragua, los Médanos de Coro, Higuerote, Margarita montones de veces y Caracas, donde vivió como estudiante de posgrado y a donde viajamos con cierta frecuencia. Mi infancia, en resumen, transcurrió entre el asiento trasero de una Toyota Samurai del 84 y una orilla de playa. 

Fernando era un gran parrillero. Cierro los ojos y puedo verlo ahí, envuelto en humo, maraqueando un whisky con una mano y acomodando los churrascos, con sus pinzas, con la otra. Difícil conseguir a alguien con un apetito tan voraz. Reamente gozaba comiendo. Y comiendo de todo, de lo más sofisticado a lo más rústico, de lo más común a lo más exótico. Incluso en los días en los que el cáncer ya hacía estragos y convertía en un cuerpo flaco lo que antes fue una humanidad imponente de 1.87, espalda ancha y nudillos amenazantes, Papá masticaba y saboreaba con gusto.

Siempre amó la música. No concebía la vida sin ella. La oía mientras pasaba consulta o practicaba una cirugía. La oía al regar las matas o al manejar por carretera. A veces, simplemente se sentaba a escucharla, por lo que se aseguró siempre de tener buenos equipos para reproducir discos. Coleccionó cientos de vinilos, cientos de compactos. Y en tiempos recientes, hacía curaduría de una nutrida discoteca digital en su PC. Gracias a él, mis hermanos y yo estuvimos desde muy pequeños impregnados por Los Beatles, Sadel, Gardel, Barry White, Barbra Streisand, Aldemaro, Julio Iglesias, Tom Jones, Celia Cruz y La Sonora Matancera, Shirley Basey, Gualberto Ibarreto, Bee Gees, Nino Bravo, José José, Raphael, Herb Alpert, Stevie Wonder, los Carpenters, The Coswills, musicales como West Side Story… En fin, mucha, muchísima música. 

Le encantaba el cine y también el humor, digamos de Emilio Lovera o del cubano Álvarez Guedes, así como Benny Hill, Seinfeld, películas de Cantinflas o Mel Brooks. Leía, no con demasiada avidez, pero lo suficiente para estimularme a mí como lector, de modo que yo iniciara mi propia ruta de libros. Y le gustaba la fotografía, que también se convirtió en una de las fascinaciones de mis hermanos. Todos nuestros hobbies, o casi todos, tienen su origen en él: literatura, cine, música, fotografía, béisbol. 

Cuando presintió que nos haría bien un tablero de baloncesto, nos lo regaló. Y vaya que lo usamos. A mí me compró todo lo que necesité en mis tiempos de jugador de béisbol menor. Iba a los juegos, prometía maltas y helados al equipo si ganábamos. A mis hermanos, más dados al ping pong que yo, también les compró una mesa. Porque él celebraba que nos ejercitáramos. Como cuarto bate y primera base de la selección de softball de médicos cumaneses, lo vi dar dos jonrones. Dos. Y bueno, para dar un jonrón bateando una pelota de softball, hay que darle muy duro, hay que darle con ganas. Papá se paraba en el home como Antonio Armas, como si le tuviera rabia a la bola. Después, por miedo a golpearse sus manos de cirujano, decidió dejarlo y dedicarse a caminar, acompañado por Mamá, una hora diaria por la avenida Perimetral, por ese malecón de esplendorosos atardeceres. Lo hicieron por muchos años, mientras las circunstancias lo permitieron.

Fernando era un tipo afable, simpático y risueño, difícil no quererlo; pero serio, terriblemente serio, cuando la situación lo ameritara. Literalmente, no le temblaba el pulso durante una emergencia. Era una extraña combinación de temple y sensibilidad. Y claro que algunas cosas lo enervaban. Por mencionar algo, detestaba la mediocridad. Odiaba que uno dejara una tarea sin completar. En eso, mi madre y él eran iguales: asumieron una tutoría infalible que hizo que, en nuestro hogar, abandonar el colegio o la universidad, por ejemplo, fuese algo impensable. Fracasar en los estudios era simplemente inadmisible. Era la escena de una historia que no era la nuestra. 

Papá era el tipo que sacaba el pecho cuando la mayoría se acobardaba. Ni siquiera le temió a la muerte. Y al final la burló, porque sigue viviendo en mí. Sigue viviendo en nosotros. 

Itinerante: El álbum migratorio de Miguel Siso

Itinerante: El álbum migratorio de Miguel Siso

Publicada en 17 de mayo de 2021 en Guatacanights.com

Por Gerardo Guarache Ocque

Miguel Siso musicalizó su propia historia desde que emigró. Itinerante es la banda sonora del periplo de un viajero que, por donde va, recoge esencias y se las apropia. Su nuevo álbum lleva en el corazón la venezolanidad como algo inherente y natural, pero nunca vista hacia adentro. Todo lo contrario. Es una obra anclada sentimentalmente en el terruño, pero siempre con los ojos —y sobre todo, los oídos— apuntando al horizonte.

Si se ubica junto a Identidad (Guataca, 2018), su álbum ganador del Latin Grammy, Itinerante (independiente, 2021) es la continuidad de su relato personal. Aquel gran disco de tapa negra fue grabado enteramente en Venezuela y editado justo antes de que Siso partiera a Irlanda. Muchos de los músicos que lo acompañaron en aquellas sesiones, volvieron a participar en esta otra producción, pero ahora la mayoría, al igual que él, vive fuera del país, regada por Europa, Latinoamérica y Estados Unidos.

Somewhere In The World es un gesto de agradecimiento con su país de acogida. El guayanés encontró en las similitudes del patrón rítmico del joropo y la música celta la materia para elaborar una pieza majestuosa, que evoluciona y crece a medida que se van incoporando sonidos y texturas. Protagonizan el cuatro, así como los bags pipes y los whistles, dos vientos fundamentales del ambiente celta tocados por Gabriel Figueira de Gaélica. Pero se van añadiendo la percusión afrovenezolana de Yonathan Gavidia, el violín de Lucas Sánchez y más piezas de un rompecabezas con fragmentos de dos mundos que calzan perfectamente.

Todos los instrumentistas mencionados se sumaron en esa pieza al cuarteto base que Siso escogió para toda la obra: Manuel Alejandro Sánchez (contrabajo), Jhonny Kotock (teclados), Adolfo Herrera (batería) y él con su cuatro, por supuesto. Los cuatro se reunieron en los estudios Abbey Road de París para unas sesiones que se vieron interrumpidas por la pandemia, pero que lograron fijar una primera capa sobre la cual erigir el álbum. La ingeniera de grabación de estos encuentros fue Carolina Santana, quien recientemiente recibió un premio Óscar, junto a los mexicanos Carlos Cortés, Michelle Couttolenc y Jaime Baksh, por el sonido de la película Sound of Metal (2019).

