Giros, el álbum debut del experimentado Héctor Molina

Giros, el álbum debut del experimentado Héctor Molina

Publicado en Revista Ladosis

Por Gerardo Guarache Ocque

Sin quererlo, Giros es un álbum antológico, porque define la clase de artista que es Héctor Molina y reúne lo mejor de sus creaciones, que habían permanecido inéditas en su mayoría, mostrándolo en todas sus facetas: como solista y pieza de un ensamble, como compositor, arreglista y productor, cuatrista y guitarrista, como amante de la tradición venezolana y como inquieto explorador de la vanguardia. Giros es, además, un tratado sobre el sonido de la música venezolana del siglo XXI y sus posibilidades.

En la cubierta del álbum, obra de Alejandro Calzadilla, Héctor aparece multiplicado, asumiendo muchos roles, dialogando consigo mismo. La imagen no dista de la realidad: fueron cuatro años de trabajo intermitente en los que el músico merideño, de la mano de su ingeniero de grabación Vladimir Quintero, asumió todos las tareas que hicieran falta. Al tiempo que depuraba el concepto de piezas ya concebidas y componía otras nuevas, probaba diferentes formatos sin ningún temor a que resultara un álbum heterogéneo, parecido a los que suele grabar uno de sus referentes, el guitarrista brasileño Guinga.

Lo primero que suena es Gustavo Márquez (C4 Trío, Aquiles Báez Trío) jugando con los armónicos de su bajo. Y muy pronto se le une Molina con una melodía y un ritmo de onda nueva, a puro cuatro, que el artista halló en una casa bonita y apacible en la que vive su madre en Mérida. A través de los sonidos, trata de describir sus espacios. Por eso bautizó la canción con el nombre del sitio donde encontró la inspiración: “La casa amarilla de El Entable”

La primera es la única pista del álbum que fue grabada en simultáneo, a la antigua. Todo lo demás fue construido a retazos, como una edificación virtual. Los fragmentos llegaron desde Miami, Nueva York, Buenos Aires, Basilea (Suiza), Valencia (España), Guadalajara (México) y Guatire, y todo confluyó allí, en esos 50 y tantos minutos de música, lo cual no deja de ser alegórico de la intensa diáspora venezolana de esta época.

Giros es también un álbum familiar, porque están allí retratados sus afectos. Por ejemplo, están presentes los ensambles a los que pertenece. “Lunas en semiluna” es interpretada por Arcano, agrupación que hacía tiempo que no entraba al estudio. Este merengue caraqueño romántico, una de las canciones que Héctor dedica a su esposa Yaritzy, supuso una investigación. El oboísta Andrés Eloy Medina le pidió que escribiera música para el oboe de amor, instrumento poco usual cuyo registro se ubica entre el oboe y el corno inglés, y ésa fue su respuesta.

C4 Trío, ensamble por el que Molina es más conocido, destaca en “Incertidumbre”, primer tema inédito de la agrupación en casi cinco años (¡primicia: ya tienen un álbum “casi listo”!). Se trata de un tema taciturno, reflexivo, una onda nueva sin apuro con cuatros procesados, cuyo título fue sugerido vía Instagram por el maestro César Alejandro Carrillo (Orfeón de la UCV).

Los Sinvergüenzas, el otro combinado al que pertenece Molina, suena en “Los Molicasa”, dedicada a su familia nuclear —los Molina Casanova— que a él le suena como esa danza zuliana alegre, amorosa, con una sección más bien nostálgica que no tarda en abrirle paso, de nuevo, a la alegría. La flauta de Raimundo Pineda, como siempre, embellece el aire.

A otro tema le llamó “Los Moliguti”, por sus tíos y primos que lo recibieron en Caracas cuando se fue allí a estudiar, como muchos jóvenes de la provincia. La tocó acompañado por la trompeta de Noel Mijares y el saxo de Héctor Hernández (Desorden Público) y el trombón de Joel Martínez, pero la grabó también en formato de guitarra solista, lo cual es una novedad para él. La otra en modo unipersonal, que cierra el álbum, sí la hizo como cuatrista y es “Cenén”, dedicada a su madre. Entre carcajadas de alivio, dice que con esa pieza, especialmente, cumple con un enorme compromiso (y se evita reproches).

Andrés, hijo de Héctor Molina, tiene el gran privilegio de tener una canción dedicada a él, únicamente a él, tocaba por padre y madre. “Canción para Andrés”, que es como un descanso en el álbum entre tanta onda nueva y joropo trancao, es interpretada por Molina en guitarra y Yaritzy Cabrera, la misma de los “Lunares en semiluna”, en flauta.

De la anécdota al experimento

“58 Grafton Way” es la dirección de la residencia de Francisco de Miranda en Londres. Es, además, la pieza más experimental del álbum, que surgió en una estancia del artista en la ciudad para una presentación en el Bolívar Hall, sala de conciertos de la embajada venezolana. Es una gaita de tambora entrecortada y enrarecida, pensada como un capítulo jazzístico de improvisación de largos compases. Yonathan Gavidia y su percusión se encargan de sembrar bien profundo la raíz tradicional, mientras que su sección de metales (Mijares-Hernández-Martínez) se la llevan al world music; a todos los sitios, o a ninguno.

“Luz de 5”, inspirada en el atardecer cautivador que se observa en la Cota Mil, la avenida que bordea el cerro Ávila, cuando se recorre a cierta hora de la tarde en dirección al oeste, es otro capítulo jazzístico. El cuatro de Héctor Molina, esta vez procesado, se hace parte de un jazz trío. Lo que vendría a ser el Aquiles Báez Trío, pero sin Aquiles: Adolfo Herrera (batería) y Gustavo Márquez (bajo). Y curiosamente, el ex contrabajista del Aquiles Báez Trío, Roberto Koch, participó en “Sinvergüenzuranzas”, pieza que Molina extrajo del repertorio de Los Sinvergüenzas para rehacerla con el gran trompetista Francisco “Pacho” Flores, el maraquero Manuel Rangel y el mandolinista Jorge Torres.

“Yari”, otra dedicada a su esposa, que ya fue parte del álbum de C4 Trío Entre manos (2009), pasó por una metamorfosis. Molina buscó la ayuda del letrista Henry Martínez para unos versos que fueron cantados por José Alejandro Delgado, invitó a Federico Ruiz para que se encargara del acordeón y, además, le hizo un arreglo para la Camerata Solista (ocho violines, dos chelos, una viola y un contrabajo), agrupación perteneciente al Sistema de Orquestas de Venezuela, llevados por la batuta del director orquestal Christian Vásquez.

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Alguna vez, Molina también perteneció al Grupo Instrumental de Cámara Multifonía, cuyo sonido intentó recrear. Lo hizo usando un fragmento de una Suite Latinoamericana que presentó en 2010 al Concurso de Composición José Fernández Rojas, celebrado en La Rioja (España), en el que obtuvo el segundo lugar. De la suite, compuesta de tango, bossa y joropo —recorriendo el continente de sur a norte—, tomó el tercer movimiento y lo grabó con mandolina, mandola, maracas, contrabajo y él tocando la guitarra.

Debutante experimentado

Hablar de debut cuando se trata de Molina, integrante del C4 Trío, es sólo una travesura. Con el laureado ensamble de cuatristas, donde comparte con Jorge Glem y Edward Ramírez, todos formados en el Instituto de Estudios Musicales de Venezuela y todos finalistas del Festival La Siembra del Cuatro, ha grabado cinco álbumes, incluidos el que hicieron en compañía de Gualberto Ibarreto (nominado al Latin Grammy), el otro con Rafael “Pollo” Brito (ganador del Latin Grammy) y un tercero con Desorden Público (nominado al Grammy, al estadounidense, al más difícil). Otros cuatro discos los grabó como miembro del ensamble Los Sinvergüenzas.

