Primero, un vistazo al libro de reclamos, del sarcasmo a la ira. Que a Murakami lo vieron esta tarde en una tienda de guitarras. Philip Roth, ponte a cantar. Que escritores y poetas ya pueden aspirar al Grammy. ¿Tendrá Amos Oz buena voz? Que el próximo año le darán el nobel de literatura a un físico cuántico y cuidado si consideran a Arjona para 2017 (¡hasta cuándo hablaremos de Arjona!). Que la Academia Sueca se decantó por Bob Dylan porque no pudo llegar a un consenso con respecto a ningún escritor. Juan Luis Guerra, próximo nobel de química. ¡Qué vergüenza, reconocieron a un cantante (sic)! Hubiese preferido que sacaran del sótano a algún escritor desconocido. Que esto, que aquello… Ceños fruncidos, caras largas. ¡Ay, la Academia, fin de mundo!

Y el señor Robert Allen Zimmerman, a sus 75 años, guarda silencio. Los mira a todos desde sus lentes oscuros, tranquilo, ni molesto ni contento. Es un día más. Quizá para tomar la guitarra, el papel y el lápiz, a ver qué sale hoy. Ya son muchos premios Grammy, un Oscar, el Pulitzer, el Príncipe de Asturias… Todos por algo parecido a lo que acordó anunciar el jurado tras una semana de retraso: “Por haber creado una nueva expresión poética dentro de la gran tradición estadounidense de la canción».

¿Sorpresivo? Claro. ¿Controversial? Mucho. Y no vamos a machacar la idea de su influencia (literaria) sobre las bandas con mayor alcance masivo, aunque no se me ocurre otro artista que haya impactado de igual manera en los Beatles, los Rolling Stones y U2, por ejemplo, y que al mismo tiempo su hiedra haya alcanzado a trovadores y cancionistas hispanoamericanos. Antes de Dylan, en la radio se cantaba sobre amor, bailecito y despecho. Pero, insisto, ese es un tema para otro día. Dejemos las guitarras, pianos, bajos y baterías a un lado. ¡Lo musical está prohibido hoy!

Es autor de dos libros: Tarántula (1971), compendio poético que habla de la década en la que revolucionó la música folk, mutó para ser roquero y se convirtió en la máxima figura de la contracultura estadounidense; y Chronicles (2004), la primera parte de su autobiografía —quizá estaba esperando este premio para publicar la segunda entrega. Pero, ¿a quién vamos a engañar? ¡Si donde reposa su valor literario es en las canciones, en los discos, en una obra cuyo vehículo funciona con el combustible do-re-mi-fa-sol-la-si?

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¿Cantar y tocar la guitarra son motivos para descalificación de un premio que reconoce el impacto de una obra literaria? ¿Ese es el argumento? No lo creo. Tendríamos que retirar el galardón a los dramaturgos, ¿o no? Ellos no escribieron para ser leídos; lo hicieron para que un grupo de actores, con escenografía, vestuario, utilería e histrionismo, nos contaran una historia.

Es comprensible que cueste digerir la noticia, sobre todo si el indigesto no se ha dejado llevar por, no digamos los treinta y pico de discos que ha grabado desde el homónimo de 1962, pero al menos por la columna vertebral de su obra. Es más, conformémonos con parte del material que produjo en los años 60: The Freewheelin’ Bob Dylan (1963), The Times They Are a-Changin’ (1964), Bringing It All Back Home (1965), Highway 61 Revisited (1965) y Blonde on Blonde (1966), todos editados en cuestión de tres o cuatro años, cuando al tipo le venía toda la poesía cruda como un manantial. Quién sabe si se encuentran más verdades en esas canciones que en kilómetros de revistas literarias.

Dylan pertenece a una generación en la que todos se retroalimentaban. Aunque su inspiración musical provenía de personajes como Woody Guthrie, convivía con gente como Jack Kerouac, William Burroughs y Allen Ginsberg. Este último se convirtió en uno de los promotores del valor literario de su trabajo, por cierto.

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Sí, Philip Roth podría ganar el Premio Nobel de Literatura. También Amoz Os. No sé si Murakami; eso se lo dejo a los críticos literarios. Agregaría a la lista, respetuosamente, a Cormac McCarthy, autor de algunos de los libros que en tiempos recientes, al menos a mí, más me han emocionado. Sí, ellos lo merecen, seguramente. Pero el aporte literario de Dylan es innegable. ¿No es acaso un juglar moderno, como aquellos que en otros tiempos contaban la historia de los pueblos cantando y recitando? ¿No nos ha dicho bastante sobre los tiempos que vivimos desde esa aguda mirada del poeta?

Al ver las redes sociales minadas con bromas y disgustos, recordé su presentación en el Free Trade Hall de Manchester en mayo de 1966. Ya el artista se había acostumbrado a las pitas de fans hippies que lo criticaban por dejar atrás el perfil de artista folk, sin banda, distorsión ni artificios, para vestir el traje del rock and roll. Antes de tocar “Like a Rolling Stone”, alguien del público le gritó ¡Judas! Y él le respondió lo que le diría a todos los que critican hoy su Premio Nobel de Literatura: I don’t believe you… ¡You’re a liar!

 

PÍLDORA: Aprovecho el impulso para recomerdarles un librazo de Greil Marcus titulado Like a rolling stone: Bob Dylan en la encrucijada (2010), el documental de Martin Scorsese No direction home (2005) (aquí el tráiler) y el extraordinario y alocado filme I’m Not There (2007), en el que Cate Blanchet, Christian Bale, Richard Gere, Heath Ledger, Marcus Carl Franklin y Ben Whishaw, todos interpretan a Bob Dylan.  

 

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