Con Sánchez, Kottock y Herrera (y Santana), recibió a su invitado de honor, Alexis Cárdenas, para tocar un joropo recio y virtuoso que compuso expresamente para él, llamado El cardenal. Fue uno de los temas grabados en simultáneo, a la vieja usanza, todos juntos en una sala. Para su regocijo, el gran violinista zuliano, concertino de la Orchestre National d’Île-de-France, dijo que, frente a esa partitura, se sentía como pez en el agua: «Se parece a mí».  

Otra que convocó a muchos invitados fue Quita los males, un son que le da cierre al disco, con soneos de Marcial Istúriz, solos de percusión latina de Luisito y Roberto Quintero, la trompeta alegre de Chipi Chacón y los montunos del pianista Jhonny Kotock. A Siso, como inmigrante en Dublín, le ha tocado ir con su instrumento de cabecera a muchos bailes, de modo que quería recrear esas experiencias en un capítulo de su disco y, de paso, enviar un mensaje de aliento en tiempos duros: Mi son te quita los males. Esos cuatro minutos y pico muestran lo sabroso que se mueve el cuatro dentro del ambiente salsero.

Cuenta el artista que al día siguiente de la gala de los Latin Grammys del 15 de noviembre de 2018, de la que salió con un gramófono dorado valiosísimo a Mejor Álbum Instrumental, le vino a la mente una melodía. Salió apurado de la ducha y le pidió a Bárbara, su esposa, que lo grabara con el celular allí mismo en la habitación del hotel en Las Vegas. A partir de ese motivo que se le ocurrió, creó Regreso a casa, la que inauguró su nuevo ciclo creativo y con la que volvió canción su deseo, tan recurrente en todo exiliado, de abrazar a su familia. También va por esa línea Tonada de la nostalgia, única pieza de cuatro solo del disco, en la que intervino el ingeniero de grabación Vladimir Quintero, que compuso en una prueba de sonido en uno de esos días melancólicos que experimenta alguien de tierra caliente instalado en un país frío donde el sol sale muy poco.

Guayaba es una de las piezas más interesantes de Itinerante. Miguel concibió una fruta cuyas semillas son de golpe de Patanemo de Venezuela. Y una vez que le metes un mordisco, le descubres sabores de la música caribeña, un dulzor cubano, otro poco de cumbia y un acidito de jazz.

La virtud del artista reside en su capacidad para recoger algunas esencias, mezclarlas ingeniosamente y crear su propia manera de decir las cosas. Uno de tantos ejemplos de ese principio es una pista llamada Palabras del río. Las aguas del Caroní, grabadas desde cierto paraje del Parque La Llovizna de Ciudad Guayana, anteceden a una gaita de tambora que lleva por un encima una melodía entrañable acentuada por su voz. Esa voz, usada como instrumento de viento para enfatizar el leit motiv de la canción, es ya parte de su sello como creador. Es un tema relajante, que involucra percusión afrovenezolana de las manos de Ángel Castro, quien participó en casi todo el álbum.

De esa pasa a un cuatro procesado, que lleva chorus, delay, reverb y algún veneno adicional, que define el tono de un tema llamado De allá vengo. Si el título no es suficiente para entender de qué va, el ritmo completa el mensaje. Es un calipso, género cultivado en Bolívar, el Bolívar natal de Siso. Pero, de nuevo, acá no tienen lugar los purismos. Ese calipso, que incluye el saxo de Eric Chacón al estilo de The Brecker Brothers, es otra especie más agresiva y vanguardista, inclinada hacia el jazz fusión, que puede disfrutarse con el oído, con el cuerpo o, mejor, con ambos al mismo tiempo. Una combinación fabulosa de virtuosismo y sabor.

A su arribo a Irlanda en 2018, Siso y su esposa —y musa— Bárbara Sánchez se hicieron muy amigos de sus roommates, Fabiana y Alexandre, una pareja de brasileños. A ellos, y a la misma Bárbara, que ama la música de Brasil, les dedicó el bossa Caminos. Bárbara, además, se encargó de diseñar la carátula; un collage con retazos que representan a cada canción del álbum. La itinerancia del elefante, animal migratorio que siempre tira para adelante a pesar de las adversidades, un estampado de Cruz-Diez, un cardenal, una mata de sávila que quita los males, un paso de piedras del Parque La Llovizna. Una nueva vida sobre blanco.

Si se preguntan por qué Itinerante suena tan bien, piensen no sólo en ingenieros de grabación como Carolina Santana y Vladimir Quintero. El artista se apoyó, tal como lo hizo en su laureado Identidad, en la llave ganadora de Darío Peñaloza (mezcla) y Jesús Jiménez (mastering). Además, esta vez Miguel se involucró mucho más en ese departamento. Él solo, desde su home studio, grabó, entre otras cosas, todos los instrumentos del tema que sirve de puerta de entrada al álbum. Se titula Itinerancia, y no sólo remarca el concepto del título y el arte, sino que exhibe hasta dónde van sus capacidades como instrumentista. Allí, junto al cuatro tradicional y su cuatro triple, suena un melao de ukulele, guitarra, bajo, tres cubano, voces y hasta teclados. Y —¡sorpresa!— todo tiene sentido. Es un world music, con raíz venezolana, que se parece a un viaje en canoa por un paísaje recubierto de árboles, exótico y salvaje. Son tres minutos y medio que dicen: Bienvenidos a mi mundo.     

Ciclos: El groove virtuoso de Chakarji + Orestes + Freddy

Ciclos: El groove virtuoso de Chakarji + Orestes + Freddy

Publicado el 14 de mayo de 2021 en Guatacanights.com

Por Gerardo Guarache Ocque

Ciclos (2021) se construye a partir de una tensión. El EP del trío que conforman el pianista Gabriel Chakarji, el baterista Orestes Gómez y el contrabajista Freddy Adrián, tres artistas que representan a una joven generación de músicos venezolanos brillantes, se alimenta de la provechosa divergencia entre dos de ellos. Chakarji trabaja su discurso desde la intelectualidad, de lo complejo a lo sutil del jazz. Los baquetazos de Gómez apuntan hacia otro lugar; y traen consigo un groove poderoso que viene del corazón y la calle.

Adrián, quien sirve de puente entre ambos, es el autor de Líneas vivas. La canción, ubicada de tercera en el orden, es un clarísimo ejemplo de ese tira y encoge constante mientras el piano describe una melodía dulce, de pronto melancólica, la batería avanza con una agresividad contrastante. El bajo, que parecía leal a la cadencia suave, se va con la percusión, que finalmente atrae a todos a un caos muy sincronizado. Quien escucha los primeros segundos y abandona la canción, ignorará su verdadero carácter. La sinergia perdura por más de seis minutos hasta que la pieza se reencuentra con su raíz y culmina.

