La gigantografía de Gerry Weil

La gigantografía de Gerry Weil

Publicado originalmente el 6 de noviembre de 2021 en: Guatacanights.com

Por GERARDO GUARACHE OCQUE

No son pocos los artistas que sueñan con crear en gran formato. El escultor suele fantasear con piezas monumentales; obras que trasciendan museos y galerías, como el gran mural por el que deliraría un pintor que anhela salir de espacios cerrados e integrarse a edificios, avenidas; construir discursos que se hagan parte de la ciudad y su gente. A sus 82 años de edad, Gerry Weil, maestros de maestros, logró su pieza monumental, su mural, su obra sinfónica.

Gerry Weil sinfónico (2021) es una aventura. Es su aventura contada en un lienzo enorme pero minucioso. Es él, ese hombre sonriente, proyectado en tamaño gigante para que todo el mundo lo vea, desde Austria, donde nació en 1939, mismo año en que estalló de aquel lado del mundo la Segunda Guerra, hasta La Guaira, donde se bajó de un barco en 1957 y se entregó a los brazos de un país que lo acogió para siempre.   

Weil ha grabado en formato solo. Ha versionado grandes piezas de sus ídolos. Ha sido jazzista toda su vida, pero también ha probado arias de Bach, cautivado por la divinidad que emerge de esas partituras. Ha producido grandes álbumes. Ha conformado big bands, tríos, cuartetos y quintetos, como La Banda Municipal, aquel ensamble vanguardista en el que compartió con Alejandro Blanco-Uribe (percusión), Richard Blanco (bajo), Vinicio Ludovic (guitarra, flauta y marimba) y Édgar Saume (batería y trompeta), que hoy nos suena muy actual a pesar de que existió hace medio siglo. Ha hecho todo eso y más, pero nunca había grabado una obra apoyado en una orquesta como la Sinfónica Simón Bolívar.

La esencia del pianista, compositor y docente se expresa a través de 12 piezas que conforman un rompecabezas gigante. Cada una fue arreglada por alguien distinto, en algunos casos ex alumnos suyos; en todos los casos, grandes creadores. De “Canta a un ángel”, se encargó Baden Goyo. De “Kingyo” (pez en japonés), Álex Berti. De “Infancia”, Leo Blanco. Y así sigue una lista de gente muy destacada en su oficio. Gente como Pablo Gil, Luis Perdomo, Silvano Monasterios y su viejo amigo Vinicio Ludovic.  

La gran virtud del álbum radica en que, a pesar de sus dimensiones, empezando por la orquesta que dirigió el joven Andrés Ascanio y el enorme equipo humano que lo hizo posible, el mensaje preserva, gracias a la fidelidad del sonido, sus sutilezas y matices. El proyecto, de cuya dirección artística se encargó Rodolfo Saglimbeni y que impulsó como productor su hijo Gerhard Weil, refleja la combinación de nostalgia y colorido de “El viejo puente de La Pastora”, marcada por la síncopa del merengue caraqueño; así como la majestuosidad melancólica de “Caracas a las once”, la candidez enternecedora de “Niño eterno”, la gracia de “Om Amrita (Omairita)” y la picardía de “La revuelta de Don Fulgencio”

Dos grandes instrumentistas internacionalmente reconocidos participan como solistas. Francisco “Pacho” Flores, uno de los mejores trompetistas del mundo, ganador del premio Maurice André y artista de la prestigiosa casa disquera Deustche Grammophon, deja su huella en “Hondo/Raíces”, pieza que devela el corazón del jazzista. Y Domingo Pagliuca, ganador del Latin Grammy 2020 a Mejor Álbum de Música Clásica por su trabajo Eternal Gratitude, colaboró con la trepidante —y también jazzística— “Sabana grande”, el hermoso homenaje de Weil al rincón de Caracas que ha sido su lugar de residencia, su patiadero, por varias décadas. 

Es el segundo proyecto en apenas un par de años que el maestro, de quien han aprendido tantos talentos del jazz, el pop, el rock y otras corrientes en Venezuela, realiza junto al Sistema de Orquestas: En 2019 ya había editado un trabajo fabuloso junto a la Big Band Simón Bolívar. Además de ser una megaestructura educativa, un gran semillero de músicos y un ambicioso proyecto social, El Sistema también se ha convertido en la posibilidad para artistas consagrados de adaptar sus obras a gran formato, de cumplir ese sueño salvaje tan difícil de materializar.

En los últimos tres años el catálogo discográfico de Gerry Weil ha crecido considerablemente. El mismo hombre al que a los 27 se le manifestó el síndrome de Gillain-Barré, un trastorno neurológico que debilita terriblemente a los pacientes. El mismo que logró dejar la silla de ruedas y recuperarse a tal punto de convertirse en karateca y seguir practicando artes marciales y surf hasta la ancianidad. El mismo pianista y maestro, jazzista, estudioso del japonés y de Bach, cuya vida está contada en un libro (Al ritmo de Gerry Weil: Conversaciones con el maestro, Fundación para la Cultura Urbana & Guataca, 2016), editó en 2019, a sus 80 años de edad, una obra en directo titulada Live in Vienna, producto de una gira que lo llevó a su país natal. Y al poco tiempo, lanzó el mencionado Gerry Weil & Big Band Jazz.

En medio de la cuarentena obligada por la propagación del Covid-19, presentó otra obra desprejuiciada y atrevida llamada Kosmic Flow. La buena racha continuó con un disco a piano solo llamado Sabana Grande (2020). Y ya en 2021, celebró, con un relanzamiento, el 50 aniversario de su emblemática obra The Message. Además, como si eso no fuera suficiente, nos deja este obsequio sinfónico del tamaño de un tepuy que él mismo considera «el proyecto más ambicioso, internacional y trascendente» de su extensa carrera.

Fernando, el Dr. Guarache, mi padre

Fernando, el Dr. Guarache, mi padre

Por Gerardo Guarache Ocque

Qué difícil es ser consistente: Encarar este día y los que vienen con la dedicación y la honradez de ayer, anteayer y el resto del calendario. Y qué difícil es preservar la integridad: Lograr una proximidad asintótica entre lo que se dice y lo que se hace.

Se podría concluir que mi padre, Fernando León Guarache Chópite (Cumanacoa, 1949- Cumaná, 2021), fue un maestro de la consistencia y la integridad. Un PHD con honores en eso de convertirse en otro cada día sin irrespetar al que había sido antes. Un bateador sobre .300 durante toda su existencia. Defectos, los tuvo. Errores, los cometió. Seguro que sí; quién no. Pero hechas las restas y las sumas, fue un hombre excepcional. Sobre todo, fue un hombre de buena voluntad; un ser del que brotó, de sobra, todo eso de lo que carece el mundo en que vivimos: bondad, generosidad, nobleza.  

El Dr. Guarache ejerció la medicina como los mejores, los que por un lado estudian la ciencia y sus avances, sofisticando la técnica y aplicando todo lo que saben, y por otro, atienden a quien lo necesita con un gran sentido humanista, comprometidos con su ciudad, su país y su gente. Siguiendo los pasos de mi abuelo Fernando, y orgulloso del legado de quien fuera el primer especialista en ojos del estado Sucre, se formó primero en la Universidad de Oriente, núcleo Bolívar, y después, como oftalmólogo, en la Universidad Central de Venezuela y el Hospital Dr. Miguel Pérez Carreño, en Caracas. 

Al tiempo que asistía a congresos dentro y fuera de Venezuela, entre ellos los que organiza el Bascom Palmer Eye Institute de Miami, el Dr. Guarache condujo con una mano su práctica privada y, con la otra, el servicio público desde el Hospital Antonio Patricio de Alcalá. Enseñó como profesor de posgrado y educó, para su oficio, a mis hermanos, Fernando Elías y Daniel Ernesto, dos oftalmólogos que ahora llevan en el bolsillo de sus batas el testigo de tres generaciones dedicadas a sanar, entre las que se cuentan grandes cirujanos, ginecólogos, fisioterapeutas, bioanalistas y profesionales de otras ramas de la salud.   

Hace apenas dos semanas, Fernando celebró, a pesar de su precario estado de salud, 48 años de su boda con nuestra madre, con su Nancy, su “Coromotico”, su amor juvenil que se convirtió en esposa, compañera de aventuras, amante, confidente, amiga y todo lo demás. El matrimonio es una institución frágil, pero el de ellos desafió toda lógica: Una mujer y un hombre que, tras juntarse en su juventud temprana, siguieron andando tomados de la mano, entrecruzando sus dedos, pasados los 60 años de edad. La de ellos fue una complicidad que no cedió ante las canas, las arrugas y la costumbre; que surfeó las olas cuando el mar se picaba. Es una pareja que jamás se resistió a un mosaico de la Billo’s o una salsa de La Dimensión Latina; que siempre planificó un próximo viaje, y siempre estuvo pensando qué cocinar, qué botella destapar el viernes siguiente, con qué amigos reunirse. Ese dúo, además, cultivó amistades que perduraron por tres y cuatro décadas; amistades que siguen firmes hoy, gracias a las cuales cuento entre mis tías, tíos, primas y primos, por ejemplo, a los Blohm, los Lichaa y los Lezama. 

Desde que murió mi abuelo Pay, su padre, en abril de 1991, Fernando ejerció con naturalidad cierto liderazgo como el hermano mayor de ocho. Los Guarache Chópite, y los racimos que generaron, constituyen (constituimos) una familia grande. Una de esas que no cabe en una sola foto. Que da para un equipo de fútbol con banquillo y hasta reserva. Durante las horas que han transcurrido desde que inició su descanso definitivo la medianoche entre el 28 y 29 de diciembre, hemos palpado, conmovidos y orgullosos, el amor y la admiración que todos profesan por él, por ese ser humano que tuve (tuvimos) la fortuna de tener como padre. 

Y allí viene el rol que puedo evaluar con absoluto conocimiento de causa. El rol en el que Fernando fue realmente sobresaliente. Como padre, sacó 20 puntos en línea. Pura A. No podría imaginar un padre mejor que él (ni una madre, claro, porque el trabajo ha sido en equipo); más dedicado, más sensible, más más cariñoso y, al mismo tiempo, riguroso. Y como abuelo, lo mismo pero más dulce y menos estricto. Por eso soy, somos los Guarache Ocque, muy pero muy afortunados. Somos tan afortunados que ahora que él no está en cuerpo, llevamos en el alma su amor infinito y, en la memoria, sus consejos, sus enseñanzas, su sabiduría. Para todo lo que podamos hacer desde hoy, por el resto de nuestras vidas, tendremos una enorme ventaja. 