En su carrera, que comenzó desde muy joven —ya en los años 90 andaba de gira dentro y fuera del país con los Niños Cantores de Mérida y la Estudiantina de la Universidad de Los Andes—, ha sido parte de las agrupaciones Arcano y Pepperland, que “criolliza” canciones de The Beatles.

Giros era una materia pendiente de Molina desde hacía mucho. La naturaleza colectiva de su álbum es reflejo de cómo ve la música. Sin embargo, confiesa, aunque antes sentía que no tenía un repertorio completo de cuatro solista, suficiente como para grabar un álbum entero, ahora está seguro de que sí. Ya veremos… y oiremos.

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Espectáculo Inusitado en Caracas: CLICK AQUÍ PARA VERLO COMPLETO.

FOTOS: Cortesía Héctor Molina

Giros fue presentado en el Open Stage Club en Guataca Nights Miami el 12 de abril de 2018

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Un tuyero ilustrado y trasatlántico

Un tuyero ilustrado y trasatlántico

A El tuyero ilustrado no le bastó con dejar su hábitat natural. No se conformó con abandonar el pueblo y conquistar la ciudad. Ya Caracas no la ve grandísima como antes. Ya viajó a Estados Unidos, a Panamá y reunió coraje para hacer maletas, meter su sombrero y sus maracas, y cruzar el océano. El tuyero ilustrado ya es eso que llaman un hombre de mundo.

En medio del vertiginoso retroceso que sufre el país, remando con fuerza contra la corriente, están sus músicos. Algunos de ellos se han dedicado a estudiar la raíz tradicional, esa fuente en la que Venezuela parece más venezolana, para construir a partir de ella una pieza de exhibición, acabada y depurada, vestida para salir a la calle, a la ciudad y al extranjero en pleno siglo XXI.

El tuyero ilustrado, que este mes será llevado a rinconcitos de Portugal, Alemania, España y Luxemburgo (*), tiene dos extremidades. Rafael Pino, músico y letrista, que en este contexto hace de cantante y maraquero (maraca y buche, en jerga tuyera), tiene rato estudiando esta forma de joropo. Ya conocía el oriental y sobre todo el llanero, cada uno con sus particularidades, instrumentos, mensajes, estructuras y humores. El tuyero lo experimentó gracias a un proyecto del pianista Víctor Morles, que dejó como registros los discos Natural (2009) y Joropos (2015).

La otra pata es Edward Ramírez, miembro de C4 Trío que comenzó por ponerle cuerdas de metal a un cuatro y, tras años de investigación casi antropológica y desde luego musical, cometió el fascinante sacrilegio de despojar del arpa al joropo tuyero, ese que se baila sobre todo en los estados centrales —Carabobo, Miranda, Aragua. Tengamos en cuenta que el arpa de cuerdas metálicas reina en este género, que quizá es el único de la tradición venezolana que precisamente deja al cuatro en el banquillo. Esa búsqueda —que resulta hasta reivindicativa, viniendo de un cuatrista— devino en un álbum titulado Cuatro maraca y buche (2014). También dejó una pizca de sus resultados en Pa’ fuera, de C4 Trío y Desorden Público.

Pino y Ramírez, ambos caraqueños, actuaron juntos en el Festival Caracas en Contratiempo de Guataca y estuvieron joropeando en directo lo suficiente para darse cuenta de que debían ir juntos al estudio. Compusieron nueve canciones, escogieron otras dos del baúl del folclor y las arreglaron a su gusto. El álbum, que respira soltura, la soltura de quien ya conoce bien las aguas que navega, fue grabado en simultáneo —como graba la gente seria— en dos sesiones de abril de 2016 en el Paraninfo Luisa Rodríguez de Mendoza de la Universidad Metropolitana de Caracas a través de las consolas de Vladimir Quintero y Rafael Rondón.

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“El acercamiento hacia los padres de este género ayuda mucho”, se refiere Pino a maestros como Mario Díaz, Yustardi Laza y Pedro Sanabria: “Luego viene esa especie de deconstrucción hacia donde lo vemos nosotros, que es la raíz o el ángel de la manifestación local proyectada en el 2017 y frente a un mercado que oye salsa, merengue y quizá le gusta ‘Despacito’ de Luis Fonsi”.

Pino, formado en talleres de la Fundación Bigott y la escuela Ars Nova y curtido en las filas de agrupaciones como Vasallos del Sol y Herencia, quiso poner el énfasis en las letras. Son versos ingeniosos que hablan de despechos, amoríos y comedias disparatadas, con metáforas y pinceladas poéticas. Son historias de todos los días, como diría Ilan.

“El aguacate” es una suerte de fábula vegetal. Un aguacate se vuelve el dictador de la verdulería, como los cerdos de Rebelión en la granja de George Orwell. Con su traje verde, vendió un tropical mensaje, acoquinó a la parchita, manipuló a las demás y cometió fruticidios. Como buen hijo de fruta, bicho y malintencionado.

“Mi mejor amiga” es la historia de Joselo, un tipo enamorado de una mujer que lo considera perfecto, el mejor partido, inmejorable, pero no lo quiere. Es el cabrón de las telenovelas. No te vistas que no vas, dice un coro que fue un lujazo: Pino la canta a dúo con el sonero Marcial Iztúriz y en el fondo se juntan las voces de Betsayda Machado, César Gómez y Huguette Contramaestre. Todo esto con el bajista Gustavo Márquez (C4 Trío), el baterista Adolfo Herrera y el percusionista Yonathan Gavidia. ¡Ah, e Ismael Querales —maestro de la bandola— colaboró con unas maracas! ¿Quieren ver la grabación? Denle click al título de la canción.

“Carta en rima a Carolina”, la primerita, es una buena antesala porque muestra cada ingrediente en justas medidas. Es un cortejo inocente, de los de antes, pero en forma epistolar porque enfrenta la distancia como muchos romances venezolanos que se rompieron en estos tiempos producto de la diáspora. Esto va en un traje contemporáneo, en un roce con el world music que se valió de todos los implicados ya mencionados pero con un impecable arreglo de metales. Otro lujazo: Pablo Gil (saxofón), Noel Mijares (trompeta, Desorden Público) y Joel Martínez (trombón).

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Nada está fuera de sitio. La instrumentación va de lo más simple y llano, como la tierna “Claro de luna”, a lo más complejo y experimental, verbigracia “El infortunio”, la historia de un hombre con mala suerte, un salao’, que es una especie de joropo jazzeado. Sí, así como lo leen. “Tristemente célebre” habla de La Rotunda, la prisión tortuosa de los tiempos del general Juan Vicente Gómez, y también muestra una complejidad que apunta hacia otro sitio, hacia lo clásico, por eso la presencia del flautista Luis Julio Toro (Ensamble Gurrufío).

Edward es un extraordinario cuatrista, pero es más que eso. Es un artista al que lo mueve más una melodía y un concepto que el despliegue de su técnica. Escogió los cuatros de acuerdo a cada canción: tocó el “normal”, el de las cuerdas metálicas y hasta uno electroacústico muy procesado, con efectos de delay y otros artificios.