A cualquier grupo de muchachos, ese caos se le hubiese salido de control. Pero mucha música ha pasado por las manos de este trío, cuyos integrantes apenas se acercan a los 30 años de edad, desde que comenzó a gestarse. Todos vivían y estudiaban en Caracas. Chakarji y Adrián tocaban junto al baterista Daniel Prim en La Quinta Bar, entre otros locales de la capital. También lo hacían con Orestes. A veces, el trío se convertía en cuarteto con la incorporación del guitarrista Juanma Trujillo.

El trío Chakarji-Gómez-Adrián surge mientras las circunstancias socioeconómicas están, paulatinamente, sofocando la vida cultural en Venezuela. De marzo de 2014, un año de convulsión política, data el primer registro de su sonido.

Orestes, músico de origen tachirense, vivía en un apartamento en Parque Central, en el que se reunieron a grabar su primer tema inédito. Primero le pusieron Caroata, porque así se llama la torre en la que estaba su vivienda. Eventualmente, cuando el baterista, ya establecido en México, se encargó de posproducir, lo intervino, le introdujo elementos de hip hop y lo llamó simplemente Parque Central. Si el trío, que oficialmente no tiene nombre, llevara alguno, sería ése.

Orestes es una máquina de producir. Basta un paseo a vuelo de pájaro por su Spotify o su cuenta de Instagram para constatar la calidad y el volumen de arte que produce. No sólo trabaja en la música sino que, al mismo tiempo, conceptualiza cómo la va a presentar al mundo a través de las maravillas tecnológicas del Siglo XXI. Es baterista, pero también realizador audiovisual. En el videoclip de Parque Central, juntó imágenes desde Nueva York, Londres, Ciudad de México, Los Ángeles y, sobre todo, la añorada Caracas. Y fue esa publicación la que reavivó las ansias de volver a juntar al trío.

Chakarji encontró la excusa en el momento más improbable. A mediados de febrero de este pandémico 2021, recibió una invitación para asistir a un show privado en Ciudad de México. Organizó su agenda de tal modo que pudiera salir de su compromiso y reunirse con sus compañeros. Aparte de Líneas vivas, la canción de Freddy, llevó él un par de composiciones. Una de ellas, 433 —es el número de su domicilio más reciente en Nueva York— es una pieza delicada, a la que Orestes y Adrián aportan, de nuevo, un groove distinto, casi funky, no muy habitual en este tipo de composiciones francamente jazzísticas.

Mina es una vieja creación de Orestes Gómez junto al bajista Rotnesh Medina, que adaptó para este proyecto. La pusieron de primera en el EP como para dejarle claro al oyente que acá no se está jugando. Confluyen allí, de manera entrecortada y precisa, elementos de tambores y jazz. El piano dice algo y la batería y el bajo le responden. Hablan un idioma que todos entienden, pero nadie sabe con certeza qué significa. Puede ser la banda sonora de la incertidumbre. 

Inicialmente, el plan era reunirse en casa de Orestes, ensayar allí, pulir las piezas y dejarle a él las pistas de piano y bajo para que luego agregara sus baterías. Pero salió la oportunidad de tocar, de manera casi clandestina, en Jazzatlán, un bar de jazz chilango. Fue tal la energía del recital, que salieron al día siguiente a buscar estudios para grabar en simultáneo, como los grandes. Así hicieron las canciones hasta ahora mencionadas: Mina, Líneas vivas y 433. A todo eso agregaron otra pieza que Chakarji escribió expresamente para el proyecto, llamada Ciclos, que es jazz contemporáneo de altísimo nivel, y a la que sí se sumaron después algunos elementos, como pianos eléctricos.   

Los tres músicos, que ya iniciaron un firme recorrido artístico, le deben parte de su formación al Sistema de Orquestas. Gabriel Chakarji editó en 2020 su primer álbum, New Beginning, que se suma a Vida, uno que grabó en Caracas en 2016 junto a la cantante Carmela Ramírez, en el que, por cierto, participó Orestes Gómez.

El baterista, nacido en San Cristóbal, tiene en su catálogo un puñado de propuesta que apuntan en diferentes direcciones. Mencionemos algunos: Dealers in Caracas (2020), grabado MCKlopedia, se lanza hacia el hip hop. Experiencia curiara (2017) es el resultado de sus investigaciones de la raíz tradicional de su país, especialmente de los ritmos afrovenezolanos. Y Paga es un trío que lanzó un álbum homónimo en 2018 con un poco de jazz, hip hop y música experimental. En él comparte con el tecladista mexicano Agustín Ayala y también con Freddy Adrián.

Por su lado, el contrabajista, formado de lleno en el Sistema, ha sido parte de la banda de Gerry Weil y actualmente es miembro de la Orquesta Filarmónica de Jalisco. Además, como autor y cantante, acaba de lanzar una salsa fusionada titulada Me lo merezco, con todo y videoclip.  

El trío sin nombre ya tiene canciones para un próximo proyecto. Esperemos.

Doce margaritas: El canto susurrante de Nella

Doce margaritas: El canto susurrante de Nella

Publicado el 6 de mayo de 2021 en Guatacanights.com

Por Gerardo Guarache Ocque

Sigue siendo la Nella de Voy, su álbum debut. El corazón de la artista ganadora del Latin Grammy a nuevos talentos sigue latiendo desde algún indeterminado del mapa entre el sur de España y El Caribe, desde alguna costa caliente, exuberante y mestiza. Pero Doce margaritas (2021), una producción menos orgánica y más artificiosa, también pone, junto a las nostalgias, los amores y los tragos amargos, una pista de baile.  

Basta con escuchar los dos singles que llegaron a las plataformas digitales como abrebocas del LP, para captar la invitación al movimiento. Solita insinúa un beat de eso que actualmente lleva la etiqueta de urbano, pero lo hace a través de unas palmas y un groove electrónico pensado desde lo flamenco, combinado con pinceladas de tradición cubana. En fin, reguetonea como quien no quiere la cosa. Y lo hace realzando una melodía y una letra con un mensaje de autosuficiencia emocional: Yo vivo feliz cantando solita.

Ahí trae consigo un planteamiento similar, pero destacando las armonías vocales, todas a cargo de la propia cantante formada en la Berklee School of Music de Boston. Y lo mismo pasa con Dímelo bajito, donde el beat sintético convive con una guitarra española muy limpia.

Volaré, balada grabada junto al laureado puertorriqueño Pedro Capó, nieto de Bobby Capó, deviene en reguetón romántico. En el coro cantan los dos en torno a la misma melodía, ella arriba y él abajo, pero a veces Capó empieza a trazar otra línea distinta como quien bucea mirando la superficie. Es un dueto cuidadosamente elaborado.

En esos instantes urbanos luce lejana y borrosa aquella Marianella Rojas de la que tuvimos noticia por una versión a capella, a pura palma y voz, del merengue caraqueño con música de Pablo Camacaro y letra de Henry Martínez, con la que atrajo la atención del productor Javier Limón.  