A Papá le encantaba el béisbol y amaba a los Leones del Caracas. Podía estar en una fiesta con una oreja pegada a su radio portátil Panasonic, oyendo el circuito oficial del Caracas. Adoraba Cumaná y salivaba por Nueva York, ciudad que visitó muchas veces y en la que pasó momentos muy felices con mi madre. Viajar le fascinaba, y pudo hacerlo bastante, por Europa, Estados Unidos y algo de Latinoamérica y El Caribe. Y por supuesto, recorrió Venezuela, desde el interior de Sucre hasta Caripe, La Gran Sabana, Mérida, Táchira, Aragua, los Médanos de Coro, Higuerote, Margarita montones de veces y Caracas, donde vivió como estudiante de posgrado y a donde viajamos con cierta frecuencia. Mi infancia, en resumen, transcurrió entre el asiento trasero de una Toyota Samurai del 84 y una orilla de playa. 

Fernando era un gran parrillero. Cierro los ojos y puedo verlo ahí, envuelto en humo, maraqueando un whisky con una mano y acomodando los churrascos, con sus pinzas, con la otra. Difícil conseguir a alguien con un apetito tan voraz. Reamente gozaba comiendo. Y comiendo de todo, de lo más sofisticado a lo más rústico, de lo más común a lo más exótico. Incluso en los días en los que el cáncer ya hacía estragos y convertía en un cuerpo flaco lo que antes fue una humanidad imponente de 1.87, espalda ancha y nudillos amenazantes, Papá masticaba y saboreaba con gusto.

Siempre amó la música. No concebía la vida sin ella. La oía mientras pasaba consulta o practicaba una cirugía. La oía al regar las matas o al manejar por carretera. A veces, simplemente se sentaba a escucharla, por lo que se aseguró siempre de tener buenos equipos para reproducir discos. Coleccionó cientos de vinilos, cientos de compactos. Y en tiempos recientes, hacía curaduría de una nutrida discoteca digital en su PC. Gracias a él, mis hermanos y yo estuvimos desde muy pequeños impregnados por Los Beatles, Sadel, Gardel, Barry White, Barbra Streisand, Aldemaro, Julio Iglesias, Tom Jones, Celia Cruz y La Sonora Matancera, Shirley Basey, Gualberto Ibarreto, Bee Gees, Nino Bravo, José José, Raphael, Herb Alpert, Stevie Wonder, los Carpenters, The Coswills, musicales como West Side Story… En fin, mucha, muchísima música. 

Le encantaba el cine y también el humor, digamos de Emilio Lovera o del cubano Álvarez Guedes, así como Benny Hill, Seinfeld, películas de Cantinflas o Mel Brooks. Leía, no con demasiada avidez, pero lo suficiente para estimularme a mí como lector, de modo que yo iniciara mi propia ruta de libros. Y le gustaba la fotografía, que también se convirtió en una de las fascinaciones de mis hermanos. Todos nuestros hobbies, o casi todos, tienen su origen en él: literatura, cine, música, fotografía, béisbol. 

Cuando presintió que nos haría bien un tablero de baloncesto, nos lo regaló. Y vaya que lo usamos. A mí me compró todo lo que necesité en mis tiempos de jugador de béisbol menor. Iba a los juegos, prometía maltas y helados al equipo si ganábamos. A mis hermanos, más dados al ping pong que yo, también les compró una mesa. Porque él celebraba que nos ejercitáramos. Como cuarto bate y primera base de la selección de softball de médicos cumaneses, lo vi dar dos jonrones. Dos. Y bueno, para dar un jonrón bateando una pelota de softball, hay que darle muy duro, hay que darle con ganas. Papá se paraba en el home como Antonio Armas, como si le tuviera rabia a la bola. Después, por miedo a golpearse sus manos de cirujano, decidió dejarlo y dedicarse a caminar, acompañado por Mamá, una hora diaria por la avenida Perimetral, por ese malecón de esplendorosos atardeceres. Lo hicieron por muchos años, mientras las circunstancias lo permitieron.

Fernando era un tipo afable, simpático y risueño, difícil no quererlo; pero serio, terriblemente serio, cuando la situación lo ameritara. Literalmente, no le temblaba el pulso durante una emergencia. Era una extraña combinación de temple y sensibilidad. Y claro que algunas cosas lo enervaban. Por mencionar algo, detestaba la mediocridad. Odiaba que uno dejara una tarea sin completar. En eso, mi madre y él eran iguales: asumieron una tutoría infalible que hizo que, en nuestro hogar, abandonar el colegio o la universidad, por ejemplo, fuese algo impensable. Fracasar en los estudios era simplemente inadmisible. Era la escena de una historia que no era la nuestra. 

Papá era el tipo que sacaba el pecho cuando la mayoría se acobardaba. Ni siquiera le temió a la muerte. Y al final la burló, porque sigue viviendo en mí. Sigue viviendo en nosotros. 

Los pies descalzos de Cesária Évora por Caracas

Los pies descalzos de Cesária Évora por Caracas

Originalmente publicada el 27 de agosto de 2020 en Guatacanights.com

La artista luce inquieta. Responde corto, sin ganas. Su mente pareciera en otro lugar, y no en Caracas, donde cantará mañana por primera vez. La traductora, una rubia que vino con ella, infla sus respuestas. Cuando dice un par de cosas en crioluo caboverdiano, la intérprete elabora una extensa reflexión en castellano. Nadie se fía del contenido, salvo cuando manifiesta un deseo que baja de manera abrupta el telón de la rueda de prensa: “Necesito fumar”.

Las dos palabras vencen la brecha idiomática y se vuelven tinta en las libretas de notas de los reporteros que la recibieron en una sala del Hotel Meliá. Con cierta prisa, supera la distancia que la separa del tabaco y el fuego. En el camino, regala un par de firmas que son casi garabatos. Es su nombre de pila en una caligrafía infantil. El arte de Cezi —así la llaman sus amigos y familiares— es natural; y ahí, en esa naturalidad intacta, radica el exotismo que le resultó tan atractivo al resto del mundo. Cesária Évora es una Antártida del canto. Un territorio puro, inexplorado, genuino.

Ayer debió volar seis horas desde la africana Isla de Sal hasta París y otras 10 para cruzar el Atlántico y aterrizar en El Caribe. Es su primera visita a Venezuela, país que le abrió las puertas de su sala más importante. Parece irreal, pero los afiches lo confirman: Cesária Évora en concierto. Sala Ríos Reyna del Teatro Teresa Carreño. 29 de mayo de 2009.

“No tenía intenciones reales de salir de casa cuando cantaba para los marineros extranjeros que pasaban por el puerto —me cuenta Évora, menos ansiosa y en exclusiva, entre bocanadas—. Mindelo era un puerto muy movido, y quienes me escuchaban me animaban a continuar porque parecían encantados con mi música. Esto de ser una cantante internacional era apenas un sueño, más nada”.

Menuda, cachetona, con un afro corto en lugar de los dreadlocks de hace unos años, luce fuera de lugar, abrumada por el contexto lujoso. Tarde, muy tarde, llegó esta vida de entrevistas, autógrafos, servicios cinco estrellas y largos viajes. Ya tenía casi 50 años cuando su voz llegó a unos oídos que se convirtieron en catapulta.

De cantar en tugurios de su país, pasó a recibir abrazos de Madonna y a compartir tarimas y estudios de grabación con personajes como los brasileños Caetano Veloso y Marisa Montes, los cubanos Chucho Valdés y Compay Segundo y las estadounidenses Bonnie Raitt y Erykah Badu. La prensa, al hablar de ella, comenzó a evocar en el mismo párrafo a Edith Piaf y Billie Holliday, ni más ni menos, porque percibieron en su voz un ingrediente mágico y atemporal.

A esas dos leyendas las menciona entre sus principales referencias en su encuentro con la prensa venezolana. Habla de Julio Iglesias, Charles Aznavour y Nat King Cole, cantantes que escucha en su tiempo libre. Y comenta que le gusta mucho la música brasileña porque se parece a los ritmos de su tierra, “pero más alegres”.

El canto la acompañó desde pequeña, como una pizca de azúcar en tiempos muy amargos. Tras la muerte de su padre, Faustino, que tocaba el cavaquinho y el violín, llegó a un orfanato católico que le permitió actuar en la iglesia del pueblo. Más tarde, se enamoró de un guitarrista y, juntos, se buscaron la vida presentándose en bares o subiéndose a barcos para amenizar veladas a cambio de monedas, o acaso a modo de trueque: música por licor.

Évora ya había cantado muchísimo cuando la escuchó José Da Silva, un ferroviario que se convirtió en su productor. Así como Leslie Kong le abrió las puertas del mundo a Bob Marley, a Da Silva es necesario darle crédito por Évora. Sin él, no hubiera grabado en 1988 —a sus 47 años edad— su primer álbum con título en francés, La diva aux pieds nus (La diva de los pies descalzos).

Apoyada en la distribución de discos conmovedores como Mar azul (1991) y Miss Perfumado (1992), su fama creció vertiginosamente. El nuevo milenio la sorprendió de gira por los cinco continentes. En 2004, la Academia de la Grabación estadounidense premió su trabajo Voz D’Amour con un Grammy al Mejor Álbum Contemporáneo de World Music. En 2009, año de esta única visita a Venezuela, recibió de manos del presidente Nicolás Sarkozy la Legión de Honor de Francia.

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“Mi voz le gusta a gente de todos los pueblos, y eso abrió el camino a otros artistas. En Estados Unidos me dieron reconocimiento, a pesar de venir de un país pequeño como Cabo Verde. Para mí, caminar por esa tarima para buscar el Grammy fue una cosa muy importante”, dice la artista. No importa cuál fue la pregunta que le hice. Ella quería decir eso, y ahí está, lo dijo.

Lo de world music la tiene sin cuidado. “La música es la música”, repite. Y mucha razón tiene. World music es un término anglosajón en el que generalmente cabe todo lo autóctono, lo folk que no es folk de Estados Unidos; todo lo que le resulta raro y mestizo a los taxónomos musicales estadounidenses.

Lo de ella es la morna, una melancólica prima africana del fado portugués, que a oídos suramericanos suena como una especie de samba brasileña lenta. También suele cantar sobre un ritmo más movido y colorido, que invita al baile y es vehículo de letras pícaras, llamado coladera. Esas dos son las especies que esta embajadora del Programa Mundial de Alimentos de la ONU ha mostrado al mundo.