Lo que suena en temas como “Amanecer tuyero” es el uso, con intenciones expresionistas, de unos pedales de efectos concebidos para la guitarra pero en este caso aplicados a su instrumento. Eso también se percibe en “Viernes de quincena”, una en la que participaron el cantautor José Delgado, el guitarrista Aquiles Báez, Jhoabeat —el mago del beatboax— y Horacio Blanco (Desorden Público) como recitador-locutor.

La página web de El tuyero ilustrado muestra cómo los músicos cuidaron cada detalle. La pestaña ‘Vea y escuche’ da acceso a una habitación en la que conviven todas las canciones. Es posible entrar y hacerlas sonar mientras se lee las letras. Cada una está acompañada de una ilustración. Una de las ideas de Pino y Ramírez fue involucrar en el proyecto a artistas gráficos que tradujeran sus músicas y letras en dibujos.

“¡Por qué no pensar la música venezolana como se piensa el merengue dominicano, que es un género tradicional que maestros como Juan Luis Guerra lo han realzado de una manera tan elegante!”, exclama Edward Ramírez sin una chispa de soberbia. Porque soberbia es lo que no se ve por ningún lado en esta obra tan colaborativa, que combina con mucha sutileza lo simpático y lo sofisticado, la sabiduría y la gracia, la tradición y la contemporaneidad. ¡Buen viaje, Tuyero Ilustrado, tráenos jamón ibérico y vino!

 

¡PILAS! Recientemente Rafa Pino y Edward Ramírez escribieron y publicaron en Youtube una gaita zuliana en la que manifiestan su preocupación frente a la crisis venezolana. Se titula “Un fusil para cada miliciano”

 

*AGENDA EUROPEA DE JUNIO: 

Sábado 10. Évora, Portugal. Plaza do Giraldo (Exib)

Lunes 12. Berlín, Alemania. Ballhaus

Jueves 15. Barcelona, España. Sala Sinestesia (con Cheo Hurtado): Guataca Nights

Sábado 17. Barcelona, España. Restaurante Caña de Azúcar

Martes 20. Luxemburgo. Konrad Café & bar

Viernes 23. Hamburgo, Alemania. Fux & Ganz

Sábado 24. Hamburgo, Alemania. Chavis Kulturcafé

 

FOTOS: JOSUAR OCHOA /@josuarochoa en Twitter

 

Crecer en forma de espiral

Crecer en forma de espiral

En estos días la elegancia duerme escondida en un cajón. Vivimos en una era de piropos grotescos, donde las sutilezas parecen películas en blanco y negro, daguerrotipos, piezas de museo. Y en medio de tanto ruido, resistiéndose a la tiranía del mal gusto, emergen obras que traen de vuelta la fe. La propuesta musical de Alfred Gómez Jr. es, en definitiva, como esas matitas rebeldes que crecen entre las fisuras del asfalto y le dicen al mundo Sí.

Simple (2012) —el primer álbum de Gómez después de un experimento salsero al que llamó La reina peinándose (2008)— trajo a la escena venezolana un pop orgánico y esperanzador. Pero no nos confundamos con la etiqueta: es un pop de impecable instrumentación, de contrabajos, batería acariciada con escobillas, guitarras acústicas y, especialmente, teclados de vieja data como Fender Rhodes, Wurlitzer y otras máquinas del tiempo. Es más, mejor agreguemos, para que sirva de brújula, que su obra lleva pizcas de rhythm and blues, folk estadounidense…

Tras editar Simple, el artista, nacido en Caracas pero establecido en Puerto La Cruz, estuvo casi dos años sin componer. De su inspiración no brotó nada que lo convenciera hasta que, sin avisar, le llegó una melodía que se convirtió en “Canción”. La llamó así porque resultó un homenaje al oficio. Una oda al arte del cancionista. Te busqué entre los acordes bajo el sol de aquella tarde, narra el autor en plena reconciliación con la musa. Ese tema abrió el grifo que devino en el nuevo LP.

Lo tituló Espiral, partiendo de lo que los matemáticos conocen como La Espiral de Fibonacci. “Todo en la naturaleza crece en forma de espiral”, justifica el músico. Lo vemos en girasoles, en las proporciones del cuerpo humano, en galaxias y en la disposición de las hojas en el tallo de una planta. Y Gómez ha pretendido celebrar su propio crecimiento a través de su música.

Espiral abre con “El árbol de los frutos”, una pieza compuesta en ritmo de ¾ —semejante al vals, para más señas— e inspirada en un viaje al Autana, ese tepuy majestuoso del Amazonas, montaña sagrada de los piaroas. El músico tomó prestada una palabra, que suena a algo así como parogüacha-a y significa cambio o transformación en el dialecto de la tribu. A través de ella nos invita a todos a un viaje existencial.

PortadaEspiral

“Alberta”, primer corte promocional, es una balada deliciosa totalmente acústica y arropada por armonías vocales.“Tú apareces”, que también tiene todo para ser un sencillo cautivante de esos que se cuelan en la memoria inmediata y se tragan la llave, evoca los mismos sentimientos pero apoyada en teclados, en la guitarra eléctrica del gran José Ángel Regnault, mejor conocido como Shazam, y en otros venenitos inofensivos.

Lo que más rescata Gómez de su recorrido en estos últimos años son las amistades que ha cosechado. Confiesa que, en buena medida, ahí está la clave de su progreso. Ellos representan nuevos ladrillos de una edificación cuyos cimientos se construyeron con discos de Stevie Wonder, Paul McCartney, Ilan Chester y otros seres brillantes.

Hablando de amigos, el contrabajista y jazzista Gonzalo Teppa participa en casi todo el álbum. También, el cuatrista Edward Ramírez actúa en cuatro de las 11 pistas. Es curioso que el instrumento venezolano por excelencia no se presenta como embajador de la raíz tradicional. Más bien, el integrante de C4 Trío se despoja del traje tricolor —cosa que ha hecho antes— y aporta una sonoridad especial, una onda world music, a piezas como “Cruzando laberintos” e “Irene”, en la que ejecuta su experimental cuatro con cuerdas de metal.

La que da nombre a la obra, cuya grabación contó con las maracas de Manuel Rangel y el bajo de Reynaldo Goitía, alias Boston Rex y líder de Tomates Fritos, representa un paso adelante en Alfred Gómez Jr. como compositor. Lo que alguna vez fui/ tengo que dejarlo ir, dice el cantautor como obligándose a evolucionar. Musicalmente, ofrece una atmósfera que la distingue de las demás canciones. Es la banda sonora de un viaje profundo.

Rodolfo Reyes, saxofonista de gusto exquisito, participó con su instrumento y el arreglo de los metales en “Cada cosa en su lugar” y “La fuerza de mi voz”, donde destaca el solo de fliscorno de Darwin Manzi. La primera de estas dos, por cierto, es otra simpática puerta de entrada a la música de Alfred Gómez Jr. para quienes aún no la han visitado. Un sonido cercano, por qué no, a Abre Páez (1999).

La primera vez que lo vi actuar en directo, pensé inmediatamente en Guillermo Carrasco, un amante de esa elegancia que duerme escondida en el cajón. Poco después, supe que estos dos personajes, criaturas de la misma especie y esquivos a la brecha generacional, se hicieron amigos. En fase de preproducción, el joven escribió un par de estrofas y un coro y se los envió al maestro diciéndole: ¿Qué piensas al respecto? Carrasco respondió con más versos y un puente. El resultado de ese diálogo artístico y hasta teológico es la reflexiva “Siempre escucha”. ¡Quién lo diría, Gómez y Carrasco se juntaron para un canto de fe!