En Son de los sueños, una rareza de beat entrecortado con voz aflamencada, le surge una pizquita de venezolanidad, una caída como de tonada llanera: Y los sueños, sueños son. Y a pesar de que no lo reflejan los créditos del Spotify (hasta el día siguiente al lanzamiento), Nella grabó junto a C4 Trío la octava pista, Contra la marea. Los cuatros no tocan con la libertad habitual ni charrasquean con fuerza, pero se percibe esa facultad del trío Glem-Molina-Ramírez de hacer del cuatro venezolano mucho más, de hacer con él percusión, matices y un barrido que es como un efecto de lluvia; y también, es notorio el feeling inconfundible del bajista Rodner Padilla, quien también colaboró con la producción. No olvidemos que Padilla, quien por estas fechas trabaja en un álbum de Luis Enrique en ese rol, ya se llevó el Latin Grammy a Mejor Productor del Año.   

Doce margaritas es la primera entrega de Nella bajo el paraguas Sony Music Latin. La producción no sólo estuvo a cargo de Javier Limón, quien, tal como ocurrió en Voy (con una sola excepción), compuso todo el álbum, demostrando así, no sólo lo prolífico que es como creador, sino su capacidad de escribir habitando la piel ajena. Con Limón, español que ha trabajado con figuras como Concha Buika, Bebo Valdés, Caetano Veloso, Anoushka Shaknar, Diego El Cigala y Andrés Calamaro, colaboraron en la producción Julio Reyes Copello, George Noriega y el venezolano Rafa Rodríguez.

Nella entiende que cantar perfecto no es cantar bien. Nella susurra, se desmorona con la canción hasta el punto de permitir que el hilo de voz se interrumpa y se deshaga. Es curioso que Doce margaritas haya sido una obra concebida durante el encierro por la pandemia. Es curioso porque en ella se contraponen dos invitaciones: Una al baile, al club… y otra a la intimidad. Es un álbum cantado al oído, pero con ganas de moverse. No es una obra para la soledad, pero tampoco para la multitud. Es una banda sonora petit comité.

Dos parecieran las más afectada por las circunstancias y el mundo exterior. Pa’ Fuera y Ya no queda na’. En ambas, manteniendo la tendencia del álbum, se encuentran elementos orgánicos crudos con sonidos muy procesados. Allí, además, Nella se reencuentra con la niña margariteña que antes de ser cantante, quiso ser bailarina: Te repito, sólo quiero bailar.

A todo eso se suman los episodios calmados de romance y añoranza. Por ejemplo, Otro beso, donde no hay beats ni artificios, sino guitarras, percusión y trompetas; Nada, un hermoso despecho tejido con voces, guitarras, piano y algo de percusión; el bolero De vez en cuando, una pieza a la que no le va bien una margarita sino un ron añejo, que Nella grabó con el pianista cubano Iván “Melón” Lewis, que suele acompañar a Buika; y la que cierra el álbum, titulada A mí me gustaría perdonar, un manifiesto en el que la intérprete deja correr más su voz cristalina.

En griego, margarita significa ‘perla’. Dicen que, por su abundancia de perlas en sus costas, la isla venezolana en la que nació esta prometedora artista ahora establecida en Nueva York, lleva el nombre de Margarita. Nella se inspiró en esa hipótesis para darle título a su álbum. Por eso en la portada se adorna con margaritas, pero también luce un collar de perlas que representan esas joyas que Limón escribió para su susurrante y seductora voz.

Santiago Bosch: El jazz galáctico de un guaro en Boston

Santiago Bosch: El jazz galáctico de un guaro en Boston

Publicado el 24 de abril de 2021 en Guatacanights.com

Por Gerardo Guarache Ocque

Los músicos suelen encontrar la inspiración en los lugares menos evidentes. La luz ladeada de la tarde, el azul tenue del alba, las olas rebotando contra la bahía, una sonrisa a medias, un trago amargo. La leña que usó Santiago Bosch para encender el fuego de Galactic Warrior, una obra de jazz fusión densa de compases irregulares y un prodigioso despliegue de armonías, fue la música de sus videojuegos favoritos.

Ambos mundos se entrecruzaron en la formación del barquisimetano. De su padre, el saxofonista Jaime Bosch, se nutrió de referencias del jazz en sus diferentes vertientes; del rock, especialmente el de los años 70; de los Beatles, que siempre constituyen un universo aparte; y de lo clásico, que recibía también de su primera maestra de piano, Lila de Gutiérrez. Mientras tanto, al jugar con su Nintendo NES, esa cónsola gris que se volvió artefacto fundamental en la vida lúdica de una generación completa, le prestaba especial atención a la música que acompañaba las aventuras en 8-bits piloteadas desde su control de cruz negra y botones circulares rojos.

Santiago solía ubicar a su personaje principal a un costado, donde no hubiese monstruos que lo atacaran, ni precipicios ni rocas que cayeran del cielo de su televisor, para que nada perturbara la banda sonora. Le fascinaba el manejo de los sintetizadores de aquellos compositores casi anónimos pero escuchados por medio mundo. La gustaba la música que venía con cartuchos como el emblemático Super Contra, o Tortugas Ninja 3 o el GI Joe: American Hero. También le atraía la de otra cónsola, la Sega Genesis, llamado Space Harrier, compuesta por el japonés Hiroshi Kawaguchi, autor de culto.

Bosch, músico egresado magna cum laude como pianista de la Berklee School of Music de Boston, quiso recrear ese ambiente, pero pasándolo por el filtro del jazz fusión, cosa que le resultó perfectamente natural considerando su trasfondo: En su olimpo musical habitan Chick Corea, John McLaughlin y Allan Holdsworth, seguidos por otro panteón en el que ubicaría a la Mahavishnu Orchestra (de nuevo John McLaughlin), a Weather Report, y a Yellow Jackets, especialmente a su pianista Russell Ferrante

Galactic Warrior, cuyo contenido es todo composición del músico larense, es como un videojuego. Describe un mundo, genera unas circunstancias, sugiere un recorrido por varios niveles, con tensiones y obstáculos, colores y formas, para que cada quien lo haga a su gusto. El primer episodio sería la intrincada Perspectives, donde su piano rhodes avanza junto al saxofón de Tucker Antell. Trazan una misma trayectoria, aunque en distintas tonalidades, formando una armonía como cables de un mismo manojo. De allí pasa a Living In The Past, que suena más cargado de elementos progresivos y más guiado por la guitarra de Tim Miller.

Una vez que culmina Transition, nivel complejo de difíciles saltos y astutas criaturas que vencer, descrito desde el rhodes pero también desde otros sintetizadores y la trompeta de Darren Barrett, llega Galactic Warrior, la canción que bautiza la obra, donde al bajista Dany Anka y al baterista Juan Ale Saenz les corresponde sostener un ritmo entrecortado sobre el que reposa el arpegio constante que musicalizaría una aventura vertiginosa.     