Cabo Verde está conformado por un archipiélago volcánico en el océano Atlántico a unos 500 kilómetros de las costas de Guinea, Mauritania y Senegal, muy cerca de la Isla de Gorea, principal centro de reunión de esclavos que eran llevados a América entre los siglos XVI y XIX. Cabo Verde ha estado marcado por aplastantes condiciones climáticas y prolongadas sequías que han generado hambruna y, por tanto, un éxodo multitudinario. En ese país, que dejó de ser colonia portuguesa en 1975 tras cinco siglos de dominación, vive un poco más de medio millón de personas (dato de 2020). El resto de los caboverdianos, que supera el millón, ha migrado.

Évora, la máxima figura caboverdiana —desde luego, más famosa que todos los presidentes juntos—, declaró que en su infancia y juventud no se le permitía caminar por las aceras a quien no tuviera zapatos y que, como un gesto de rebeldía contra eso, decidió descalzarse en tarima. De ahí, el mote: La diva de los pies descalzos.

Cuando le hacen la misma pregunta en la rueda de prensa del Meliá, no ofrece esta respuesta cargada de emotividad y simbolismo que todos hubiesen usado para abrir sus notas. “Canto descalza porque no me gustan los zapatos”, sentencia. El intercambio funciona así, con largas interrogantes respondidas con monosílabos y frases escuetas. Si antes había dicho que comenzó a cantar para ahuyentar la tristeza, en Venezuela, ¿por qué canta? Porque sí.

“Si los políticos quieren escuchar el mensaje (de mi música), es problema de ellos. Son mensajes de paz y de derechos humanos, de amor”, expresa, mientras le hace señas a los organizadores para que la ayuden a levantarse de la silla.

Lo que expele Évora es una antipatía poco arrogante. Pareciera más bien la honestidad implacable de una niña con sueño. Una niña —camino a los 70 años de vida— que dice lo que piensa, que está cansada, sin ánimos de charlar. Cuando le preguntan si quiere comer, voltea, asiente y ahí sí esboza una sonrisa socarrona, como si le estuviesen ofreciendo una barquilla de chocolate.

***

El público venezolano está acostumbrado a escuchar la palabra ‘chévere’ en boca de cualquier invitado extranjero. Lo celebra, aunque sospeche demagogia. Le agrada recibir besos y que lo llamen por su nombre.  Buenas noches, Caracas. Hola, Venezuela. ¿Qué pasó, chamos? ¿Cómo están mis panas? Metérselo al bolsillo es facilísimo. Le encanta escuchar chistes o captar guiños musicales a Simón Díaz, oírle decir al visitante que se comió una reina pepiada o que se aprendió un fragmento del Alma Llanera. Le gusta que le sonrían, que le bailen y le piquen el ojo. De todos esos recursos de fácil seducción, Cesária Évora no usó ninguno.

Todos están cautivados por ella antes de entrar a la sala Ríos Reyna. Todos llegan tarareando “Bésame mucho” pensando en la voz de la caboverdiana. Convencerlos cuesta apenas una caricia. Una caricia que Évora esta noche no tiene ganas de dar.

Una vez que el trío instrumental The Bongo Project calienta la atmósfera, sale el septeto, con violín, cavaquihno y saxo, y todos se levantan de sus asientos. Caminando sobre un ritmo alegre, descalza como siempre, entra en escena la estrella de la noche, la Reina de la Morna, la diva de Cabo Verde, sin mirar al público ni a los músicos. Da varios pasos sin prisa, se detiene frente al micrófono y comienza.

Abre con «Vaquinha Mansa» y sigue con “Cize”. La primera de Gregório Gonçalves, la segunda de Morgadihno; ambos cultores caboverdianos cuyas piezas conoce desde que era adolescente. Las dos, por cierto, fueron incluidas en Radio Mindelo: early recordings (2008), un recopilatorio antológico de grabaciones artesanales que la cantante hizo de jovencita a principios de los años 60, un registro de su voz en su estado más nítido y potente.

El público la escucha atento pero no frenético. Aplaude entre canciones pero no se levanta del asiento. Ella le rinde homenaje a los artistas del rincón del mundo del que viene. Interpreta “Sodade”, de Luis Morais, líder de la agrupación folclórica Voz de Cabo Verde; canta “Petit pays” de Nando da Cruz, y “Angola” de Ramiro Mendes; y también, por supuesto, recuerda a Francisco Xavier da Cruz, mejor conocido como B. Leza, artista de su natal Mindelo que fue fundamental en su silvestre proceso de formación.

Las canciones van de la morna a la coladera, de la melancolía a la fiesta. Por momentos, se inspira —o así parece—, pero avanza como si estuviera en un estudio cantando sola, inconsciente de que hay un público frente a ella. En una pieza instrumental, aprovecha para hacer una pausa y sentarse sobre la plataforma de la percusión, en el centro de todo, a fumar un cigarrillo y tomar algo. Parece la abuela cansada que vigila a sus nietos mientras juegan.

El ambiente cambia ligeramente en “Carnaval de Sao Vicente”, himno de fiesta popular de su provincia. Mientras se mueve y sonríe, mira hacia el público y lo invita a pararse y bailar. Pocos atienden la invitación.

Algunos espontáneos aprovechan los silencios para hacer peticiones y ella les responde: “No está en el programa”. En la salida en falso, muchos salen de la sala decepcionados por su frialdad. Pero ella vuelve, a ponerle fin a una noche de sentimientos encontrados.

“¡Si no me besas no me voy!”, grita un hombre atrevido sentado en las primeras filas. La artista lo oye y lo complace. Canta “Bésame mucho”, la joya de la mexicana Consuelo Velásquez. Después le lanza un beso, el único de la noche. El beso de una niña que está feliz porque terminó de hacer la tarea.

Rafa Pino y su catálogo de canciones cicatrizantes

Rafa Pino y su catálogo de canciones cicatrizantes

Publicado originalmente el 24 de junio de 2020 en Guatacanights.com/

FOTO PRINCIPAL: Maciel Goelzer

 

Rafa Pino recurrió a la canción para hablarse a sí mismo. Su terapia requirió una cuidadosa selección de yerbas de raíz tradicional venezolana y la actitud de un joven citadino con los oídos bien abiertos al jazz, al rock, a todo lo que el mundo tiene para ofrecer. Los mensajes más íntimos, los que quizá no podría expresar de otra manera, los convirtió en letra y música. Ahora todos podemos escucharlos en su flamante álbum debut, con sello de Guataca, titulado Catálogo de materias pendientes Vol. 1.

«Todo el mundo hace su terapia. Hay gente que reza, otros van al psicólogo. Yo escribo canciones». Rafa perdió a su madre por un cáncer en 2003, cuando él tenía 17 años. Para Sandra, la primera pieza del álbum, es un tierno adiós que necesitaba ofrendarle. La décima, Árbol y plenilunio, es un homenaje a su abuela, otra mujer importante en su vida que se fue. Entre ambas, suenan más piezas catárticas, curativas, reflexivas, despechadas y enamoradas. Es un paseo emocional que tiene poco de tristeza y mucho de gracia, color y gratitud.

Seis largos años pasaron desde que comenzó el proceso creativo en los que Pino crecía como compositor, productor y artista. En ese lapso creó, junto al cuatrista Edward Ramírez (C4 Trío), un proyecto de adaptación del joropo central al cuatro, a la ciudad, al siglo XXI. Pocos lo sospecharon, pero de El Tuyero Ilustrado, de esa propuesta tan vernácula, brotó un cosmopolitismo que les permitió ser nominados a un premio Latin Grammy, celebrar en los Pepsi Music y hacer giras por Europa y Estados Unidos.

Mientras eso ocurría, este puñado de canciones maceraban, como esos libros que esperan pacientes por sus autores. Nuevos ingredientes se iban sumando al especiero de Rafa, donde ya estaba lo que absorbió cuando perteneció a la osada agrupación del rapero MCKlopedia y también cuando estuvo en Mixtura, proyecto de sofisticación de lo tradicional del fallecido guitarrista Raúl Abzueta con el multiinstrumentista Pedro Marín y el pianista Víctor Morles, entre otros artistas.

Cuando era niño, a Rafael Pino (Caracas, 1986), su madre, la Sandra a la que van dirigidos los primeros versos del disco, lo llevó a la sala Ana Julia Rojas del antiguo Ateneo de Caracas a ver a Vasallos del Sol. De esa fiesta de tambores y sabiduría, salió excitado, preguntándose qué había detrás de esos trucos de magia. Desde entonces, su imaginario artístico creció como un árbol de muchas ramas sobre una base consolidada en los talleres de cultura popular de la Fundación Bigott. Su punto de partida siempre ha sido la percusión, la que aprendió con Héctor Pacheco, Jesús Paiva —de Vasallos, el grupo que lo fascinó—, y con Javier Suárez en la Orquesta Afrovenezolana. Desde allí suelen brotar sus creaciones. Más adelante, estudió música en la escuela Ars Nova con la profesora María Eugenia Atilano. Y ahora, como residente de Bogotá, Colombia, él también comparte lo que sabe en la Universidad Javeriana y a través de su propio programa de enseñanza que él llama Laboratorio Creativo de la Canción.

Óleo sobre lienzo: Francisco Camacho

Óleo sobre lienzo: Francisco Camacho

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Los trabajos enmarcados en la tradición venezolana suelen correr el peligro de vestir trajes muy ajustados. Rafa logró extraer esas esencias autóctonas, sacar los pies de esa arena movediza y tomar su propio camino. Su Catálogo de materias pendientes vol. 1, mezclado en su mayoría por Ricardo Martínez (de algunas se encargó Ignacio Umérez y de otras, Carlos Mas) y masterizado por Germán Landaeta, no es un álbum folclórico, pero su esqueleto está hecho de madera local.

Pongamos Árbol y plenilunio, la última de las 10, bajo el microscopio. Un golpe de tambor de Cata, Aragua, sirve de escenario a un contrapunteo entre los versos de Rafa y las pinceladas del vibráfono de Juan Diego Villalobos. Se incorporan la batería de Abelardo Bolaños, los teclados de Jhonny Díaz, un bajo distorsionado de Rodnesth Medina y el cuatro de Miguel Siso, el artista que ganó el Latin Grammy 2018 a Mejor Álbum Instrumental con Identidad, álbum que también lleva el sello de Guataca. Lo que resulta del entretejido es frenético. No deja de ser música venezolana, pero es música venezolana montada en un avión, sobrevolando fronteras, burlándolas desde el aire. Y sobre toda esa mezcla armoniosa, corre su poesía dedicada a su abuela Carmen Felicia: Dichoso el árbol que se hace montaña.

