El superpoder más ansiado en la Venezuela actual es el de la invisibilidad. Que a uno no lo vean contando dinero, que no lo miren con bolsas en las manos, que no se fijen en el color de tu piel. Ni la ropa ni los zapatos. Que no te veas, que no te vean. Porque si te ven, existes, y si existes, pueden hacerte daño. Amenazarte, robarte, coñacearte. Si existes, puedes desaparecer.

Este país de tradición frívola y pantallera, de mujeres arregladas y hombres con móviles colgados del pantalón como walkie-talkies, que gasta bastante en productos de belleza y aseo personal, vehículos tunea’os y tetas operadas, es ahora una nación de zombies que quisieran pasar siempre desapercibidos como Patrick Swayze en Ghost. No vaya a ser que el otro se antoje y en la lotería salga tu numerito rojo. Una cifra más.

Los astutos, adaptativos, los que entendieron las reglas del juego, las leyes de un territorio sin leyes, procuran camuflarse, pasar siempre por debajo de la mesa; intentan —esta vez sí, profesora Gisela Kozak— ser todos iguales —chéveres ni de vaina. Homogeneizarse es sobrevivir. Ser invisible es la ambición del que no tiene poder. Es el disfraz de las víctimas. Y cada día avanzamos más hacia ese estado ideal de la invisibilidad: es preciso lucir como un individuo que no tiene absolutamente nada material que ofrecer. Una cara de que no rompe un plato porque ni platos tiene. De que no lleva nada consigo ni serviría de carnada para pescar algo más grande. Nada de cuentas bancarias, nada de tíos millonarios. ¿Dólares? ¿Qué es eso? ¿Divisas? Nuestra divisa es la inexistencia.

Conviene ser hombres y mujeres sin ahorros, que podrían caerse muertos mañana y no tener quien reconozca el cadáver. Conviene ser alguien que se sabe que vive porque deambula, respira y parpadea. Nada más. Un puntico minúsculo, imperceptible, en un mar de pelabolas. Asexuado, apolítico, solitario y, en el mejor de los casos, endeudado. Las mentadas de madre siempre guardadas en los bolsillos, jamás esparcidas por el verbo y el gesto. Queremos salir del banco luciendo como quien nunca en su puta vida ha hecho una transacción bancaria. Caminar por el aeropuerto como quien jamás se ha subido a un avión y jamás lo hará. Pagar la cuenta del restaurante como quien probó bocado por primera y única vez.

Sobrevive quien suprime de su cuerpo ese olor que despiden las aspiraciones y los anhelos. El que aprende a no temblar cuando ve un uniforme verde oliva, o a ocultarse cuando oye el rugido de una motocicleta. Está condenado quien acostumbra excitar a los otros, a las hienas y los buitres, con charretera o sin ella, depredadores de lo metálico que salivan ante la sospecha de un ciervo inocente, con un Benjamín Franklin sonriente brillando en sus pupilas. Esos sí lo muestran todo, sí buscan la visibilidad y la exageran. Sí existen… y se esfuerzan por dejarlo claro. Van por pasarelas imaginarias luciendo el traje de lo postizo, lo estrambótico, lo grotesco. Un traje tejido con plata ajena.

Curiosamente, su olfato de bestias ya no los conduce a Bolívar. Prueba de esto es que después de muchos años, contamos el dinero en público. Suenan los billeticos deprimidos, chas, chas, chas… La conversación se detiene para no joder la cuenta mental apoyada en susurros nerviosos. El pulgar ensalivado y la velocidad de un cajero: ochocientos, novecientos, mil. Lucimos como narcos todos, mostrando nuestras paupérrimas fortunas. Doce o más billetes de la más alta denominación (100 Bs., para los extranjeros) a cambio de un café con leche y azúcar, si hay café, leche y azúcar.

Algunos, de tanto reprimirse y esconderse, de tanto esconder la cabeza como morrocoy asustadizo, alcanzaron un punto de hastío y adoptaron una postura desafiante ante el malandraje. Una pose de no me importa un coño. Sacan el pecho y se envalentonan, mientras evocan a todos los santos… Aunque los santos pareciera que emigraron hace años, o quizá ejercieron, porque ellos sí lo han perfeccionado, el ansiado poder de la invisibilidad.

FOTOGRAFÍA: Daniel Guarache Ocque

2 comentarios en “Ser invisible

  1. Muy bueno y certero. Lamentablemente nos vemos retratados.y nos sentimos impotentes. Aunque todos los días nos levantamos y nos encomendamos a Dios y a nuestros Santos pidiéndoles que nos hagan invisibles para seguir adelante en espera de que tiene que pasar.
    Excelente versión y visión de nuestro acontecer diario.
    Que Dios te bendiga

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