No se puede escribir sobre este músico sin mencionar a Max Martínez, baterista, productor y artista de enorme sensibilidad que lo ha apoyado desde Simple. Sería un pecado también dejar de lado al equipo de ingenieros, entre ellos Darío Peñaloza, uno de esos héroes desconocidos para el público pero famosísimo entre los músicos. Y hasta aquí los créditos. Ahora crucen este umbral y crezcan en espiral ustedes también.

Este registro de 2014, grabado en el Teatro Cagigal de Barcelona, Venezuela, es una estupenda muestra de cómo suena Alfred Gómez Jr. y El Conjuntico en directo: https://www.youtube.com/watch?v=sW87zDRlw10&t=516s

Su página oficial: http://alfredgomezjr.moonfruit.com. Síganlo en Twitter e Instagram: @alfredgomezjr 

FOTO PRINCIPAL: Cortesía Yheizzi Pérez

ARTE DE LA CARÁTULA: Eduardo López

La gozadera debe continuar

La gozadera debe continuar

Entendámoslo de una vez: Los Amigos Invisibles mutaron. Mutaron para sobrevivir. La agrupación salió de un coma momentáneo y se encontró sin dos de sus seis extremidades, se lavó la cara y continuó su eterna gira. La grabación del unplugged —¿espasmos de la era MTV?— pareció retrasar una inevitable diligencia: escribir canciones, arreglarlas, firmar un nuevo álbum.

El Paradise, noveno trabajo de estudio de la banda venezolana, describe un bar a media luz para románticos y descarados. Un club en el que se encuentran lo funky y lo latino, el disco y el merengue, más arrabalero y menos elegante, todo pasado por un filtro como de finales de los años 70 y con bastante inclinación hacia lo sintético.

Desde la salida, a comienzos de 2014 y tras casi 25 años, del tecladista “Armandito” Figueredo, determinante en los arreglos, y del guitarrista José Luis “Cheo” Pardo, uno de los compositores, LAI en su versión 2.0 se dedicó a mantener a flote el negocio de los shows con la ayuda de los sustitutos respectivos. Presentó un lujoso unplugged en el que revisó su catálogo —grabado con la alineación original completa, quizá como hasta luego o adiós— y trabajó en una versión de “Otra cara bonita” en homenaje a Yordano.

Las fisuras ya se hacían evidentes en los tiempos de Repeat After Me, editado en abril de 2013, cuando ya el sexteto había dejado a su mánager de (casi) siempre, Lalo Noriega, y tenía rato viviendo desperdigado y mudado de Nueva York (salvo Cheo). Ese álbum encajaba en su rompecabezas gracias a hits como “Corazón tatú”, fiel a la tradición de LAI, y “La que me gusta”, que sumaba una variante brit pop al repertorio. También incluyó piezas orquestadas con el apoyo de Álvaro Paiva, como “Río porque no fue un sueño” y la instrumental “Robot Love”.

LAI había muerto, contó el vocalista Julio Briceño a El Nacional. Y cuando resucitó, al tercer día, ya no estaban ni Figueredo ni Pardo. “Maurimix” Arcas, percusionista, ocasional vocalista y también compositor de hits como “Ponerte en cuatro”, pidió un descanso. Tantos años de trote y de fines de semana ocupados pasaron factura. Recordemos que se vive de los conciertos, no de los discos. Que para entender a esta banda hay que verla en vivo. Y que LAI puede promediar unas 60 presentaciones al año, a veces menos a veces más. Echen números. Ni ellos mismos conocen la cifra histórica.

En directo, aunque basta con prestar atención para captar la diferencia, pueden maquillarse las ausencias. El sexteto sigue siendo la maquinaria festiva de siempre. La de los maratónicos medleys a modo de DJ set que no dan respiro a la audiencia. La que maneja con sutileza magistral los ánimos del público hasta llevarlo al pico máximo de euforia bailable. La del frontman convincente, gracioso e infalible. Pero en el estudio, donde se pone a prueba la creatividad pura, el reto es mayor.

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Para una banda experimentada, cada disco supone un desafío más grande porque busca mantener un pie en lo que representa, en su esencia, en lo que el público asocia con ella, y al mismo tiempo, una obligación a dar un paso adelante, evolucionar y sorprender. Esta vez, a LAI le costaron las dos tareas.

El abreboca pre-lanzamiento fue un bocadillo guapachoso, una especie de merengue titulado Dame el mambo”*, con letra reguetonera: Lo que tú tienes, flaca, es pa’ gozá’. Una medicina parecida viene con la primera cucharada del álbum. Se llama “Viajero frecuente del amor” y presenta elementos que ya son parte del sello LAI, salvo un puente que se sale de control. Ahí, en ese fragmento, suena como si Sandy y Papo hubieran tomado por asalto el estudio. Más adelante en el disco, vuelve ese beat sabrosón en “Ten cuida’o”*, otra pista con madera para sencillo promocional. “Como dice Jéctor, ni pa’ allá vo’a miral”, suelta Briceño, y comienza la picardía: ten mucho cuidao’ con mi mano abajo. El piano va marcando el paso en las estrofas. ¿Será la primera vez que suena un piano así en un tema de LAI?

Una voz engolada, presentador del bar al que uno supone con cara de charlatán, traje andrajoso, bigote anticuado y cabello engominado, va guiando el recorrido. Los invitados saltan a la vista —al oído, mejor dicho. La voz de Gil Cerezo, de Kinky, y otras pinceladas de los mexicanos, suenan en “Anestesiada”, un tema funky bubble gum del estilo “Plastic Woman”. Oscar D’León, quien pidió para la colaboración que no se le ofreciera una salsa, participa en el bossa nova “Sabrina”*, escrito por el bajista “Catire” Torres con Jorge Spiteri. Los Auténticos Decadentes (Argentina) se sumaron en la disparatada “Aquí nadie está sano”*. Y Elastic Bond (Miami) —en especial la voz de la hondureña Sofy Encanto— endulza la romántica “Espérame”*, otra candidata a single. Inevitable recordar la colaboración LAI-Natalia Lafourcade.

La banda volvió a jugar con el new wave a lo PP’s. ¿Recuerdan su cover de “Yo soy así” en Super Pop Venezuela (2005)? Bueno, “Cara e’ pasmao” es algo bastante similar. También insistió en un pop muy pop, tipo “Como lo haces tú” (Commercial) pero más frenético,  llamado «Si no estás tú»*. Y, en contraste, apenas ese termina, se pasa un switch y comienza “Contigo”, con un riff relajante, una letra cándida y un inocente arreglo de cuerdas.

Abundan los ruiditos y las atmósferas: un papelillo electrónico cubre todos los rincones, como quien quiere evitar los silencios incómodos. La guitarra perdió terreno y cedió su espacio a los sintetizadores. Dominan los coros deliberadamente pegajosos y predecibles. El Paradise no pareciera un disco concebido para la audiencia habituada al sonido LAI. ¿Podemos convenir que los mejores han sido The New Sound of the Venezuelan Gozadera (1998), The Venezuelan Zing a Song, Vol. 1 (2002) y Commercial (2009), o tienen otros en mente?—. Quizá funcione mejor para un público más virginal, menos familiarizado con los fabricantes de “El disco anal”. Quizá los consolide en el mercado mexicano. A lo mejor les abre otras puertas. Quién sabe.

Confieso que no puedo escapar de la nostalgia al percibir las amputaciones que sufrió esta banda, la favorita de tantos, que ahora va sin aquellos teclados y samplers tan auténticos y sin esa guitarra simpática y psicodélica. No he superado el despecho. Pero tampoco puedo dejar de celebrar que Chulius, Maurimix, Catire y Mamel (el baterista) mantengan vivo el beat. A fin de cuentas, la gozadera debe continuar… ¿O no?