Para Sandra, en la que participaron el baterista Orestes Gómez, el percusionista Jorge Villarroel, el pianista Víctor Morles y su colega del Tuyero, Edward Ramírez, lleva debajo un tambor de Caraballeda, del estado Vargas. Punto y seguimos, que habla de un obstáculo momentáneo en la vida de pareja, parte de un punto cruzado del oriente de Venezuela con el que tuvo mucho que ver el baterista Daniel Prim y en el que participaron el pianista Gabriel Chakarji y Gustavo Márquez, el bajista del C4 Trío y el Aquiles Báez Trío que murió muy joven en mayo de 2018. Y Del 3 al 6, en la que se sumaron el maestro percusionista Carlos “Nené” Quintero y el flautista Huáscar Barradas, es un vals vestido de modernidad. Nada es puro. Todo va moldeado por las manos de Pino; son su intención, su conocimiento, su mensaje.

«Hablar de Neofolclore es un disparate —reflexiona el compositor—. El folclore siempre se está renovando. El joven siempre quiere cambiarlo todo y eso hace que la cuestión mute como un proceso natural. Es como arrecharse porque nos ponemos viejos y se nos arrugue la piel. La cultura es eternamente joven. Los viejos cultores comparten lo que saben y a veces se quejan y muy pocos participan del proceso de cambio. Esa experiencia cultural, tanto en lo musical como en la luthería, siempre se rejuvenece».

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El músico se siente orgulloso por Bitácora, que es la más experimental del álbum. Es un dibujo libre que combina tres patrones rítmicos distintos con un poco de jazz y otro poco de chanson française. Parte del glamour proviene del clarinete de Andrés Barrios (Los Hermanos Naturales), que dibuja sobre lo que hacen Bolaños (batería) y Villalobos (vibráfono), junto a Gustavo Medina (guitarra) y Freddy Adrián (contrabajo). Un verdadero trabuco.

Versos de luna, en la que sale de relieve la mandolina de Jorge Torres, lleva por un lado un redoblante de Guatire y, por otro, un tambor de Tamunangue de Lara. Allí fue clave el aporte del baterista Ricardo Parra (más conocido como luthier). La quinta, Malvada mía, es una pieza del Tuyero Ilustrado que se coleó en esta fiesta. La sexta, La playa, es una pieza de Raúl Abzueta con un aire de merengue que no es fácil de reconocer por lo meditabunda y hasta ligeramente psicodélica que resulta con ese arreglo.

Foto: Mariángeles Pacheco

Foto: Mariángeles Pacheco

Buscando el modo, original de Abzueta y Pedro Marín, recrea una gaita zuliana desde otros instrumentos, como el clarinete —de nuevo, el clarinete— de Williams Mora. Y Avión de papel es una canción de cuna planteada por un roquero. Lleva una guitarra cruda, pero rodeada por detalles delicados de percusión y cantos de pájaros. De nuevo, Rafa habla de la necesidad de soltar, de dejar ir, de permitir que la herida cierre: Ya no quiero retenerte/me basta, mi bien, sólo con recordarte.

No es casual que él, después de nombrar a Vasallos de Venezuela y a Un Solo Pueblo, hable de Un Dos Tres y Fuera, agrupación de culto de Guatire. O que su discurso pase por Vytas Brenner y Spiteri, así como por Aldemaro Romero, El Pavo Frank y la Onda Nueva e incluso por Bacalao Men, la apuesta de Pablo Estacio. Son todos amantes de la fusión, una música del mundo con esencia venezolana en cuya historia ahora se inserta este catálogo de canciones cicatrizantes que crece desde la tierra húmeda y apunta al cielo. A ver qué nos trae el volumen 2…

A mi tío César Yegres

A mi tío César Yegres

Cómo no escribir algo sobre alguien al que tanto le gustaba escribir y, sobre todo, leer. Cómo no escribir de César Augusto Yegres Morales (1943-2020) unas líneas que seguramente le habrían encantado. Cómo no, si fue alguien fundamental en mi vida personal y profesional.  

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Para mí, siempre fue Tío César. Si acaso, en los últimos años y por exceso de confianza, pasó a ser “El Viejo”. Aquel político con chaquetas de cuero, elegante y de verbo ágil, que siempre nos llevaba a comer helados y hamburguesas y a pasear por la Cumaná de los años 90, se fue convirtiendo en una suerte de hippie feliz, que caminaba en chancletas y pantalón corto bajo el sol cumanés, fumando al tiempo que saludaba gente, echaba chistes, contaba anécdotas, hablaba hasta por los codos de viajes y libros. Diría que es la persona con la memoria más prodigiosa que he conocido. Es difícil concebir cómo entraba tanto conocimiento sobre historia y cultura en ese mismo CPU. Podía hablar durante horas sobre la historia de los aztecas, o dictar una conferencia improvisada sobre la antigua Grecia y sus rastros en el mundo actual. Hablaba de Montejo y Ramos Sucre, de Cadenas, Sartre y Cervantes, de Octavio Paz y Kafka, de García Márquez, Vargas Llosa y el boom latinoamericano, o de Margarite Yourcenar, a quien tanto admiraba. Hablaba de béisbol y de música, de España y su literatura, y de Cumaná, ciudad de la que pudo haber sido cronista si estos tiempos hubiesen sido menos mezquinos. Como sabía tanto del estado Sucre, le dieron un espacio en la televisión local, sin guión ni nada, para decir cuanto sabía frente a una cámara fija. 

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Cómo olvidar la Serie Mundial de 1990. Tanto César Rafael, mi primo, su hijo, como yo, éramos fanatiquísimos de los Atléticos de Oakland. No creíamos que ningún equipo en la Tierra sería capaz de ganarle a Canseco, McGwire, Henderson y compañía. Muchos menos esos fulanos Rojos de Cincinatti. Tío César, con cara de picardía, nos decía: «Esa es la Maquinaria Roja». Y César y yo: pfff, a Oakland no le gana nadie. Los dos vimos en la tele, con caras largas, una serie que terminó 4-0. Oakland no ganó ni un jueguito. Desde entonces, dejé de porfiarle sobre béisbol, aunque siempre mantuvimos una amistosa rivalidad en lo que se refería a la liga venezolana. 

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Cómo olvidarlo recitando de arriba abajo el Canto a España con el que Andrés Eloy ganó aquel premio en 1923, o contándome de aquella vez que asistió a una conferencia de Borges en Caracas y, a la salida, se le acercó al argentino, lo tomó del brazo y le dijo: «Maestro, usted es un genio». Y Borges, con su acento porteño, le respondió: «No es para tanto». O de cuando presenció el 4-1 de Brasil a Italia en la final de México 70; o de cuando vio a Juan Manuel Fangio ganar el premio de Fórmula 1 en Los Próceres, Caracas, en 1955; de cuando se paró frente a las Cataratas del Niágara y el Salto Ángel, o de cómo casi muere en el terremoto de Caracas de 1967; o de sus visitas a Belén, donde nació Jesús, y al lugar en Alemania donde dicen que se suicidó Hitler.  

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En una familia numerosa de siete tíos —con sus parejas— y 18 primos hermanos por parte de padre, más cuatro tíos —con sus parejas— y 9 primos por el lado materno, digamos unas 50 personas incluyendo mi núcleo, nadie padecía la fascinación por los libros y la lectura. Nadie; al menos nadie con tal fervor. Él sí, y quizá también mi primo César Rafael, aunque él y yo compartíamos otras inquietudes. Por eso Tío César reconoció en mí, muy pronto, esa extraña condición. Por eso les reclamó a mis papás que qué carajo hacía yo estudiando una carrera que no me calzaba, si yo tenía que ser poeta, filósofo, periodista o escritor o algo de eso. Él, que fue el que leyó mis primeros cuentos y, como todavía no funcionaban, me dijo: «Sigue, sigue. No pares de escribir, que por ahí vienen los buenos». Él, que mientras estuve en el periódico, me insistía que estaba orgulloso de mí, pero… «no lo olvides —me miraba fijamente— tú estás para ser un escritor independiente»; y luego, cuando leyó una entrevista que me hicieron en El Universal porque se publicó un libro mío, me envió un email sólo para recordarme: «¿Viste? ¿No te lo dije?». Me tenía una fe enorme. Y cada vez que yo llegaba de visita a Cumaná (porque ya vivía en la capital), me tenía un libro nuevo. «Léete esta vaina», y pum, me lanzaba una novela de Jorge Edwards, o un libro de ensayos históricos de Manuel Caballero o algún tomo de historia universal. 

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Desde mi exilio, aquellas charlas se convirtieron en intercambios de emails. Él había aprendido a usar el correo electrónico, pero no escribía sus mensajes directamente en el campo de texto sino que adjuntaba un documento de Word como si fuera una carta de papel en un sobre con membrete. Por ahí me enviaba comentarios sobre sus lecturas recientes. Por ahí le pregunté sobre Massiani cuando hice mi tesis de maestría. Por ahí me mandó una columna que escribió cuando cumplió 75 años, en la que le agradecía a la vida, como la canción de Violeta Parra, por sus experiencias, sus lecturas, sus viajes y, más que nada, sus cinco hijos. Recordaba cuánto aprendió de Arístides Calvani y cómo llegó a ser diputado a la Asamblea Legislativa de Sucre de 1969 a 1994. «He tenido una existencia provechosa», concluía. Yo, porque así nos tratábamos, le respondí: «Todo muy lindo, menos lo de magallanero». Y hoy lo conservo en mi memoria con cara de travesura, riéndose a carcajadas como las que seguramente le provocó esa respuesta mía de caraquista. 

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Lamento no estar allí para darle a mis primos y tíos el abrazo que quisiera darles. Por eso recurro a las redes sociales para decir lo que diría si estuviese presente en el funeral. A César Rafael, María Fernanda y Beatriz Elena, a César José y a Daniela, a toda la familia, a los amigos, a todos los que lo quisieron, los abrazo desde acá porque, aunque mi cuerpo está lejos, mi corazón está allí con ustedes.