El juego sigue con Finding Your Way Out, quizá la pieza más roquera del álbum; y Main Menu, a la cual la artesanía digital del rhodes más varios sintetizadores y hasta un secuenciador midi, le dejan una vibra y un aroma inconfundible al aire de finales de los 70. Como todo menú, es un descanso para estudiar opciones y decidir hacia dónde avanzar. Es un respiro antes de que empiece Persecution, otra canción hecha a partir de capas generadas por Bosch, que construyen sus mundos virtuales sobre el ritmo de una batería acústica. A esto se suma un saxo, el de George Garzone, que genera un efecto intrigante y caótico. Y así, hasta llegar al Level 8, el último.

Questions y Why, las dos últimas pistas, pueden entenderse como bonus tracks. Son canciones a piano acústico y contrabajo (Jared Henderson), orgánicas, de baterías más delicadas y expresionistas, la primera de ella con un laouto griego —una especie de laúd— tocado por Vasilis Kostas. Ambas son tan distintas al resto que parecen piezas de otro álbum.

Santiago Bosch (Barquisimeto, 1987) se marchó a Boston en 2011. Se formó en Berklee, donde recibió una beca completa y egresó con honores. También fue becado por el Berklee Global Jazz Institute, donde cursó una maestría en Contemporary Jazz de la que salió suma cum laude. Nada mal para un estudiante al que le costaba disciplinarse con el violín, con la guitarra e incluso con sus estudios de piano clásico, donde sí surgió un sutil pero prometedor enamoramiento con el instrumento.

En su ciudad natal había empezado a tocar por ahí desde los 15 años de edad. A la vez que se formó como profesor de música en la Universidad Pedagógica Experimental Libertador (UPEL), participó varias veces en el Festival de Jazz de Barquisimeto. Justo antes de partir al norte, editó su álbum debut, Guaro Report (2011), título con un simpático guiño larense a Weather Report. Comparado con aquel trabajo, que fue más orgánico y más parecido a una jam session, Galactic Warrior resulta una obra de un concepto más definido y menos terrenal.

La experiencia académica y profesional en Estados Unidos le ha permitido aprender directamente de artistas como John Patitucci, Oscar Stagnaro, Jack DeJohnette y Esperanza Spalding. Con algunos de sus maestros, como el caso de la gran baterista Terri Lyne Carrington, ha tenido el gusto de tocar. Otros, incluso, han colaborado con su propio proyecto, como Tim Miller, Tucker Antell y George Garzone, quienes, cautivados por unas maquetas en formato midi, aceptaron embarcarse en un viaje al mundo imaginario de Santiago Bosch.

Oriundo: La afrovenezolanidad cósmica de Jhonny Kotock

Oriundo: La afrovenezolanidad cósmica de Jhonny Kotock

Publicado el 14 de abril de 2021 en Guatacanights.com

Por Gerardo Guarache Ocque

Dos corrientes confluyen. Una sintética y de data reciente; otra orgánica y de tiempos ancestrales. La primera de sonidos asociados al pop de los años 80, de artificios tecnológicos aplicados al quehacer musical. La segunda de esencias que emanan de la raíz tradicional venezolana con su denominación de origen en pueblos de sangre africana de la costa caribeña. Ambas, a pesar de lo disímiles, se juntan armoniosamente en Oriundo (2021), el primer álbum de Johnny Kotock.

Durante el recorrido de 35 minutos es inevitable pensar en Vytas Brenner. Si se tratara de una investigación académica rigurosa, Oriundo se insertaría en la misma línea de investigación que el gran pionero venezolano nacido en Alemania inauguró con álbumes como Ofrenda (1973). También resuenan allí los ecos de La Banda Municipal, aquel proyecto efímero de Gerry Weil, Alejandro Blanco-Uribe, Vinicio Ludovic y compañía. Kotock, sin embargo, conoció esas referencias cuando ya había avanzado bastante en su proceso creativo. Lo sorprendió gratamente reconocer en otros su misma visión, aunque se aproximaran a través de otros senderos, como el rock y el jazz. Sus materiales son distintos. Lo suyo, desde muy joven, han sido los sintetizadores, simuladores, rhodes, hammonds, teclados analógicos y digitales de varios colores, formas y tamaños que fue escogiendo minuciosamente para crear capas, atmósferas, para fijar bases y generar texturas, para construir armonías y acentuar transiciones. En fin, para pintar el cuadro pop tal como lo tenía en su mente.

El viaje cósmico, dividido en nueve episodios que van de la mañana a la noche, es a la vez como un tren al que van subiéndose y del que van bajándose voces e instrumentistas. Huguette Contramaestre hace un llamado a San Juan Bautista: A tu puerta hemos llegado… Y le abre camino a la primera canción, Tonto Malembe, cantada por Rafa Pino, gran exponente de la música contemporánea venezolana, miembro del laureado El Tuyero Ilustrado y con un proyecto solista de fusión que se aproxima, asintótico, al sendero de Kotock.

Pino, que acompañó al tecladista en la concepción de la obra, no sólo grabó la voz principal de varias canciones. También escribió los versos de piezas tradicionales, piezas de esas cuyos autores se desconocen y pasaron a ser posesión de un colectivo sin rostro, del folclor y de la gente, como El canto de pilón que hace la propia Huguette Contramaestre, cargado de sentimiento, de denuncia, de añoranza, como todo canto de trabajo. 

Rafa Pino reaparece en una versión de Cristal, aquel hit de Gualberto Ibarreto que Simón Díaz le escribió a Cristal Montañez, Miss Venezuela 1977. Allí participan dos amigos talentosos de Kotock: el maraquero Manuel Rangel y el cuatrista Miguel Siso, con quien él colaboró en su álbum Identidad (Guataca, 2018), ganador del Latin Grammy.  

Una fase de tambores, casi toda festiva y luminosa, involucra a dos grandes embajadores de la cultura afrovenezolana. Dos vocalistas de lujo, especialistas en la materia. Francisco Pacheco participa en una versión muy lograda de Woman del Callao, con solo de trompeta de Chipi Chacón, en la que se entrelazan perfectamente las teclas del artista y el sabor de ese calipso bilingüe de Julio César Delgado y Un Solo Pueblo que ha sido grabado por Juan Luis Guerra. Pacheco también actúa en María Paleta, otro acierto de Un Solo Pueblo, construido con tambores y elementos dance, todos juntos bailando en la misma pista. La otra voz maravillosa que interviene es la de Betsayda Machado, la voz de La Parranda El Clavo, quien canta Allí viene un corazón, un tema conocido por una vieja grabación de Soledad Bravo.