 

*Un secreto: las que dejé en negritas son mis favoritas del álbum

El link para escuchar está por todo el texto. Por si no lo pillaste, aquí va de nuevo: El Paradise

Para la agenda de shows de LAI, click aquí

 

Nuestra propia nación

Nuestra propia nación

El messenger, sí, aquel software de la prehistoria en la que neandertales como yo descubrían la funcionalidad de sus pulgares opuestos frente a sus PC, permitía que el usuario sincronizara su reproductor de música e hiciera público lo que estaba escuchando. Esto, que ocurrió hace mucho mucho tiempo en una galaxia muy muy lejana, parecía una función insignificante, innecesaria, un exceso incluso. Pero no lo era. No, señores.

La herramienta de Microsoft asomó una posibilidad. Más tarde, se popularizaría en Facebook y Twitter de manera efímera —como ocurre todo en estos tiempos— la etiqueta #NowPlaying o #AhoraSuena. Era, en cierta forma, la manifestación de una necesidad, o acaso un reclamo. A veces, en esta evolución tan vertiginosa, desechamos buenas ideas deslumbrados por nuevos hallazgos.

No hace mucho me hice usuario (adicto) de Spotify, una aplicación —ya cerca de cumplir los 10 años— diseñada exclusivamente para reproducir y compartir música vía streaming. Francamente, un paraíso para melómanos. Allí, mientras escudriño el vasto océano de canciones, profundizo en la obra de algún músico y/o armo playlists caprichosos, se me muestra un cuadrito en el extremo superior derecho que me dice qué están oyendo mis amigos en ese preciso instante.

Los veo, al igual que yo, pasando de una canción a otra, enganchados con un autor, saltando entre géneros. Eclécticos, curiosos, desprejuiciados. No importa lo que esté ocurriendo en su cotidianidad, andan en lo mismo; saciando (o alimentando) esa sed inagotable, saboreando melodía, armonía y ritmo. Si quiero, con sólo un click, puedo atravesar el umbral imaginario y viajar a ese universo paralelo que habitan, y ellos, si lo desean, pueden hacerse huéspedes del mío. Una pendejada, diría quien ha leído hasta aquí. Pero para mí es más. Sí, gente, mucho más.

Casi todas mis amistades tienen la música y el humor como común denominador. En casa, no fuimos de bailar joropo estribillo, cantar fulías ni jugar con trompos y perinolas —¡Cómo iba a andar en esas si tenía que estudiar los movimientos de Omar Vizquel en el campocorto y superar los ocho mundos de Super Mario Bros 3! Pero sí crecimos todos muy cerca de un ritual pagano que jamás dejará de celebrarse.

El epicentro, nuestro Santo Grial, es el reproductor de música. En algún momento, las ondas provenían de un tocadiscos. Luego llegaron los equipos de cassettes y compactos, y luego Steve Jobs nos ofreció los iPods, iPads, iPhones. Pero la ceremonia continuó: maratones, en su mayoría sumergidos en licor, en el que rendimos culto a lo que consideramos los buenos artistas, los grandes cantantes, los extraordinarios compositores. Sentimos, honestamente, que los ídolos están ahí tocando exclusivamente para nosotros.

Todos estamos lejos ahora. De mis afectos, padres, tíos, primos, hermanos de sangre o de la vida, tengo algunos en Cumaná, el terruño, otros en Caracas, uno en Cuenca, Ecuador, y a partir de ahí dibujo un mapa de la diáspora venezolana en tiempos del chavismo: España, Argentina, Perú, Chile, México, Canadá, Estados Unidos… mientras tanto, escribo estas líneas desde Buenaventura, un rinconcito del Pacífico colombiano. Pero convivimos en un espacio etéreo y libre, más de sentimientos que de naturaleza y concreto. Y no, no es un grupo de whatsapp. Es el soundtrack de nuestras vidas.

Desde mi computadora, gobierno mi propia nación sonora. Una casa en la que espero recibir invitados. En estos tiempos difíciles, cualquier acercamiento cobra mayor importancia. ¿Y acaso la música que oímos no es parte de lo que somos, de lo que fuimos, de lo que hemos sido? Cuando miro ese cuadrito superior derecho, intuyo qué están sintiendo ellos, o qué están tratando de sentir. Sigo al corriente de quiénes son y en quiénes se están convirtiendo.

En esa isla virtual seguimos conviviendo sin ninguna frontera que nos separe, sin husos horarios, visas ni pasaportes. Seguimos conectados a través de un cordón fundamental de nuestras existencias. Seguimos celebrando, no como quisiéramos pero como nos ha tocado, aquel ritual en el que la música, catalizador de nuestro afecto, es protagonista.

 

COMENTARIO: Pero —siempre hay un pero— fíjense ustedes: Venezuela, incluso en esto, vuelve a ser el país de los asteriscos, el que se excluye de las ofertas, el ejemplo de trabas y bloqueos asociados íntimamente a los designios de una administración inepta, retrógrada y corrupta. Para acceder a la aplicación que me inspiró a redactar estos párrafos, quienes permanecen en territorio venezolano deben valerse de una triquiñuela cibernética (click aquí para más señas). Si lo logran, para contar con un servicio óptimo, deben pagar una tarifa que fuera del país es aceptable pero dentro podría convertirse en un gasto inmanejable. En fin, otra forma de censura. Otra zancadilla. 

PÍLDORAS: Mientras escribía, me vinieron a la mente tres obras. La primera es Mister Holland’s Opus (1995), una película en la que Richard Dreyfuss interpreta a un maestro de música que tiene un hijo sordo y debe encontrar la manera de conectarse con él a pesar de que el pequeño, debido a su limitación, no puede comprender el porqué de su pasión por el oficio. También pensé en dos títulos basados en investigaciones sobre el poder que tiene la música para evocar recuerdos, e incluso para activar regiones dormidas del cerebro en pacientes con trastornos severos de la memoria. La primera se llama The Music Never Stopped (2011) y tiene en el elenco a J.K. Simmons (el director del periódico caricaturesco de Spiderman o el profesor superestricto de Whiplash). Y la otra es el documental Alive Inside: A Story of Music and Memory (2014), que demuestra los beneficios de la musicoterapia en pacientes con alzheimer. Contiene escenas milagrosas de muertos en vida que reaccionan cuando oyen sus piezas favoritas. El proyecto, que comenzó por iniciativa de un solo hombre, devino en la fundación Alive Inside.

FOTOGRAFÍA: Daniel Guarache Ocque

Ska con crisis de identidad

Ska con crisis de identidad

Los resultados de un experimento fantástico salieron a la luz en diciembre, aunque Venezuela, como ha ocurrido en los últimos años, estaba pendiente de cualquier otra cosa más urgente. Tras celebrar su 30 aniversario, Desorden Público, por primera vez, compartió la custodia de una criatura. No lo hizo con cualquiera; se trata de un ensamble de cuatristas que representa lo más interesante que ha ocurrido en la música venezolana en lo que va de siglo.

Esto es un ska con crisis de identidad, confiesa Horacio Blanco sobre una base que conjuga su ritmo predilecto con el joropo oriental. Es la décima pista de Pa’ Fuera, el álbum que grabaron con C4 Trío. No es una frase de relleno en procura de una rima. Es el reflejo de un (auto)cuestionamiento constante que siempre desemboca en la misma idea: la música es como la plastilina. Lo inalterable es historia.