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Fuliafrocode: Tambores venezolanos retumban desde Calgary

Fuliafrocode: Tambores venezolanos retumban desde Calgary

Por Gerardo Guarache Ocque

Publicado originalmente en GuatacaNights.com el 21 de febrero de 2020

 

Un bajo eléctrico se toma su tiempo con mucho groove. Se le suman unas congas y del encuentro surge una música latinoamericana que camina por la ciudad con desparpajo y chaqueta de cuero. Al paseo se incorpora una guitarra funk y un hombre recita en inglés la antesala a nuevos invitados: un piano salsero, un teclado ochentoso; la base rítmica y los coros le hacen un guiño a Guaco. Así es la música de Luis “El Pana” Tovar, percusionista de Guatire establecido en Calgary: un constante armar y desarmar; un collage en el que los tambores afrovenezolanos sirven de anfitriones a lo demás, venga del pop, del jazz, del R&B, la salsa, el merengue dominicano o el rock.

Fuliafrocode, su segundo álbum, es una manifestación de su voz, como él la llama. Un compendio de 13 temas en los que se mezclan sus aprendizajes y sus gustos. Una amalgama en la que pueden identificarse influencias caribeñas y anglosajonas y, sobre todo, esencias que el percusionista, formado con maestros como Alexander Livinalli y Vladimir Quintero, se llevó de su país como equipaje cuando migró, primero a México y después más al norte, a Canadá, donde reside desde hace 14 años.

Tovar se gana la vida tocando salsa. Con su banda, Distrito Salsa, suele acompañar a referentes del género como Tito Nieves, Willie Colón, Tony Vega, Maelo Ruiz o Jerry Rivera. Al margen de su actividad como performer, juega a la artesanía musical en casa. De esas dinámicas lúdicas, han surgido sus dos obras.

Todo comenzó con unos injertos rítmicos que se le ocurrieron. Unas combinaciones nada comunes. A partir de eso, comenzó a construir y se atrevió a agregar bajos, teclados y a sumergirse en el mundo de los loops, los samplers y las herramientas comunes en una grabación de un álbum de hip hop. El primer resultado de la experiencia se llamó simplemente Everything I Like (2014).

Fuliafrocode evidencia la continuidad de esa búsqueda. “Dale candela” —la canción descrita en el primer párrafo de este artículo— convive con otras como Why not?, grabada junto a su colega Yonathan Gavidia y cuyo título subraya su empecinamiento por llevar la fusión lo muy lejos, a donde la mayoría siente vértigo. En esa, la fulía se entrelaza con un merengue dominicano muy al estilo Juan Luis Guerra, y después coquetea con un chachachá y un guaguancó. Toda una ensalada.

Uno de sus objetivos fue realzar el San Juan de Guatire, fiesta mágico-religiosa de su tierra casada con un ritmo de tambores desafiante y enérgico. Al mismo tiempo, quiso rendirle tributo a la agrupación 1, 2, 3 y fuera. Ambos propósitos se lograron en Fuera, la tercera pista, en la que ese patrón afrovenezolano dialoga con retazos de hip hop y sigue de largo hasta juntarse con otra versión de la obra de Simón Díaz más celebrada en tiempos recientes, la Tonada de luna llena, cantada esta vez por su amigo Andrés González.

Los versos del Tío Simón representan un prólogo de la pieza siguiente. Aguanta Venezuela le rapea un mensaje de ánimo a quienes dejaron el país en busca de oportunidades y huyendo de la dramática crisis y, al mismo tiempo, construye un escudo contra la xenofobia que sufren muchos de ellos. Antes, en la misma línea pero en formato instrumental, suena Venezuelan Exodus, que mezcla los tambores con unos teclados vintage, como sacados de un álbum de Herbie Hancock de principios de los años 70, grabados por Kate Melvina y Stephen Fletcher.

El hombre que recita en inglés en cinco de las 13 pistas es Malcolm Mooney, poeta estadounidense que alguna vez perteneció a la banda alemana CAN, exponente de aquella corriente setentera conocida como Krautock —definidad por una fusión avant-garde de elementos disímiles en torno a la electrónica y el rock—. Es él quien aporta los versos de la reflexiva Someone Care, una canción que reclama bondad, solidaridad y fe en el otro para los tiempos mezquinos que vivimos. La otra voz hablada es la de Edwins Moreno, quien hace las alabanzas a la Santa Cruz de Pacairigua en Fuliafrocode, la pieza que acentúa el origen y el viaje de Tovar, tomando la materia prima de una ceremonia tradicional y revistiéndola de modernidad.

Fuliafrocode, en cuya grabación también participó su maestro Alexander Livinalli, es un álbum que puede (y debe) escucharse de un tirón. A la mitad, justo antes de la descarga de Un cambio de actitud pt. 2, que es como un frenesí con metales, una percusión latina agresiva y endemoniados solos de guitarra de Carmelo Medina, se presenta una pausa, un descanso para tomar aire y seguir. El respiro se llama I Like This Winter Better. Allí, en esa canción cálida en contexto invernal, relucen los bajos de Lisa Jacobs. Es tierna porque escenifica el nacimiento de la hija de Luis Tovar, Emily Gabriela, quien, sin saberlo, en sus primeros intentos de habla, tuvo una participación estelar en la obra de su padre.

 

FOTO: Cortesía Carmen Alejandra Infante Peña

Juan Luis Landaeta y la doble vía entre pintura y poesía

Juan Luis Landaeta y la doble vía entre pintura y poesía

Publicado original el 1 de mayo de 2019 en Prodavinci.com. Enlace directo aquí

 

Juan Luis Landaeta exhibió su serie Milán en Washington. El poeta y artista plástico tituló así su conjunto de lienzos por un motivo personal: sus líneas de trabajo, hasta entonces inconexas y sin rumbo, confluyeron cuando se encontraba de visita en Italia leyendo Vacío y plenitud (1979) de François Cheng. Todo encajó en el rompecabezas de su obra al reflexionar sobre la tradición pictórica china y japonesa porque allí, del mismo modo que él lo concibe, no hay distinción entre pintor, poeta y calígrafo.

Luego de tres meses febriles de creación, en los que siguió el consejo de Cheng —pintar con la mente en blanco y la muñeca suelta—, el joven vio sus 80 piezas juntas en la Galería de Arte del Banco Interamericano de Desarrollo en el corazón político de Estados Unidos. La exposición, que estuvo disponible en marzo, llevó por subtítulo La identidad de la línea. “Cada pintura es una línea llevada hasta sus últimas consecuencias”, escribió a modo de introducción otro poeta, otro venezolano, Adalber Salas Hernández.

Landaeta (Maracay, 1988) desanduvo hacia lo primitivo, buscando la pureza, y sintetizó todo lo explorado desde que la poetisa argentina Lila Zemborain, su profesora en la maestría de Escritura Creativa en la Universidad de Nueva York, lo invitara a lanzarse de chapuzón al mundo que había husmeado tímidamente desde sus blocks de dibujo. Hace un año, presentó en el Relabs Studio de Brooklyn su individual Jardín desierto, descrita por la curadora Kelly Martínez como una “caligrafía con alfabeto propio”. Luego cambió el papel por la tela y comenzó a desarrollar su propuesta actual.

Aunque los más mínimos detalles definen los cuadros, Milán carece de sutileza. Es la consencuencia del brochazo y no de la pincelada. Es autovandalismo. Son agresiones a lienzos beige que no tienen una forma perfectamente rectangular, en algunos casos con bordes deshilachados, rústicos, sin marcos. Landaeta comenzó pintando el fondo con yeso totalmente de negro, recreando una nada, un vacío, un olvido, para luego jugar con puntos, líneas y tachas, buscando que todo el peso de la expresión recayera en el gesto.

Desde su habitación en Nueva York, donde vive, y habiendo bajado la marea emocional de su estancia en Washington, el artista comenta la serie en retrospectiva mientras decide sus próximos pasos.

—¿Cómo percibiste la reacción del público que asistió a la galería en Washington?

—El primer espectador de la obra fui yo mismo. Una de las cosas que más me llamó la atención fue verla con otra luz. Ya no estaba en mi estudio o mi habitación. Por una imposibilidad espacial, el artista no suele ver su obra en conjunto hasta que llega a exhibirla. En la galería sí puedes ver lo que comunican, la relación entre ellas, el registro del movimiento de la idea. Eran nuevas para mí y las vi como si no estuviera involucrado en la hechura. Y la gente vio detalles. La gente que sabe de arte no sabe otra cosa que no sea ver, como algo primigenio. Aprenden a ver como si siempre fuera la primera vez. Tener que explicar por qué te tiene que emocionar algo no tiene sentido. Hay algo en el arte que nos aturde, y lo que nos aturde del arte abstracto es que no tenemos por qué entenderlo.

—Eso puede producir cierto vértigo…

—Claro. Me parece interesantísimo que a la gente le desagrade algo que ni entiende. Es como que un mudo te ofenda. Si la obra te desagrada, te está diciendo algo. La gente reparó en detalles, en gestos que en el expresionismo abstracto son valiosísimos. Los colores, las formas, los límites de las obras, la participación del punto y esa línea que yo veo como un sablazo. Aunque siento que hay una onda de meditación y gesto caligráfico, mucha gente interpretó violencia.

—La estridencia suele interpretarse como violencia

—Sí. Había una intención de separarse de la violencia como si fuese algo malo o como si fuera algo evitable, pero estas obras no se hacen con pinceladas. Se hacen como quien está frisando una pared. A coñazos.

—Cierto público convencional asociaría el arte a la pincelada sutil, a la delicadeza…

—Exacto. Y, por el contrario, creo que la mejor manera de hacer una gran obra es no respetarla. Un ejemplo concreto: desde que comencé a pintar con estos materiales, aprendí que tienen un costo real. Son caros. Entonces la primera reacción es sentir que no debes malgastar. Y la verdad es que así no llegas a ningún lado. Lo debes irrespetar. Tiene que prevalecer la libertad. Libertad de verdad. Si te provoca agarrar un yesquero y quemarlo, debes hacerlo. El lienzo, como la guitarra eléctrica, no sirve para nada si no tienes la libertad de expresarte. Hay una relación corporal con todo esto. Si tienes miedo, eso puede convertirse en una zancadilla. La obra debe ser ajena a las convenciones que nos hacen respetar algo. La armonía es algo absolutamente cultural. El mejor arte es el que hace posibles otras cosas. La controversia en el arte abstracto, al no representar, parafraseando a Kandinski, está en cómo eso que ni sabes qué es, te conmueve, te sacude, te agrede.

—¿Y qué es lo buscas tú cuando lo creas?