Jhonny Kotock (Caracas, 1989) recibió lecciones del maestro Gerry Weil y también de la profesora María Eugenia Atilano en la Ars Nova, aunque se formó entre la Escuela Superior de Música José Ángel Lamas y el antiguo Instituto de Estudios Musicales, hoy Universidad de las Artes, donde se enamoró irrevocablemente de los ritmos afrovenezolanos a tal punto que integró, desde su creación, la Orquesta Afrovenezolana Simón Bolívar, uno de los proyectos de El Sistema que realzan corrientes alternativas a lo sinfónico-coral.

Oriundo comenzó a gestarse a finales de 2017. Ebullición, el octavo tema del álbum, lo compuso el pianista al calor de las protestas antigubernamentales de aquel año cruento y doloroso. Esa pieza orquestada y majestuosa, que llega como un clímax en la banda sonora de una gran película, fue su terapia. La canción encierra todo el exotismo de la naturaleza venezolana, la complejidad del mestizaje, la tensión de la vida cotidiana, todo pintado con tambores y sintetizadores. Lo que suena se parece mucho al collage que creó para la carátula María Daniela Guerrero: caótico pero hermoso, dramático pero vibrante.

Al descender, al bajar de ese tepuy desde el que podría verse el país completo, el periplo desemboca en una Luna de Margarita —otra pieza del Tío Simón cantada por Rafa Pino— envuelta en un aire de extrañeza.

Las canciones de Oriundo cobran un significado distinto cuando el álbum se oye como un todo. El recorrido, que parte por lo más místico de la tradición afrocaribeña y más tarde se pasea por su alma festiva de cadera suelta, culmina en esa tonada enrarecida, melancólica, como una reina de belleza que se ve al espejo y no se reconoce a sí misma.

Con todo ese material grabado, Kotock, quien ha sido parte de la banda de Huáscar Barradas, se marchó en 2018 a Madrid, donde ahora reside. Desde entonces, es parte de proyectos como Carmen Ernestina, un colectivo muy particular de música bailable que toca en bares y fiestas. También ha participado en ediciones de Guataca Nights, como la Venezolada Olé Star, invento que juntó al flautista Omar Acosta, el violinista Alexis Cárdenas, el tenor Aquiles Machado y el cuatrista Miguel Siso.

Una vez que se estabilizó en España, retomó la posproducción de su álbum debut. No podía dejar en la gaveta un trabajo tan minucioso, con trompetas del recientemente fallecido Gustavo Aranguren, con coros de Ana Valencia, Mariana Serrano, Marcial Istúriz y Alejandro Zavala; con la percusión de Jorge Villarroel y la batería de José “Tipo” Núñez. En fin, con tanto talento, tanta dedicación y tanto tino para crear, en pleno Siglo XXI, una fiesta de afrovenezolanidad cósmica.

Achilles Liarmakopoulos: Un trombón griego dibujando a Venezuela desde Nueva York

Achilles Liarmakopoulos: Un trombón griego dibujando a Venezuela desde Nueva York

Publicado el 30 de marzo de 2021 en Guatacanights.com

Por Gerardo Guarache Ocque

El de Achilles Liarmakopoulos es un trombón atrevido. Un trombón que suele asumir roles nada habituales. Supone un desafío cantar desde su instrumento melodías con tanta tinta en el pentagrama y saltos tan abruptos entre sus líneas. Pero el griego no cree en esas limitaciones. Puede más su deseo de ensanchar las posibilidades del trombón e innovar musicalmente. Y en el caso de su nuevo álbum, Volar (2021), pudo más su atracción por la música venezolana.

Volar es el primer álbum de Cuatrombón, su nuevo proyecto. Es el resultado de su encuentro con el simpático y virtuoso Jorge Glem. El cuatrista cumanés, que también reside en Nueva York, donde el griego es profesor adjunto del Brooklyn College de CUNY University, le permitió reconectarse con el joropo, el merengue caraqueño, el vals venezolano y otras especies de raíz tradicional que habitan en su imaginario desde pequeño.

La afinidad con la música latinoamericana de Achilles Liarmakopoulos, trombonista célebre por su trabajo con el Canadian Brass, viene de siempre, por lo que ha resultado muy natural generar propuestas que impliquen la confluencia de varias culturas.

Cuenta, por ejemplo, que se enamoró del trombón, su fiel compañero de aventuras, cuando asistió a los 10 años de edad a un concierto de Celia Cruz en Grecia. En el primero de sus seis álbumes como solista, Tango distinto (2011), editado por el sello Naxos Classical, tocó obras de Ástor Piazzolla reemplazando el violín y la flauta por el trombón. En Trombone atrevido (2015), dedicado al choro de Brasil, sustituyó al cavaquinho. Y ahora, en Volar, desplazó a la flauta, la mandolina, la bandola, o acaso al clarinete.

Los padres de Achilles Liarmakopoulos (Atenas, 1985) se conocieron en Caracas, donde sus abuelos vivían como inmigrantes. Su madre, de hecho, nació allí, en el valle que bordea el cerro Ávila. “Sus recuerdos de ese maravilloso país, de niña y adolescente —dice el artista— siempre han estado en su corazón y de alguna forma me los transmitió a mí también”.

Recuerda de su infancia a artistas como Juan Vicente Torrealba y Soledad Bravo, al igual que a Cecilia Todd y Lilia Vera. Pero no fue sino hasta 2018, cuando conoció a Glem, que decidió meterse de lleno en un puñado de piezas en formato de cuarteto junto al maraquero Manuel Rangel y al contrabajista Bam Bam Rodríguez, conocido, entre otros proyectos, por Los Crema Paraíso, la banda del guitarrista y productor Cheo Pardo con el baterista Neil Ochoa.

Apoyado en Glem, Rangel y Rodríguez, Liarmakopoulos se sumergió en tres joropos con distintos tumbaos: El avispero de Beto Valderrama, Besos de sal de Douglas Velásquez y Portachuelos de Ricardo Mendoza. Su trombón suena altivo, enérgico, como el joropo lo exige. Se sirve de una base rítmica bien explosiva, realzada por la mano derecha de Jorge Glem, cuyos juegos con el cuatro pueden delatarlo sin necesidad de revisar los créditos de la obra. Pero el trombonista también puede bajar la intensidad, lo cual quizá resulte más desafiante, y logra imprimirle delicadeza a canciones como Los helechos de Héctor Pérez Bravini, e incluso Pueblos tristes, fundamental obra de Otilio Galíndez en la que participa, como invitada de lujo, la cantante Natassha Bravo, paisana de Glem.

A la lista se sumaron El rezongón, merengue caraqueño de Omar García, con toda su gracia, su síncopa y unas transiciones temerarias en las que reluce la complicidad en las maracas y el cuatro; y el Vals venezolano que compuso, cariñosamente, el maestro cubano Paquito D’Rivera, otro residente de Nueva York, donde se grabó el álbum.