Renombrado irónicamente “Esto NO es ska”, el tema propone una revisión de la declaración de principios que la banda presentó en su homónimo LP debut de 1988. Esto es ska, si no te gusta te vas, cantaban saltando hiperquinéticos entre los tiempos de Lusinchi y CAP II. Poco después, en su segundo trabajo llamado En descomposición (1990), seguían justificando su “ska de acá”: La música es de donde uno la toca, y yo toco lo que me provoca.

Y esta vez, ya con canas e hijos, les provocó jugar con su propia obra. La intervención de los cuatristas Edward Ramírez, Héctor Molina y Jorge Glem, quien además asumió el rol de productor, hizo que la raíz tradicional se expandiera como la de un ficus centenario, como una planta trepadora que colonizó todos los rinconcitos que cedió la propuesta original. El cuatro venezolano, que ha evolucionado a un ritmo vertiginoso en los últimos tiempos, se adhirió a la esencia de Desorden Público hasta redimensionar una docena de sus canciones.

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En este universo, aquella queja escrita en 1985 se titula “¿Dónde está er futuro?” La ele por la erre, con dicción de pescador. No tiene nada de ska, ni siquiera la típica guitarra cruzada. Es un joropo oriental, con un cotorreo al estilo del cultor Hernán Marín. Después de 30 años, DP se sigue haciendo la misma pregunta: Yo no sé si ya estoy ciego o estoy muerto/ si estoy viejo, si estoy tuerto/ pero lo importante, hermano, es que aún yo no lo veo/ el futuro no lo veo. 

Antes de terminar, la modernidad arropa abruptamente la canción y se produce una sensación tipo “Englishman in New York” de Sting, que corre el riesgo de asemejarse a aquellas fusiones desechables, etiquetadas como neofolclor, enviadas con apuro a las emisoras radiales cuando entró en vigencia la ley que las obliga a poner música criolla.

A veces, lo que parece una guitarra o un sintetizador, es un cuatro procesado. Ocurre en “El tumbao de Simón Guacamayo”, en la que el ska se fue de vacaciones. La letra, que habla de un hombre-leyenda con poderes mágicos, se realza. El vocalista canta relajado, apoyado en una base rítmica que contó con dos excelsos instrumentistas invitados: el bajista Rodner Padilla y el percusionista Diego “el Negro” Álvarez.

El intro de “Combate” es como una marca registrada de C4 Trío. Es una ensoñación producida, no por una píldora sino por instrumentos acústicos. Es como el dulce típico más exquisito, pero en forma de sonido. Esa es la única pieza de Diablo (2000) y la única que no proviene de los tres discos más celebrados de DP: Canto popular de la vida y muerte (1994), Plomo revienta (1997) y el primero ya mencionado.

En ocasiones, es como si a la original se le agregara más sal, pimienta y especies, más sazón. Un cubito Maggi de cuatros explosivos. Es el caso de “CUATRO popular de la vida muerte” y “Gorilón”, que sigue siendo ska, pero confrontado por un golpe tamborero guatireño, en un arreglo concebido por Gustavito Márquez, bajista de C4 Trío.

“La danza de los esqueletos” se convirtió en el “Merengue rucaneo de los esqueletos”, que quizá hubiese sido más provechoso como número instrumental. Es una de las letras geniales de Horacio Blanco: una fábula fantasmagórica contra la discriminación en todas sus formas. Pero en la nueva versión, al convertirse en merengue caraqueño, se comprimió la métrica y el vocalista debe poner el acento siempre en una sílaba incómoda. Es un reto innecesario. Se percibe la complejidad del arreglo y su sofisticación, pero la canción sufre. Los experimentos son bienvenidos, aunque no siempre den buenos resultados.

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“Es importantísimo romper esos tabúes. La música venezolana es la hecha por venezolanos”, dijo Glem, el productor del álbum, complacido por el acercamiento, que espera, se pueda reproducir en el público. Que los fanáticos del ska se aproximen, al menos de manera tangencial, a la música criolla. Que entiendan el cuatro como un vehículo para viajar a insospechadas sonoridades.

Aunque Desorden Público jamás se había empapado de folclor, musicalmente nunca fue una isla británica o jamaiquina en Venezuela: desde que el percusionista “Oscarelo” Alcaíno llegó al primer ensayo, comenzaron a saborear ingredientes de salsa, cumbia, dance hall, merengue dominicano, guaracha… Cada uno de sus discos es resultado de esa búsqueda desprejuiciada.

***

Los hits también sufrieron la metamorfosis. “Tiembla”, por ejemplo, tiene subtítulo: “De Carúpano al Callao”. Es de esas canciones que hacen vibrar a la audiencia sin importar el formato ni la ocasión. En cada presentación, sea en los Rock & MAU o en los conciertos de C4 Trío, cuando Horacio Blanco sale y canta Vivo en un lugar que despierta bajo un mismo sol, el público automáticamente se levanta de sus asientos. En Pa’ Fuera se convirtió en una suerte de calipso. Es carnavalesca y se vale de una charrasca —güiro, para los dominicanos— como en un buen tema de Juan Luis Guerra. Las trompetas abandonan el patrón original, pero esa variante las vuelve simpáticas. En fin, es un tiro al piso.

“Mal aliento”, otro de los clásicos, comienza como un reggae e incluye elementos de contradanza zuliana y un interludio de tambores con una ingeniosa poesía grotesca: Mujer hermosa, no confundas mi reproche/ mi sol, mi luna, que se eclipsan en tu boca/ Ingrata fortuna, a trueque de tus favores/ de ti se brotan, complicados los hedores. No olvidemos que esta canción es el anti-romance. La respuesta de DP a las baladas de Montaner, Guillermo Dávila y lo que mandaba en la radio de la segunda mitad de los 80.

“Allá cayó”, otro gran hit, también ha probado su efectividad para agitar multitudes. Esta crónica de la violencia criminal en Venezuela, que data de 1997, tiene varios ingredientes, incluido algo brasileño, un poquito de merengue caraqueño y quizá una pizca de joropo, pero sobre todo está basada en dixieland estadounidense.

“Valle de balas”, el encendido merengue-ska, cambió su nombre a “Valles del Tuy de balas”, porque no es ni ska ni merengue; es un joropo tuyero. Edward Ramírez, apasionado del género, tocó su cuatro de cuerdas metálicas —que emula al arpa— e invitó al cultor Mario Díaz. Es un momento interesante porque no suenan vientos ni batería. Es una versión intimista, muy rural aunque hable de Caracas. En el contrapunteo, se muestra el grito desesperado de una canción que quisiera autodestruirse: Cómo quiero a esta ciudad, por su gente maltratada/ yo la sueño más decente, más amable, más aseada/ que se acaben las pistolas que de bueno traen nada/ que algún día sea historia este pregón, esta añoranza.

«Vaya pue” es una de las apuestas más interesantes del álbum por el simple hecho de que DP, por esa única vez, le devolvió la pelota a C4. Se trata de una canción de Ramírez, del disco Entre manos (2009), que sirve de descanso instrumental en la mitad del recorrido. Es un ska tranquilo y colorido.

Pa’ Fuera no sólo reúne a dos generaciones de artistas. También conjuga expresiones musicales que regularmente no congenian, dejando a su paso un mensaje de tolerancia y admiración mutua en un país marcado por la división y la rabia. Además, persiste en la búsqueda de un sonido genuino, aunque, como una vez dijo Yordano, identidad es aquello que encuentras cuando dejas de buscarlo.