—La cosa maravillosa del arte es lo inútil. Insistiendo con Kandinski, él decía que el arte abstracto no representa nada, no cumple función, no tiene valor. Si fuese arte figurativo, te diría que quiero pintar más y mejores rostros. Para mí ha sido una violenta convivencia. Barra, tacha y punto. Yo reduzco las obras a una idea. Ahorita que siento e intuyo, lo que hago es que llevar eso a una idea. Tengo una relación casi sexual con la pintura, no la intelectualizo. Es indómita. Cuando pinto, no sé bien lo que va a pasar.

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Landaeta no ha estado en Venezuela desde que emigró a Estados Unidos en agosto de 2013. Salió en medio del duelo por la muerte de su madrastra. Sí extraña su país, sueña con exponer su obra en él y ver sus poemarios en las vitrinas de sus librerías, pero asegura que el desarraigo no es algo nuevo en su vida. Para explicarse, resume su historia familiar: “Soy hijo de un hombre casado, con una mujer soltera que nunca fue su esposa. Viví con mi papá y su esposa hasta que él murió a apenas cuatro años de esa convivencia. Yo era el único del salón con un solo apellido. Yo era el único cuyos padres no estaban casados. Siempre estuve fuera del deber ser. Siempre estuve en una especie de exilio”.

El artista, egresado de la Universidad Católica Andrés Bello —como abogado—, acaba de terminar su quinto libro de poesía titulado Roca Tarpeya, que le seguiría a Litoral central (Sudaquia, 2015) y La conocida herencia de las formas (Ígneo, 2016), los dos publicados, y a otros dos que permanecen inéditos.

Los sociólogos estadounidenses Richard Peterson y Roger Kern, estudiosos del gusto y la cultura de masas, lo definirían como omnívoro cultural. De un momento a otro, pasa de Fernando Carrillo y Gigi Zanchetta a Michael Jackson, de Schubert a Duke Ellington, de Charly García a Luis Miguel. “Verdi, que puede ser visto como algo aristocrático y exquisito ahora, sería como un Maluma en su tiempo”, argumenta: “No distingo entre lo culto y lo popular”.

En cuanto a arte, habla de Kandinksi, pero también de los estadounidenses Robert Motherwell y Clifford Still, del catalán Antonio Tàpies, el español Antonio Saura, el letón Mark Rothko y más exponentes de la disfuncional familia del expresionismo abstracto. Pero hay un maestro del que habla más porque aprende de él directamente. Porque está vivo, lo frecuenta en su estudio en Nueva York y lo escucha discurrir sobre arte mientras lo ve trabajando. Después vuelve a casa con la cabeza cargada de información y la emoción de haber compartido con un gran artista.

—¿Cómo son esas visitas recurrentes a Jacobo Borges?

—Al principio era como una cita muy formal. Ya no tanto. Son sesiones larguísimas. 12, 13 horas. Llego a las 3:00 de la tarde y a veces salgo a las 5:00 de la mañana. Escucho, pregunto lo mínimo. Jacobo es un maestro que no te dice qué hacer. Pone todo en la mesa, pero no te corrige. Habla de asuntos inmateriales y también de técnica. Me enseñó a recortar con el papel y no las tijeras, por ejemplo. He dibujado con él, he pintado con él. Emociona ver esa cabeza pensando tan rápido y experimentando siempre sin ningún temor.

—La valentía, fundamental en el arte

—Sí, eso mismo. El mensaje principal es que cuando sabes que puedes hacerlo, te toca hacerlo y punto. Las veces que sea y como sea. Necesitas arrojo, y él ha sido crucial en esas lecciones. Por otro lado, podemos hablar de historia, de política, de ciencia. Sabe lo hay que alimentar o corregir. Con lo que hay que tratar es con el animal que está detrás de la obra.

—Todo ha pasado en Nueva York. ¿Crees que estarías llevando adelante tu carrera de este modo en otro lugar?

—Estoy casi seguro de que no. Los hitos que fundaron en mí la seguridad y la oportunidad están muy vinculados con Nueva York. Jacobo ha sido también una presencia tutelar en todo el proceso. También, la maestría de Escritura Creativa la hice en NYU y allí empecé a pintar más decidido gracias a mi profesora de poesía. En Caracas, por ejemplo, iba al Museo de Arte Contemporáneo con una mirada menos formada y menos instruida. Esa mirada se desarrolló, se perfeccionó, se emancipó acá. Y digo lo de oportunidad porque tuve mi primera individual en Brooklyn.

—Las redes sociales parecieran simplificarlo todo, a veces hasta trivializarlo o atomizarlo. ¿Cómo ves el Universo 2.0 considerando que la reproducción fotográfica altera la obra, la convierte en otra o en una representación comprimida de ella?

—Creo en la democracia del acceso al contenido. Yo puedo haber sido parte de la última generación en la que el acceso a la información era todavía un privilegio. Mi sobrina no sabe y jamás sabrá qué era la Enciclopedia Encarta. No entiende cómo era el mundo cuando la información no estaba a segundos de distancia. Antes tenía que ocurrir un proceso largo. Ahora puedes compartir con un iPhone ese gran hallazgo, o gran bodrio, inmediatamente con cientos o miles o millones de personas. Cruz-Diez convirtió su concepto artístico en una app. Su concepto trascendió y es una idea; es lo que él concibió y pensó. Jacobo (Borges) también es un entusiasta de la tecnología. Los recursos son los recursos. Lo nuevo está ahí para servirte.

—Luis Pérez-Oramas, curador del MoMA y prologuista de Litoral central, vio representada en tus palabras la “luz reveroniana”. Curiosamente, el libro habla de un pintor antes de que comenzara todo este proceso…

Litoral central está muy influenciado por la obra de Reverón. Cuando lo hice, me sentía un escritor puro y duro. Soñaba con escribir y ya. No tenía una aspiración o delirio de exponer mis obras ni vivir de eso. Las manifestaciones plásticas estaban subordinadas a la escritura. Pintaba como un complemento. Luego entendí que el vuelo del que hablo, el pájaro, es un rayo de luz. Es la luz, que muestra todo pero que también puede cegar. Allí se ve que el tipo se está contando a sí mismo. Es un libro que tiene la inocencia de nombrar las cosas por primera vez. Y lo menos que me pasaba por la cabeza cuando lo escribí era que el pintor iba a ser yo.

Los Latin Grammys, el cuatro venezolano y la música orgánica

Los Latin Grammys, el cuatro venezolano y la música orgánica

Publicada originalmente en Prodavinci.com el 17 de noviembre de 2018. El enlace aquí

La ceremonia estaba comenzando. Calentaba el ambiente el Septeto Santiaguero y su celebrado proyecto con José Alberto “El Canario” basado en son cubano. Pasaban los renglones dedicados a la música brasileña, la infantil y la cristiana. Anunciaba Gabriel Abaroa Jr., presidente de la Academia Latina de la Grabación de Estados Unidos, que este año servirían comida: unos wraps de salmón que en su mayoría se quedaron fríos en las mesas. Y de pronto, sin anestesia, el director orquestal uruguayo José Serebrier abrió el sobre y leyó el nombre que agitó corazones venezolanos.

El ganador, que todavía no había ganado, se encontraba en una mesa a la izquierda del escenario; no muy lejos, aunque en ese momento el camino que separaba su silla del gramófono dorado se veía largo y sinuoso. Se sentía pequeño ante la estatura de los nombres brasileños con los que disputaba el premio. Respetaba —respeta profundamente— el arte de todos ellos. Para colmo, en la pantalla central él aparecía de último. IDENTIDAD/ MIGUEL SISO. Pequeño. Poquitas letras.

El cuatrista guayanés, ganador de la tercera edición del Festival La Siembra del Cuatro, certamen que desde 2004 ha conectado a apasionados y virtuosos del instrumento rey del país, estaba postulado en una categoría de los Latin Grammys particularmente exigente: Mejor Álbum Instrumental. Por la amplitud de ritmos que caben en su convocatoria, conviven en ella proyectos contemporáneos de virtuosos consolidados que fusionan latin jazz, especies de raíz tradicional, bossa, tango o flamenco, y creadores de world music, generalmente pesos pesados de la industria.

Artistas como Michel Camilo y Tomatito, Hamilton de Holanda, Ed Calle, la agrupación Bajofondo, Chick Corea, Arturo Sandoval y Chucho Valdés, a quien le rindieron homenaje por su trayectoria en la presente ceremonia, son algunos de los que guardan en casa el premio por el que le brillaban los ojos al venezolano, que veía hacia el frente nervioso y callado, sin sonreír. Estático, sosteniendo la mano de su esposa, Bárbara, musa de varias de las canciones que lo llevaron hasta ese lugar y ese momento.

Serebrier no tardó ni 10 segundos en nombrar a los postulados: No Mundo dos sons de Hermeto Pascoal & Grupo, un autor al que muchos consideran un genio; Jacob 10ZZ del Hamilton de Holanda Trío, ensamble liderado por una referencia mundial de la mandolina; Alué de Airto Moreira, un percusionista de trayectoria extensísima; y Recanto de Yamandú Costa, un guitarrista fuera de serie que ya había impresionado con un performance en directo minutos antes. Y él, claro. Lo aplaudieron unos pocos, los de su mesa, los compatriotas desperdigados por el glamoroso Mandalay Events Center que lo conocían y uno que otro colega, como la cantautora colombiana Marta Gómez, postulada en la casilla folclórica por La alegría y el canto, un álbum en el que grabaron C4 Trío, el pianista Antonio Mazzei y el cantautor José Delgado.

El presentador sonrió y dijo, con naturalidad, las palabras mágicas: y el Grammy es para… Miguel Siso. ¡Pum! Gritos de quienes lo rodeaban, abrazos, besos, Bárbara con los ojos aguados, eufóricos unos primos que lo acompañaban, y Ernesto Rangel, fundador y director de Guataca, la plataforma que produjo el álbum, tan emocionado que no sabía qué hacer, si acompañarlo, grabarlo con su celular, tomarle fotos o saltar. La distancia hasta el micrófono iluminado desde el que hablaban los ganadores, que parecía de años luz hacía segundos, se acortó, y Siso se lo fue creyendo en la ruta. Subió las escaleras y, aguantando un nudo en la garganta, pronunció con fluidez sus palabras sin papel en mano, a diferencia de lo que hizo más tarde el español Enrique Bunbury en el mismo sitio.

