Originalmente publicada el 27 de agosto de 2020 en Guatacanights.com
La artista luce inquieta. Responde corto, sin ganas. Su mente pareciera en otro lugar, y no en Caracas, donde cantará mañana por primera vez. La traductora, una rubia que vino con ella, infla sus respuestas. Cuando dice un par de cosas en crioluo caboverdiano, la intérprete elabora una extensa reflexión en castellano. Nadie se fía del contenido, salvo cuando manifiesta un deseo que baja de manera abrupta el telón de la rueda de prensa: “Necesito fumar”.
Las dos palabras vencen la brecha idiomática y se vuelven tinta en las libretas de notas de los reporteros que la recibieron en una sala del Hotel Meliá. Con cierta prisa, supera la distancia que la separa del tabaco y el fuego. En el camino, regala un par de firmas que son casi garabatos. Es su nombre de pila en una caligrafía infantil. El arte de Cezi —así la llaman sus amigos y familiares— es natural; y ahí, en esa naturalidad intacta, radica el exotismo que le resultó tan atractivo al resto del mundo. Cesária Évora es una Antártida del canto. Un territorio puro, inexplorado, genuino.
Ayer debió volar seis horas desde la africana Isla de Sal hasta París y otras 10 para cruzar el Atlántico y aterrizar en El Caribe. Es su primera visita a Venezuela, país que le abrió las puertas de su sala más importante. Parece irreal, pero los afiches lo confirman: Cesária Évora en concierto. Sala Ríos Reyna del Teatro Teresa Carreño. 29 de mayo de 2009.
“No tenía intenciones reales de salir de casa cuando cantaba para los marineros extranjeros que pasaban por el puerto —me cuenta Évora, menos ansiosa y en exclusiva, entre bocanadas—. Mindelo era un puerto muy movido, y quienes me escuchaban me animaban a continuar porque parecían encantados con mi música. Esto de ser una cantante internacional era apenas un sueño, más nada”.
Menuda, cachetona, con un afro corto en lugar de los dreadlocks de hace unos años, luce fuera de lugar, abrumada por el contexto lujoso. Tarde, muy tarde, llegó esta vida de entrevistas, autógrafos, servicios cinco estrellas y largos viajes. Ya tenía casi 50 años cuando su voz llegó a unos oídos que se convirtieron en catapulta.
De cantar en tugurios de su país, pasó a recibir abrazos de Madonna y a compartir tarimas y estudios de grabación con personajes como los brasileños Caetano Veloso y Marisa Montes, los cubanos Chucho Valdés y Compay Segundo y las estadounidenses Bonnie Raitt y Erykah Badu. La prensa, al hablar de ella, comenzó a evocar en el mismo párrafo a Edith Piaf y Billie Holliday, ni más ni menos, porque percibieron en su voz un ingrediente mágico y atemporal.
A esas dos leyendas las menciona entre sus principales referencias en su encuentro con la prensa venezolana. Habla de Julio Iglesias, Charles Aznavour y Nat King Cole, cantantes que escucha en su tiempo libre. Y comenta que le gusta mucho la música brasileña porque se parece a los ritmos de su tierra, “pero más alegres”.
El canto la acompañó desde pequeña, como una pizca de azúcar en tiempos muy amargos. Tras la muerte de su padre, Faustino, que tocaba el cavaquinho y el violín, llegó a un orfanato católico que le permitió actuar en la iglesia del pueblo. Más tarde, se enamoró de un guitarrista y, juntos, se buscaron la vida presentándose en bares o subiéndose a barcos para amenizar veladas a cambio de monedas, o acaso a modo de trueque: música por licor.
Évora ya había cantado muchísimo cuando la escuchó José Da Silva, un ferroviario que se convirtió en su productor. Así como Leslie Kong le abrió las puertas del mundo a Bob Marley, a Da Silva es necesario darle crédito por Évora. Sin él, no hubiera grabado en 1988 —a sus 47 años edad— su primer álbum con título en francés, La diva aux pieds nus (La diva de los pies descalzos).
Apoyada en la distribución de discos conmovedores como Mar azul (1991) y Miss Perfumado (1992), su fama creció vertiginosamente. El nuevo milenio la sorprendió de gira por los cinco continentes. En 2004, la Academia de la Grabación estadounidense premió su trabajo Voz D’Amour con un Grammy al Mejor Álbum Contemporáneo de World Music. En 2009, año de esta única visita a Venezuela, recibió de manos del presidente Nicolás Sarkozy la Legión de Honor de Francia.
“Mi voz le gusta a gente de todos los pueblos, y eso abrió el camino a otros artistas. En Estados Unidos me dieron reconocimiento, a pesar de venir de un país pequeño como Cabo Verde. Para mí, caminar por esa tarima para buscar el Grammy fue una cosa muy importante”, dice la artista. No importa cuál fue la pregunta que le hice. Ella quería decir eso, y ahí está, lo dijo.
Lo de world music la tiene sin cuidado. “La música es la música”, repite. Y mucha razón tiene. World music es un término anglosajón en el que generalmente cabe todo lo autóctono, lo folk que no es folk de Estados Unidos; todo lo que le resulta raro y mestizo a los taxónomos musicales estadounidenses.
Lo de ella es la morna, una melancólica prima africana del fado portugués, que a oídos suramericanos suena como una especie de samba brasileña lenta. También suele cantar sobre un ritmo más movido y colorido, que invita al baile y es vehículo de letras pícaras, llamado coladera. Esas dos son las especies que esta embajadora del Programa Mundial de Alimentos de la ONU ha mostrado al mundo.