 

COMENTARIO: C4 ha logrado lo impensable. Ningún ensamble de cuatristas ha llegado tan lejos. Ha puesto de pie al público del Aula Magna de la UCV y del Teatro Teresa Carreño. Es capaz de deslumbrar a todo el que se le para enfrente. De Víctor Wooten a Dream Theather, de Jorge Drexler a Carlos Vives, todos tienen palabras de admiración hacia el ensamble.  Un latin grammy. Giras por Venezuela, Europa y Estados Unidos. Cinco álbumes —los dos primeros, más los que hicieron con Gualberto Ibarreto, Rafael “Pollo” Brito y Desorden Público— y el que lograron en directo con agrupaciones hermanas de la Movida Acústica Urbana. También lanzaron un DVD para celebrar sus 10 años de carrera, acompañados por luminarias como Oscar D’León, entre otros. Pero —siempre hay un pero— dejo acá un consejo que nadie me ha pedido, aunque sé lo difícil de la tarea: quizá, después de siete años de Entre manos, va siendo hora de que C4 Trío edité de nuevo un disco de C4 Trío.

FOTOGRAFÍAS: Daniel Guarache Ocque. Concierto de C4 Trío (Horacio Blanco como invitado). Cumaná, 23 de agosto de 2014

 

 

 

 

Caracas, capital del rock iberoamericano… hace 25 años

Caracas, capital del rock iberoamericano… hace 25 años

La anécdota favorita por unanimidad corresponde al cierre. Como Jimi Hendrix en Woodstock, Gustavo Cerati, al frente de Soda Stereo, gran banquete de la primera y única edición del Festival de Rock Iberoamericano, cantaba “Cae el sol” cuando un resplandor surgía tras la montaña e iluminaba a los fans eufóricos en el Autocine El Cafetal. Amanecía el lunes 11 de noviembre de 1991.

El domingo en la noche había caído un diluvio en el valle de Caracas. Para colmo, Adrián Taverna, ingeniero de sonido de la banda argentina, giró las perillas de la consola a tal punto que quemó las cornetas. Pero Cerati, Bosio y Alberti, a pesar de todas las vicisitudes, se comprometieron a tocar a cualquier hora. Los seguidores, que habían pagado sus entradas para verlos quizá a la medianoche, presenciaron el show de los autores de «Persiana americana» después de las 4:00 am.

«Cerati terminó llorando de la emoción porque fue como una película», dice el periodista Boris Felipe, que trabajó en la producción del festival. «Ellos mismos se bajaron mirando los relojes, sorprendidos. Nunca habían tocado a esa hora. Todo terminó a las 7:00 am de un lunes. Puedes imaginarte a todos los rockers bajando por El Cafetal a las 8:00 am, mientras los demás salían de sus casas a trabajar y a estudiar».

Togtron, una compañía que había sentado un precedente trayendo al país a artistas como Al Di Meola, Chick Corea, José Feliciano, George Benson y Herbie Mann, anunció una programación dorada, «como para no creerlo», escribía Gregorio Montiel Cupello en El Nacional.

El cartel incluyó cinco fechas en dos fines de semana: sábado 2 y domingo 3, y luego el viernes 8, sábado 9 y domingo 10 de noviembre. Además de Soda Stereo, llegaron a Venezuela, de Argentina, artistas como Patricia Sosa y Fito Páez, que promocionaba su álbum Tercer mundo y todavía no había explotado de fama, como ocurrió al año siguiente con El amor después del amor. De España, se presentaron Miguel Ríos y la agrupación La Unión, intérpretes del clásico «Lobo hombre en París»; de Brasil, Os Paralamas Do Sucesso; y de Chile, Los Prisioneros, dueños del megahit «Tren al sur».

«El show marcó pauta porque llegaba en un momento en que el rock en castellano funcionaba muy bien en la radio y la televisión venezolana», recuerda el locutor Polo Troconis. Erika Tucker tenía el programa A Toque, que era trasmitido a través de Venezolana de Televisión, y Eli Bravo, Sonoclips en Radio Caracas Televisión. Existía Rockadencia, de Fernando Ces y Guillermo Zambrano, en la 92.9 FM, y el propio Troconis conducía La Tarde y Parte de la Noche a través de Radio Nacional de Venezuela, en el que era determinante la musicalización de Tibisay Hernández.

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Desde las primeras fechas comenzaron los problemas. Los productores venezolanos, no acostumbrados a organizar festivales de tal magnitud, aprendían sobre la marcha. La cobertura periodística se complicaba, tanto así que la reportera Margarita D’Amico dedicaba más espacio en este diario (El Nacional) a sus quejas que a los espectáculos.

Los Rodríguez visitaron el país en esa ocasión y Andrés Calamaro no volvió a Venezuela sino en julio de 2010. Boris Felipe estuvo con ellos: «A mí me tocó estar una semana entera acompañando a Los Rodríguez y a Calamaro, y nadie sabía quién era. Él podía caminar desnudo por Plaza Venezuela y nadie se enteraba. Era un tipo raro. Recuerdo que estaba leyendo una biografía de Frank Sinatra, y durante varios días estuvo siempre en la misma página del libro».

«Desorden Público, Zapato 3 y Sentimiento Muerto ya tenían una legión de fans», cuenta Juan Carlos Ballesta, editor de la revista Ladosis: «Habían tocado juntos dos años antes en el Nuevo Circo, en el Encuentro en el ruedo (1989). Para todo el mundo era una maravilla tenerlos ahí en un mismo sitio. Que se hiciera ese festival fue algo increíble, como un sueño. Al principio, nadie lo creía del todo, hasta que realmente ocurrió».

Miembros de la santísima trinidad del rock pop venezolano de los últimos 30 años aparecen en la reseña que hizo Daisy Fuentes para MTV Latinoamérica, así como miembros de Seguridad Nacional. Entre los pocos registros que ofrece Youtube de aquella cita, hay algunos fragmentos de las presentaciones de Los Prisioneros, La Unión, Fito Páez y Soda.

Por estos días también se cumplen dos efemérides que registran un momento cumbre del rock nacional (y el locutor Max Manzano le dedicó el Rock Fabricado Acá en La Mega el domingo pasado). En esa tarima del Rock Music 91 —ese era el apellido del festival— Zapato 3 estaba a punto de despegar como la gran banda del país, apoyada en su disco Bésame y suicídate y la astucia del mánager Mario Carabeo. A la vuelta de la esquina estaban sus mejores años. Sentimiento Muerto, por su lado, entraba en su etapa final tras la edición de su último trabajo, Infecto de afecto.

Todos, y no sólo en Venezuela, concuerdan en que fue un evento histórico y, a pesar de intentos posteriores, irrepetible. Una suerte de Woodstock latinoamericano, salvando distancias: «Nos calamos todo —dice Ballesta— amanecimos, nos mojamos con la lluvia, hicimos colas inmensas y esperamos, pero ninguno de los problemas impidió que la gente lo disfrutara».

 

Versión actualizada de un trabajo que escribí para el diario El Nacional en noviembre de 2011. La sección POLAROIDS de este sitio está destinada precisamente a rescatar textos ya publicados

La poesía y la miel

La poesía y la miel

La suya es una voz que emerge del subsuelo, que tiene una raíz profunda. Suena como si hubiese muerto hace mucho y nos preparara para oírlo en este viernes gris y un día después de… Y de alguna manera, cosa paradójica, nos hace sentir más vivos. Como la miel, la poesía es imperecedera. Las verdades burlan la descomposición, sobreviven a ella aunque la invoquen. ¿No es así, Mr. Cohen?