¡Viva Venezuela!, le gritaron de un costado. Y él sonrió satisfecho. “No tengo palabras para decir lo feliz que estoy por esto. Este es un álbum que se formó desde el principio para mi amado país, Venezuela, que está pasando por una crisis muy fuerte”, dijo. Ahí sí retumbaron los aplausos. Luego completó: “La música venezolana y el cuatro venezolano están presentes ahora más que nunca”. Sí, lo están, gracias a su trabajo y al de agrupaciones como C4 Trío, que, junto a talentosos ingenieros venezolanos, hace cuatro años alzó sus manos de uñas largas en esa misma instancia por su victoria en el renglón de Mejor Ingeniería de Sonido. Además, ganaron por el álbum De repente, grabado con otro referente del instrumento —que de paso, canta y anima—: Rafael “Pollo” Brito.

No había bajado el oleaje emocional cuando anunciaron a los nominados a Productor(a) del Año. Nombraron a cuatro personalidades asociadas a una chorrera de artistas famosos. A gente como Andrés Torres y Mauricio Rengifo, que colaboran con David Bisbal, o al ya galardonado Rafael Arcaute, productor del argentino Dante Spinetta. A Eduardo Cabra, productor de la banda colombiana Monsieur Periné; y a Julio Reyes Cupello, que trabaja con Pablo Alborán y Laura Pausini. Y entre ellos, una sola mujer, la primera que gana ese gramófono, la venezolana Linda Briceño, multiinstrumentista —especialmente trompetista—, ex miembro del Big Band Jazz Simón Bolívar, compositora y cantante, que estaba a una mesa de Siso, con sus labios carmesí, fingiendo tranquilidad, cuando escuchó su nombre y celebró como no pudo hacerlo en 2014, cuando obtuvo dos postulaciones y volvió con las manos vacías.

El segundo ¡Viva Venezuela! se escuchó. Pero faltaba un personaje con el que nadie contaba cuando ya habían quedado en el camino otros nominados venezolanos, como Los Pixel, banda del vocalista de Sentimiento Muerto, Pablo Dagnino, que andaba con su cabello oxigenado y su traje negro solemne que no lograba ocultar la eterna irreverencia de la generación contagiada por el punk. Tampoco había ganado María Rivas, aquella gran cantante que la mayoría recuerda por “El manduco” y que grabó un exquisito álbum de boleros titulado Motivos, por aquello de la rosa pintada de azul; ni Claudia Prieto, la jovencita zuliana que aparecía en dos casillas, la de Mejor Álbum Cantautor, que se llevó Jorge Drexler, y la de Mejor Artista Nuevo, que perdería después.

Ese otro personaje que faltaba era Juan Carlos Luces, autor de “Quiero tiempo”, popularizada por el salsero puertorriqueño Víctor Manuelle junto con Juan Luis Guerra, que se llevó la medalla a la Mejor Canción Tropical y le permitió incluir una línea clave en sus palabras de agradecimiento, acompañadas de sollozos: “Sobre todo, quiero dedicarle este premio a todos los venezolanos que nos conseguimos en cualquier parte del mundo y que ahorita estamos viendo la cosa fea pero que la hacemos ver bonita”.

La noche de Drexler

Como suele ocurrir, salvo contadas ocasiones en las que artistas como Franco De Vita o Chino y Nacho han ganado Latin Grammys, los tres venezolanos premiados recibieron sus gramófonos en la ceremonia previa y no televisada. Paréntesis: los Latin Grammys suelen dividirse en dos; la fiesta de los músicos y la fiesta de la fama. En ocasiones ambos mundos se conectan. Temprano, se entregaron los premios de categorías técnicas, reconocimientos a la composición, los arreglos, la producción, la ingeniería y los géneros menos populares, menos sexys para el público televisivo. Por allí no andaba Maluma ni J Balvin. Sí andaban, por ejemplo, la mexicana Natalia Lafourcade, el argentino Fito Páez y el uruguayo Jorge Drexler, quien terminó ganando en ese otro escenario que parecía totalmente dominado por el reguetón, el trap y lo que por estos días lleva la etiqueta de “urbano”.

Esta vez la ceremonia previa subió en calidad y glamour: lo que antes parecía más una graduación universitaria que unos Grammy, ganó cierto halo de magia, de prestigio, de respeto. Tras esa cita temprana, todos se trasladaron del Mandalay Bay Center, donde ocurrió el tiroteo fatídico en 2017, al MGM Grand Arena, donde suelen darse las peleas de Floyd Mayweather, entre otros eventos mundialmente publicitados. A ambos hoteles, megaestructuras de más de 3.000 y 6.000 habitaciones, respectivamente, las une un pequeño tren gratuito. Y por allí iban muchos, con sus trajes y corbatas, vestidos largos y tacones altos, comentando lo que acababa de ocurrir.

Tras atravesar el mar de máquinas tragamonedas, mesas de juego y estética kitsch, entraron al show de televisión que se lleva buena parte del presupuesto y que este año, curiosamente, contó en su equipo de escritores y guionistas con el humorista y músico venezolano César Muñoz.

Temprano, las secciones de espectáculos destacaban en su mayoría las ocho nominaciones del reguetonero colombiano J Balvin y las cinco de la española Rosalía, que presenta el flamenco como parte de una propuesta electrónica. Hablaban de la expectativa ante la presencia de Maluma, el también colombiano que canta “Felices los 4” y las “Cuatro babys”, pero que en esta edición no llegaba a las cuatro postulaciones. Parecía que sería un maremágnum de reguetón. Y sí, por momentos lo fue, pero la academia encontró la manera de equilibrar las fuerzas y el protagonista de la noche terminó siendo Jorge Drexler, vencedor en dos de las tres categorías principales: Canción del Año (“Telefonía”) y Grabación de Año (ídem). La de Álbum del Año quedó en manos de otro ídolo de siempre, abucheado por la audiencia del MGM porque nunca asiste a estas citas, respetado por todos por su voz y devuelto a la notoriedad por una serie de Netflix: Luis Miguel. ¿Su disco premiado? México por siempre.

Fue una noche que contó con el imán del reguetón, el trap y la música que predomina en la fiesta joven latinoamericana de este momento del siglo XXI, pero que premió el arte orgánico, las guitarras acústicas de los Macorinos que tocan con Natalia Lafourcade, la voz desnuda de Mon Laferte, las letras sutiles e ingeniosas de Jorge Drexler y, por qué no, el cuatro del venezolano Miguel Siso.

Miguel Siso, su cuatro triple y la música venezolana del futuro

Miguel Siso, su cuatro triple y la música venezolana del futuro

Publicada en Revista Ladosis y Guataca

La música venezolana del Siglo XXI tiene una extremidad hiperdesarrollada: el cuatro, instrumento rey del país, comenzó a desprenderse de las amarras que lo habían mantenido circunscrito casi exclusivamente a propuestas tradicionales más herméticas. El nuevo álbum de Miguel Siso, Identidad, es una muestra de ello. También es el ejercicio de un cosmopolitismo que funciona instintivamente; que, aunque suponga experimentación, uso de la tecnología e incorporación de especias foráneas, no impide que se logre una obra con raíces profundas que surquen el Macizo Guayanés.

Identidad es un baño de esperanza. Es la constatación de que Venezuela no siempre fue esta jungla sombría y triste, y de que no tiene por qué seguir siéndolo en el futuro. “Horizontes”, la segunda pista, condensa el espíritu de las 11 canciones, que además de pintar un paisaje frondoso en la mente de quienes las escuchan, sin querer, dibujan el mapa de influencias de su creador.

“Quise buscar un sonido más global para la música venezolana. Darle proyección, refrescarla. Hacer una world music hecha en Venezuela”, explica Siso, nacido y criado en Puerto Ordaz y formado en el antiguo Iudem (Instituto Universitario de Estudios Musicales, hoy Universidad de las Artes) de Caracas. Precisamente, aprovechó para evocar lo que sentía cuando volvía de la provincia a la capital, donde vivía como estudiante, en un delicado merengue llamado “Llegando a Caracas”. Es, en cierta forma, un homenaje indirecto a Aquiles Báez y su álbum Reflejando el dorado (2003), que influyó profundamente en su manera de concebir la música.

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Siso es como un sabio maestro de artes marciales que administra muy bien sus golpes. Es capaz de deslumbrar, convirtiendo sus manos en acróbatas poseídos, pero no abusa del recurso. Aunque sí contiene algunos solos, Identidad no es un disco en el que el cuatro se pavonee todo el rato. Un concepto flota por sobre la obra y la define. Una delicada artesanía teje sonidos acústicos, voces usadas como instrumentos de viento y artificios de consola propuestos por el ingeniero Darío Peñaloza (siempre a partir de lo orgánico). “Luna de madera”, por ejemplo, pareciera llevar un beat electrónico, pero no: lo que suena siempre es el cuatro, golpeado como un bombo, haciendo de charrasca, realzado por flangers y otros efectos.

La experimentación en el estudio generó canciones como “Kerepakupai Vená (Salto Ángel)”, el delicioso calipso que inicia el viaje cantándole al salto de agua más alto del planeta, llamado acá por su nombre en dialecto pemón. Es, paralelamente, la presentación oficial en registro discográfico del cuatro triple, la gran novedad de Siso que destaca en la ilustración de portada. El instrumento fue creado por el luthier Alfonso Sandoval, quien antes había trabajado en una mandolina de Cruz Quinal que fue el primer instrumento venezolano de brazo múltiple. Uno de las mangos corresponde a un cuatro tradicional; el otro es más grave, “como aguitarrado” —lo describe Siso—; y el tercero tiene cuerdas de metal, como el que usa su colega Edward Ramírez, del C4 Trío y El Tuyero Ilustrado.

La percusión afrovenezolana, con chimbangles y cumacos, se junta con un djembé que viene directo desde el África occidental, gracias a especialistas como Nené Quintero y Yonathan Gavidia. El cuatro se apoya en un bajo eléctrico (o contrabajo) y batería, seguido de flautas, saxos y hasta fliscornos, vibráfonos y teclados Fender Rhoades. Pero no nos confundamos. No se trata de la mera combinación de instrumentos; Identidad funciona porque los arreglos están cuidadosamente pensados de acuerdo a las exigencias de las canciones. Es un disco del que pueden extraerse fragmentos, pero, al ser conceptual, cobra más sentido cuando se oye de corrido.

Cambios y ausencias

“El cuatro siempre fue muy celoso conmigo —cuenta Siso—. Me encantaba el piano, la guitarra, la mandolina y la bandola, pero cuando intentaba estudiar otro, sentía que era todo más lento. Volvía al cuatro y de nuevo resultaba fácil. Era como si me dijera: ‘¡para qué ver pa’ los lados, si aquí está todo!’ Y así me fui enfiebrando y sacando más canciones y más canciones”.