Una flauta, la del gran Marco Granados, se cuela en la fiesta del trombón. Es él, reconocido ejecutante del instrumento y miembro del Chamber Ensemble Classical Jam, quien canta, a dos voces junto a Liamarkopoulos, la melodía de una delicada canción suya titulada La bella. También participa el fliscorno de Brandon Ridenour, compañero del griego en el Canadian Brass, en una pieza de Ricardo Sandoval llamada Soñar es sonar, que le pone un broche dorado —brillante, como el metal del instrumento— a la obra. 

Volar, mezclado por el varias veces ganador del Grammy David Darlington y masterizado por el colombiano Diego Ávila, le inyecta venezolanidad a un catálogo que ya incluye los mencionados trabajos inspirados en la música brasileña y el tango, pero también exhibe discos como Obvious (2018), grabado con la solista de arpa francesa Coline-Marie Orliac; Ethereal (2017), compilado de obras líricas; y Discoveries-New Works for trombone and piano (2014), de composiciones contemporáneas.

Formado entre la Escuela de Música de la Universidad de Yale, el Instituto de Música Curtis, el Conservatorio de San Francisco y el Conservatorio Philippos Nakas de Grecia, el artista de 35 años de edad, que ha grabado siete álbumes con el Canadian Brass, ensamble con el que ha girado por el mundo, que ama la salsa y ha colaborado con ídolos como Rubén Blades, ha logrado, a través de su conducto predileto —la música— conectarse íntimamente con un escenario fundamental de su historia familiar: Venezuela.

Eliana Cuevas y Aquiles Báez: El curruchá resuena desde Canadá

Eliana Cuevas y Aquiles Báez: El curruchá resuena desde Canadá

Publicado el 17 de marzo de 2021 en Guatacanights.com

Por Gerardo Guarache Ocque

No deja de ser paradójico. Que ocurra siempre, o casi siempre, no le resta contradicción al hecho de que mientras más lejos se está de la tierra natal, más resuenan en uno sus ecos, sus esencias, su cultura. Más clara se percibe la enorme importancia de ciertos saberes y tradiciones; y en el caso que nos ocupa, de canciones como las que grabó el dueto conformado por Eliana Cuevas y Aquiles Báez.

El curruchá (2021) no pretende una antología de composiciones venezolanas, pero sí reúne algunas de las piezas más recordadas del cancionero nacional, interpretadas desde una voz que exhibe sofisticación y elegancia, más el desparpajo y el sabor que requiere la música de raíz tradicional, todo en sus justas proporciones. El canto de Eliana transmite venezolanidad, pero de él también brota lo mejor de cada ambiente que ha frecuentado: el bossa nova, el jazz, el world music, todo a lo que ha sido expuesta en una ciudad tan multicultural como Toronto.

El canto de la artista caraqueña, que vive en Canadá desde 1997, no podía conseguir mejor abrigo que la guitarra de Aquiles Báez, un instrumentista de estricta formación académica que desde hace más de 40 años, e incluso durante la época en la que vivió en Nueva York, no ha dejado de escudriñar lo más autóctono para cultivarlo, exaltarlo, barnizarlo para que el gran público lo aprecie.

Nunca bastarán versiones de Acidito, el delicioso merengue de Adelis Fréitez que ha pasado por muchas voces y que quizá no haya mejor manera de interpretarlo que así, desnudo, a pura guitarra y voz, a puro sentimiento y tumbao asincopado. Con esa melodía comienza un recorrido que incluye dos temas muy conocidos de Otilio Galíndez, Caramba y Flor de mayo, y tres de Simón Díaz, la Tonada del cabestrero, Mi querencia y la pieza venezolana más versionada de la historia: Caballo viejo.  

La presencia de temas muy populares obedece a la necesidad de Cuevas de insertar ingredientes venezolanos en la vibrante escena cultural que en la que se mueve. Procurar colar entre el jazz, el world music, las músicas de Brasil, Cuba, Argentina y México, uno que otro joropo, merengue caraqueño, onda nueva o tonada.

Eliana Cuevas es una cantante con dos décadas de recorrido artístico y seis álbumes a cuestas, incluido el presente, por los que ha recibido numerosos reconocimientos: La distinción como Latin Jazz Artist of the Year en los National Jazz Awards, el reconocimiento a la Best World Music Artist en los Toronto Independent Music Award y el galardón a la Mejor Artista Solista de Música World en los Canadian Folk Music Awards. Tras Cohesión (2002) y Ventura (2004), editó Vidas (2007), del que salta a la vista (o al oído) una pieza con ritmo de tambores titulada Canaima.

La caraqueña, que ha compartido escenarios con artistas como Luis Enrique, Álex Cuba y Hermeto Pascoal, profundizó su búsqueda hacia adentro en Espejo (2014), ganador en los Independent Music Award en la categoría de Best Latin Album. Para esa obra, invitó a un músico con el que siempre había querido colaborar. El maestro Aquiles Báez participó en El tucusito, y no lo hizo tocando la guitarra, por la que es más conocido, sino que demostró, además, lo buen cuatrista que es.

Antes del lanzamiento de Espejo, Eliana hizo un viaje a Venezuela y aprovechó para actuar allí junto a Aquiles en unas Noches de Guataca celebradas en el Teatro Trasnocho de Caracas el 2 de mayo de 2012. Más adelante, hizo fuerzas para que el Aquiles Báez Trío, la banda del autor de A mis hermanos junto al baterista Adolfo Herrera y al bajista Gustavo Márquez, viajara a Toronto. Lo logró e hicieron dos fechas, en las que ella actuó como invitada, en junio de 2016; una en el Lulaworld: Latin & World Music Festival y otra en el Dundas West Fest. En ese viaje, una vez cumplidos los compromisos, Báez y Cuevas aprovecharon para ir al estudio.

Aunque se solaparon, el proceso de realización de El curruchá no interfirió en el proyecto de Cuevas que devino en su álbum Golpes y flores (2017), un trabajo laureado que mostró la madurez de la artista en entrelazar hebras de sus mundos. Puesto junto al resto de su material, ese de 2017 es un disco que suena decididamente selvático, mestizo, inmerso en una búsqueda ancestral.

El curruchá viene a ser, por un lado, el reencuentro de Cuevas con canciones que son parte de la banda sonora de su vida, como esa que le da título al álbum y que su padre le cantaba con el cuatro cuando niña. De su versión, divierte el inicio lento: A mi negra la quiero y la quiero más que a la cotiza que llevo en el pie… Y la aceleración; un juego de difícil respiración porque no deja espacio entre frases para recuperar el aire: Cuando baila mi negra un joropo, el amor zapatea por dentro de mí…

Cuevas y Báez agregaron María Antonia, el hit inolvidable y pícaro de Gualberto Ibarreto. También sumaron Anhelante, la gran composición del Pollo Sifontes; Aquel zuliano, la eterna gaita de Renato Aguirre; y Como llora una estrella, estándar de Antonio Carrillo que todos los venezolanos escuchamos desde pequeños. A todo eso sumaron un tema suyo llamado En un pedacito de tu corazón y el San Rafael, obra de Aquiles.