Cabo Verde está conformado por un archipiélago volcánico en el océano Atlántico a unos 500 kilómetros de las costas de Guinea, Mauritania y Senegal, muy cerca de la Isla de Gorea, principal centro de reunión de esclavos que eran llevados a América entre los siglos XVI y XIX. Cabo Verde ha estado marcado por aplastantes condiciones climáticas y prolongadas sequías que han generado hambruna y, por tanto, un éxodo multitudinario. En ese país, que dejó de ser colonia portuguesa en 1975 tras cinco siglos de dominación, vive un poco más de medio millón de personas (dato de 2020). El resto de los caboverdianos, que supera el millón, ha migrado.
Évora, la máxima figura caboverdiana —desde luego, más famosa que todos los presidentes juntos—, declaró que en su infancia y juventud no se le permitía caminar por las aceras a quien no tuviera zapatos y que, como un gesto de rebeldía contra eso, decidió descalzarse en tarima. De ahí, el mote: La diva de los pies descalzos.
Cuando le hacen la misma pregunta en la rueda de prensa del Meliá, no ofrece esta respuesta cargada de emotividad y simbolismo que todos hubiesen usado para abrir sus notas. “Canto descalza porque no me gustan los zapatos”, sentencia. El intercambio funciona así, con largas interrogantes respondidas con monosílabos y frases escuetas. Si antes había dicho que comenzó a cantar para ahuyentar la tristeza, en Venezuela, ¿por qué canta? Porque sí.
“Si los políticos quieren escuchar el mensaje (de mi música), es problema de ellos. Son mensajes de paz y de derechos humanos, de amor”, expresa, mientras le hace señas a los organizadores para que la ayuden a levantarse de la silla.
Lo que expele Évora es una antipatía poco arrogante. Pareciera más bien la honestidad implacable de una niña con sueño. Una niña —camino a los 70 años de vida— que dice lo que piensa, que está cansada, sin ánimos de charlar. Cuando le preguntan si quiere comer, voltea, asiente y ahí sí esboza una sonrisa socarrona, como si le estuviesen ofreciendo una barquilla de chocolate.
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El público venezolano está acostumbrado a escuchar la palabra ‘chévere’ en boca de cualquier invitado extranjero. Lo celebra, aunque sospeche demagogia. Le agrada recibir besos y que lo llamen por su nombre. Buenas noches, Caracas. Hola, Venezuela. ¿Qué pasó, chamos? ¿Cómo están mis panas? Metérselo al bolsillo es facilísimo. Le encanta escuchar chistes o captar guiños musicales a Simón Díaz, oírle decir al visitante que se comió una reina pepiada o que se aprendió un fragmento del Alma Llanera. Le gusta que le sonrían, que le bailen y le piquen el ojo. De todos esos recursos de fácil seducción, Cesária Évora no usó ninguno.
Todos están cautivados por ella antes de entrar a la sala Ríos Reyna. Todos llegan tarareando “Bésame mucho” pensando en la voz de la caboverdiana. Convencerlos cuesta apenas una caricia. Una caricia que Évora esta noche no tiene ganas de dar.
Una vez que el trío instrumental The Bongo Project calienta la atmósfera, sale el septeto, con violín, cavaquihno y saxo, y todos se levantan de sus asientos. Caminando sobre un ritmo alegre, descalza como siempre, entra en escena la estrella de la noche, la Reina de la Morna, la diva de Cabo Verde, sin mirar al público ni a los músicos. Da varios pasos sin prisa, se detiene frente al micrófono y comienza.
Abre con «Vaquinha Mansa» y sigue con “Cize”. La primera de Gregório Gonçalves, la segunda de Morgadihno; ambos cultores caboverdianos cuyas piezas conoce desde que era adolescente. Las dos, por cierto, fueron incluidas en Radio Mindelo: early recordings (2008), un recopilatorio antológico de grabaciones artesanales que la cantante hizo de jovencita a principios de los años 60, un registro de su voz en su estado más nítido y potente.
El público la escucha atento pero no frenético. Aplaude entre canciones pero no se levanta del asiento. Ella le rinde homenaje a los artistas del rincón del mundo del que viene. Interpreta “Sodade”, de Luis Morais, líder de la agrupación folclórica Voz de Cabo Verde; canta “Petit pays” de Nando da Cruz, y “Angola” de Ramiro Mendes; y también, por supuesto, recuerda a Francisco Xavier da Cruz, mejor conocido como B. Leza, artista de su natal Mindelo que fue fundamental en su silvestre proceso de formación.
Las canciones van de la morna a la coladera, de la melancolía a la fiesta. Por momentos, se inspira —o así parece—, pero avanza como si estuviera en un estudio cantando sola, inconsciente de que hay un público frente a ella. En una pieza instrumental, aprovecha para hacer una pausa y sentarse sobre la plataforma de la percusión, en el centro de todo, a fumar un cigarrillo y tomar algo. Parece la abuela cansada que vigila a sus nietos mientras juegan.
El ambiente cambia ligeramente en “Carnaval de Sao Vicente”, himno de fiesta popular de su provincia. Mientras se mueve y sonríe, mira hacia el público y lo invita a pararse y bailar. Pocos atienden la invitación.
Algunos espontáneos aprovechan los silencios para hacer peticiones y ella les responde: “No está en el programa”. En la salida en falso, muchos salen de la sala decepcionados por su frialdad. Pero ella vuelve, a ponerle fin a una noche de sentimientos encontrados.
“¡Si no me besas no me voy!”, grita un hombre atrevido sentado en las primeras filas. La artista lo oye y lo complace. Canta “Bésame mucho”, la joya de la mexicana Consuelo Velásquez. Después le lanza un beso, el único de la noche. El beso de una niña que está feliz porque terminó de hacer la tarea.