La fiebre cuatrera de Siso comenzó, con verdadera intensidad, a sus 9 años de edad. Con un “Bésame mucho” a ritmo de onda nueva, ganó la tercera edición del Festival La Siembra del Cuatro, certamen creado por Cheo Hurtado (Ensamble Gurrufío) que en casi 15 años —desde 2004— ha contribuido con la evolución del panorama musical venezolano, porque le ha servido de vitrina a ejecutantes virtuosos como Carlos Capacho y, nada más y nada menos, los tres integrantes del C4 Trío: Jorge Glem, Héctor Molina y Edward Ramírez.

Siso, durante la charla, no deja de agradecer haber compartido con tantos músicos que admira, y esa gratitud se manifiesta en el álbum. A Nené Quintero, uno de los mejores percusionistas del país y también de los más queridos en el mundillo musical, le escribió el simpático “Nené Chimbanglero”, que combina el chimbangle con la gaita de tambora.

“De Borbón a Las Patillas” se basa en su historia familiar. Ambienta el encuentro sentimental que dio fruto a su existencia describiendo el largo recorrido entre el pueblo natal de su padre y el de su madre, ambos en el robusto estado Bolívar —que tiene casi la superficie territorial del Reino Unido—. La nostálgica “Sonidos de la ausencia” es un vals venezolano, con tratamiento de jazz trío, que le compuso a su esposa cuando emigró a Irlanda y él aún no la había alcanzado, por lo cual puede funcionar como banda sonora melancólica para la gran diáspora venezolana de estos tiempos.

Siso rescató “Sin contratiempos”, una canción que había compuesto para lo que iba a ser el segundo disco de su antiguo ensamble, El Quinteto Menos Uno. Es una onda nueva con ciertas variantes rítmicas que introdujo el baterista José “Tipo” Núñez, con una instrumentación maravillosa gracias a la flauta de Eric Chacón y al bajo del fallecido Gustavito Márquez. Es un tema con potencial cinematográfico, perfecto para un collage de imágenes de Caracas.

En Identidad, álbum que se suma al catálogo de Guataca, se encontraron varias generaciones de músicos. Así como están José Núñez y el guitarrista Gustavo Medina, ambos compañeros de Siso en el Iudem, el contrabajista Freddy Adrián o los hermanos Eric y Chipi Chacón, formados en el Sistema de Orquestas, también participan instrumentistas más experimentados —ídolos del guayanés— como el contrabajista Elvis Martínez, que tocó varias; el flautista Luis Julio Toro, quien colaboró en la taciturna “Tiempo”; o el también flautista Huáscar Barradas, quien participó en la fiesta de cierre, llamada “Con cuatro y con Patanemo”, que termina con una descarga caribeña con sección de metales y voces de Marcial Istúriz, Rafael Pino y Rafael “Pollo” Brito.

“Tiempo de cambio”, canción reflexiva grabada junto a Eric Chacón (saxo), fue escrita durante las cruentas manifestaciones callejeras antigubernamentales en Venezuela de 2017. Acorde con el leit motiv de Identidad, refuerza el mensaje que Siso busca transmitir. Frente a la violencia de aquellos días, el músico respondió con armonías. Cuando la toca en directo, suele acompañarla con rostros de venezolanos insignes y una frase de Arturo Uslar Pietri que repite al momento de la entrevista: “Todos podemos ser excelentes en lo que hacemos”.

 

Nella, la margariteña de la voz quebrada

Nella, la margariteña de la voz quebrada

Por Gerardo Guarache Ocque/ Publicado en GuatacaNights.com

Su mundo era todo pop, soul, blues, R&B. Sus sueños sonaban a Céline Dion, Cristina Aguilera, Mariah Carey. De pronto, Marianella Rojas, margariteña que entonces estudiaba en el Berklee College of Music en Boston, oyó el merengue “La Negra Atilia”, música de Pablo Camacaro y letra de Henry Martínez, y a partir de ese momento comenzó a constituirse una Nella que causa furor con cada clip de Youtube, que cuelga la etiqueta de sold out a cada afiche de sus presentaciones y cuya voz suena en Cannes a bordo de una película en la que actúan Penélope Cruz, Javier Bardem y Ricardo Darín.

Como ocurre con frecuencia, aunque parezca paradójico, la artista se conectó con la tradición venezolana cuando estaba lejos de casa, apartada del calor caribeño y de su isla querida. La canción de Camacaro, miembro del ensamble Raíces de Venezuela y autor de “Sr. JOU”, se la enseñó un compañero de clases estadounidense. En lugar de recurrir a artilugios, o al menos a rodearse de una banda, decidió presentarla con sus palmas y su voz, lo más desnuda posible; y ella sola puede, como mínimo, derretir un iceberg.

“La Negra Atilia” de Nella enamoró a Javier Limón, guitarrista y compositor español con un currículum enorme, que guarda en casa una decena de premios Grammy y ha escrito y producido canciones para más de 100 discos de un montón de luminarias. Nombremos, por ahora, a Paco de Lucía, Wynton Marsallis, Caetano Veloso, Bebo Valdés, Diego El Cigala, Anoushka Shankar… y también a Concha Buika, cuya interpretación de “El fin de fiesta” (obra de Limón), provocó el acercamiento entre la venezolana y quien es productor y autor del contenido de su álbum debut.

“El fin de fiesta” también es la copla que le abrió a Nella las puertas de la música española, los senderos de Camarón de La Isla y de la Andalucía profunda. La interpreta con soltura y a su manera, tomando el quejido y dulcificándolo ligeramente, desgarrándose el alma un poquito, como cantaora, pero sin dejarla en el piso; lo justo para seguir con la siguiente canción.

“Creo que actualmente se ha perdido parte de esa conexión con el público”, comenta la artista, aprovechando un par de días de descanso en su casa, en Nueva York: “En una rueda de gitanos, lo que se siente es candela, es inigualable. Me llama la atención lo que ocurre, porque es auténtico. Llega directo, no hay filtros. Cuando hice el cóver de esa canción, noté que el compositor era Javier (Limón) y, como él enseña en Berklee, lo busqué para comentárselo. Me dijo: ‘¡Yo no sabía que tú cantabas coplas así! Y yo le respondí: ¡yo tampoco! (risas)”.

Con Limón, se fue de gira a Colombia a compartir tarima con figuras como Carlos Vives y Totó La Momposina y agrupaciones como Monsieur Periné y Herencia de Timbiquí. Allí, conversando en el lobby de un hotel, concluyeron que hacía falta grabar un tema inédito y distintivo. Cada quien subió a su habitación y, a los 15 años minutos, el compositor la llamó y le cantó unas estrofas sobre ella y sus orígenes: Me llaman Nella, la de la voz quebrada/ paso la noche en vela cantando coplas de madrugada… Así nació el abreboca de un álbum que verá la luz cuando ya el público no aguante más la tentación y que será distribuido mundialmente a través de TheOrchard.com.

Curiosamente, Alejandro Sanz compartió en sus redes sociales el videoclip Me llaman Nella incluso antes que ella. No era la primera vez que escuchaba cantar a la venezolana. Cuando el autor de “Corazón partío” recibió el doctorado honoris causa en Berklee (2013), tocó acompañado por un ensamble estudiantil al que pertenecía Rojas. Le gustó tanto el resultado de los ensayos y el show, que los invitó a Las Vegas a actuar con él en su presentación en directo en los Latin Grammys.

La voz de Nella Rojas, interpretando canciones de Javier Limón, es parte fundamental de la banda sonora de la película Todos lo saben (2018), que se presenta en el prestigioso Festival de Cannes. La cinta es obra del laureado director iraní Asghar Farhadi (About Elly, A Separation, The Salesman) y fue rodada en Torrelaguna, villa de la Comunidad de Madrid, España, con los mencionados famosos Cruz, Bardem y Darín.

La raíz

Nella puede cantar con mucho sentimiento, genuinamente, “Every Little Bit Hurts”, un soul de la era Motown que ha pasado por gente como Steve Winwood en sus tiempos de Spencer Davis Group y, en tiempos recientes, por Alicia Keys. También puede navegar las aguas de la música brasileña, los boleros, o interpretar algún tango de Gardel y Lepera («Volver»).

A todas esas canciones llegó cuando era estudiante y buscaba hacerse de un repertorio, sobre todo uno nutrido de piezas en castellano. La investigación la llevó a sumergirse en la “Tonada de luna llena” de Simón Díaz, en la linda y triste obra de Manuel Yanes “Viajera del río” y en muchas otras canciones que la aproximaron naturalmente al concepto de Guataca, la plataforma que organiza algunas de sus presentaciones en Panamá, Estados Unidos y Venezuela, en compañía del guitarrista Aquiles Báez.

“La gente me oía cantar cosas brasileñas, pop en inglés, boleros, pero me llegaban a preguntar: ‘¿quién eres tú?’ —cuenta la cantante—. Ahí decido explorar de dónde vengo, entender por qué canto lo que canto, y la respuesta es la música venezolana, que llegó como un llamado de la raíz. Ahora me siento súper cómoda. Es lo que soy, y si te fijas, no está muy lejos de las coplas de Andalucía”.

A finales de marzo, una visita familiar a Venezuela, donde no había cantado en más de siete años, se convirtió en una experiencia artística que incluyó cuatro shows, dos en Margarita y dos en Caracas. La expectativa en torno a Nella se manifestó en la taquilla: apenas se anunciaba el primero, se agotaban las entradas y había que abrir una nueva función. Ocurrió lo mismo en ambas ciudades.

“Nunca me había sentido en tarima como me sentí en el (Centro Cultural) BOD en (Caracas) Venezuela —dice muy emocionada—. Puede ser producto de muchos factores, pero para mí fue otra dimensión. El público fue perfecto, la gente cantó conmigo y coreó mi canción. Me agrada mucho que se han quedado con la letra”.

Allá comenzó todo. Nella tomó clases de canto en Margarita desde los 11 años de edad. Como bachiller, a sus 17, se fue Caracas, donde amagó con estudiar Comunicación Social en la Universidad Monteávila mientras asistía a la Escuela Contemporánea de la Voz. No tardó en sincerarse y aplicar a becas en el Berklee College of Music, al que ingresó en 2011 para egresar cuatro años después con doble título, incluido uno en voice performance. A partir de ahí, en suelo estadounidense, empezó a escribirse este capítulo de una historia que apenas comienza.

Agenda de conciertos: Nellarojas.com y Guatacanights.com