El curruchá cumple el viejo deseo de Cuevas de grabar una obra inspirada en el sonido que lograron Ilan Chester y Aquiles Báez en aquel álbum decembrino titulado Corazón navideño (2001). Sí, desde entonces ella tuvo el anhelo de algún día compartir no una sino una docena de canciones con ese maestro que ha generado tanta música y ha tenido la generosidad de dar espaldarazos a artistas emergentes que puedan sumarle colores al gran lienzo de la música venezolana.

Gonzalo Teppa: Migrar en clave de jazz

Gonzalo Teppa: Migrar en clave de jazz

Publicado el 11 de marzo de 2021 en Guatacanights.com

Por Gerardo Guarache Ocque

Gonzalo Teppa acababa de editar su cuarto álbum, un trabajo magistral titulado Sinergia que pasaba en limpio sus ideas sobre la música venezolana desde la óptica del jazz. Tocaba con los mejores músicos de la escena nacional. Era, nada más y nada menos, el bajista de C4 Trío, que había quedado trasquilado tras la partida de Rodner Padilla. Pero el contrabajista larense, como tantos venezolanos en estos tiempos, se vio obligado a tomar una de las decisiones más difíciles de su vida: Dejar todo eso atrás, su país, su gente, sus proyectos, para procurar mejores oportunidades para sus hijos.

Era agosto de 2014, un año en el que Venezuela convulsionó políticamente y comenzó a agudizarse una crisis que hoy persiste. Teppa vio las costas de La Guaira desde la ventanilla del avión y aterrizó en Boulder, Colorado, ciudad que conocía bien porque allí había vivido y profundizado los estudios que inició en el Conservatorio Vicente Emilio Sojo de Barquisimeto.

Away From Home (2019), primer álbum del Gonzalo Teppa Quintet, es el relato jazzístico de su migración. Es la banda sonora de la travesía con toda su carga de incertidumbre y vulnerabilidad, impregnada por esa nostalgia que es como una sombra que no abandona al exiliado y, por supuesto, realzando su equipaje, que es la cultura, su raíz. Por ejemplo, en una pista llamada Venezuelan roots el contrabajista grabó tambores e invitó a su baterista, su vibrafonista y al resto de la banda —todos estadounidenses— a embarcarse en un viaje rítmico por la costa afrovenezolana.

Gonzalo confiesa que él no es de esos artistas que maquinan un concepto y luego trabajan bajo un esquema preconcebido. Que, al contrario, prefiere componer y que luego sean las canciones las que determinen el carácter de sus álbumes. Venezuelan roots fue una de las nueve piezas que creó una vez que se estabilizó en su nuevo lugar de residencia y retomó su proyecto como solista. Al sentarse a componer de nuevo, mirando a Venezuela desde lejos, las melodías se fueron atando unas con otras, contando un relato. Su relato, que al mismo tiempo es el de muchos.

En 2018, la fundación Path Ways to Jazz de Boulder le otorgó una beca concebida para que los jazzistas concreten sus proyectos, graben su material, cumplan sus metas creativas. En la ruta, se había encontrado con las piezas que necesitaba para su quinteto: Greg Harris (vibráfono), Ike Spivak (saxofón), Alex Heffron (guitarra) y Andrew Wheelock (batería). 

Con ellos, entró al estudio a grabar canciones como Uncertain hope (Esperanza incierta). ¿Pero no va la incertidumbre atada a la esperanza siempre? Lo cierto es que la pieza subraya esa bruma que nubla el horizonte del inmigrante. Una mezcla de miedos y dolores. Ésa es una cara de la moneda. La otra es Custom blues, que le pone una banda sonora simpática a los nervios del viajero, que se crispan al momento del chequeo en el aeropuerto antes de ingresar al país. Sí, el Custom se refiere a Aduana.

Away from Home, la que titula el álbum, es una inmersión en la añoranza. La inevitable y agridulce añoranza. Sudden Awakening describe ese momento de la mañana en el que, por primera vez, el tipo se levanta en un nuevo país, con un nuevo huso horario, clima, geografía, idioma, costumbres, mira a su costado a su esposa y sus dos hijos, respira profundo y se arma de valor para empezar a escalar esa cuesta empinada que implica la adaptación a una nueva realidad con el cronómetro de vuelta en cero.

Happy childhood es un homenaje a su infancia feliz. Un pasaje apacible dentro de la obra. Together Like Old Times procura expresar desde la música, especialmente a través del diálogo continuo entre el vibráfono y el saxo, la emoción que producen los reencuentros familiares de un expatriado. Esos abrazos que no quisieran acabarse nunca. Lágrimas de alegría y tristeza, todo mezclado. Padres, hermanos, hijos y nietos tratando de aprovechar al máximo el tiempo juntos. Poniéndose al día, viéndose a los ojos, hablando de todo y de nada.

Making Progress, una pieza con actitud rock, unos salvajes solos de guitarra y una melodía trepidante, pareciera surgir de la sensación de haber tomado la decisión correcta, de esa etapa en la que el destino comienza a sentirse como hogar. Sin embargo, el propio Gonzalo reconoce que allí quiso expresar sus deseos de que se produzca un cambio en Venezuela. Se permitió soñar con un país diferente, colorido y vibrante, elegante y armonioso como su música.

A esa le agregó una cara B melancólica llamada Remembrances, una polaroid que la persona lleva en su memoria irremediablemente. También rescató un tema viejo que terminó como bonus track de Away from Home. Se trata de una onda nueva que le compuso a su amigo el empresario, enamorado de la música venezolana y motor de Guataca, Ernesto Rangel, cuando éste salió de prisión, donde estuvo —injustamente— porque el gobierno venezolano acusó a las casas de bolsa de delitos financieros que nunca fueron probados. A ese tema, el artista larense lo llamó The New Way of Freedom (fíjense en el guiño a la onda nueva en el título).

Gonzalo Teppa (Barquisimeto, 1971) es uno de los grandes contrabajistas venezolanos de los últimos tiempos. A la par de su participación en numerosos proyectos de otros artistas y agrupaciones, presentaciones con la Orquesta Sinfónica Simón Bolívar, propuestas como el extinto THE Trio que en una época formó con el baterista Adolfo Herrera y el guitarrista Juan Ángel Esquivel, siempre ha escrito, arreglado y grabado su propio material.

La cosecha de Teppa ha dado Designios (2001), Travesías (2003), ConTrabajos de Aldemaro (2008), dedicado enteramente al genio de la onda nueva, y Sinergia (2014). Dice que sus compañeros de banda estadounidenses han empezado a estudiarse la onda nueva, el merengue caraqueño, la tonada, el joropo; todo lo que él les lleva desde su tierra los cautiva. Será interesante escuchar la evolución del sonido de la agrupación. Ojalá que Away from Home sea el primero de muchos álbumes del Gonzalo Teppa Quintet.