Los seguidores del canadiense salieron ayer de sus cuevas. Sus admiradores hablan bajito, susurran, sienten sin exteriorizarlo demasiado y no se congregan en público. Se manifiestan con la piel erizada y no con gritos de euforia. Agradecen dos versos punzantes en lugar de un beat frenético. Las canciones de Leonard Cohen son experiencias individuales, íntimas, serias. Son casi ceremonias.

Hubo un punto de quiebre en su vida. El año 1966 lo encontró, a sus 32 años, con tres libros de poesía editados —Let Us Compare Mythologies (1956), The Spice-Box of Earth (1961) y Flowers for Hitler (1964)— y dos novelas publicadas —The Favorite Game (1963) y Beautiful Losers (1966). Todos sus libros habían sido alabados por feroces críticos, pero su cuenta bancaria seguía seca; y la canción fue el camino que encontró para expandir su audiencia y, de paso, ganarse el pan.

En In my life, álbum editado en noviembre de 1966, la cantante estadounidense Judy Collins incluyó el hit del mismo nombre de Lennon/McCartney, así como canciones de Bob Dylan, Donovan y Randy Newman. El LP, que vendió más de 500.000 copias, presentó dos piezas de Cohen: “Suzanne” y “Dress Rehearsal Rag”. Al año siguiente editó Wildflowers e interpretó otras tres del poeta: “Sisters of Mercy”, “Priests” y “Hey, That’s No Way To Say Goodbye” y de nuevo vendió más de medio millón de ejemplares.

Collins no sólo fue la primera en interpretarlo y presentarlo a un público masivo. También fue ella quien lo estimuló a cantar sus temas. Y fue en la primavera de 1967 que Cohen salió a un escenario, muerto de miedo. Una cosa llevó a la otra y John Hammond, el mismo cazalentos que firmó a Dylan y a Bruce Springsteen, le extendió un contrato al tímido poeta judío para que grabara su primera placa: Songs of Leonard Cohen.

El resto es historia. Venció el pánico escénico y aprendió a cantar, sin dejar de ser taciturno, llevando él mismo su mensaje de franqueza, escarbando en lo oscuro y debatiendo con la religión, embriagando a todos. También lidió con los asuntos que complican la vida de cualquier roquero, aunque él rock, estrictamente rock, no hizo, y aún así llegó al Rock and Roll Hall of Fame en 2008. Depresión, drogas, alcohol, estafas de productores, litigios… Si fue prolífico, no lo sé. Depende del lente con que se mire: en los 70 editó tres discos, en los 80 dos y en los 90 sólo uno. Pero los poetas nunca buscan cantidad. ¿Para qué? ¡Si te hacen llorar con una sola estrofa!

 

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Jeff Buckley, prometedor artista californiano que se ahogó en un río de Tennessee a los 30 años de edad tras el lanzamiento de su único LP, hizo la versión más popular de “Hallelujah” en 1994. Luego, la canción llegó incluso a formar parte de la banda sonora de Shrek. Algunos, aunque suene disparatado, llegaron hasta Cohen a través de esa escena melancólica del simpático ogro.

Aparte del de Buckley, existe un montón de covers de ese tema: Dylan, Willie Nelson, John Cale, K.D. Lang, Bono, Regina Spektor, Justin Timberlake… Son muchos. Además, U2 hizo un dueto con él en una nueva “Tower of song”. REM tocó “First We Take Manhattan” y, en el mismo año 1995, Tori Amos grabó “Famous Blue Raincoat”. Recientemente, Lana del Rey mostró su lectura de “Chelsea Hotel N°2”. Y muchos recuerdan la “Suzanne” de Nina Simone (1969) y la versión de Joe Cocker de “Bird On a Wire”, que también interpretó Johnny Cash.

Sí, crece exponencialmente el legado de un artista cuando habla a través de diferentes parlantes. Vence incluso la brecha idiomática —Joaquín Sabina, criatura de la misma especie, suele traducir sus canciones, las del canadiense, al castellano. Pero quizá para recibir esas letras en su fórmula concentrada, más vale recurrir al autor, ganador del Premio Príncipe de Asturias. No nos conformemos con las mencionadas en el párrafo anterior. Pasemos por “Dance Me To The End of Love”, “Everybody Knows”, “So long, Marianne”… Bueno, ya esto es mucha arbitrariedad. Completen ustedes la lista.

Es curioso que siempre escribamos obituarios de personajes que nunca mueren. Tal como hizo David Bowie a comienzos de este fatídico 2016, Cohen escribió su propio epílogo y lo tituló You Want It Darker. “I don’t need a pardon, no/ There’s no one left to blame/ I’m leaving the table/ I’m out of the game (…) I’m Ready, My Lord”, nos dice el hombre cansado de 82 años, despidiéndose. No ha pasado un mes desde el lanzamiento de ese último disco y ya Cohen partió desde Los Ángeles, California, a un lugar desconocido. Pero a quién le importan los días, los meses y los años, cuando la poesía es miel, es atemporal, imperecedera, eterna.

El tren de Yordano

El tren de Yordano

La vida es un tren en movimiento. No existe metáfora más clara. La clave pareciera precisamente aceptar la travesía con sus mieles y sus tormentas; entender que siempre, aunque alguna fuerza nos empuje fuera, es preciso volver a los rieles. Yordano se vio obligado a bajar en la estación pasada para luchar contra un enemigo implacable. Afortunadamente, ese round lo ganó por knockout.

No es la primera vez que fragua un retorno. El artista y Sony Music decidieron darse una segunda oportunidad después de 20 años. Tras aquella efímera y tormentosa relación, a mediados de los 90, vivió una de sus épocas más difíciles. Se encontró fuera de sitio, catalogado como un producto vencido, encerrado en la casilla del fulano boom del pop venezolano de los 80. Persistente y testarudo, se labró un camino independiente y subió la cuesta. La luz vino con El deseo (2008) y Sueños clandestinos (2013), nominado al Latin Grammy en la categoría de Mejor Álbum Cantautor.

El tren de los regresos era materia pendiente. No es un disco de duetos convencional, porque el de la iniciativa no fue el artista sino la disquera. Tampoco se encargó de los arreglos; los invitados lo hicieron. Por primera vez en su carrera, el protagonista llegó de último a la fiesta y le puso la guinda a la torta.

El álbum se concentra en hits de 1984 a 1990. En aquellos días al músico le salían las canciones por los poros. Estornudaba y ¡pum! Le venía la primera línea de “Perla negra”. Ocho de 10 corresponden a los tres trabajos junto a la Sección Rítmica de Caracas y el productor Ezequiel Serrano: Yordano (1984), Jugando conmigo (1986) y Lunas (1988). El resto, “Madera fina” y “Robando azules”, pertenecen a la etapa de su ensamble Ladrones de Sombras y el compacto Finales de siglo (1990).

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Para El tren de los regresos, Sony convocó a su staff de artistas afines al caraqueño nacido en Roma. Y quizá gracias a eso, esta vez sí, Yordano consiga lo que tanto reclamó en el pasado: mayor exposición internacional. Son 10 vagones que viajan a diferentes velocidades, narrando historias de amor y desamor, dejando en el camino la melancolía y mirando hacia adelante. En cada uno, un amigo, y por cada amigo, una canción.

Ya existía un “Manantial de Corazón” de Willie Colón, un “Por estas calles” que se apropió Famasloop y una lectura funky de “Medialuna” que hizo Los Amigos Invisibles hace 10 años. Pero nada de duetos.

Revisemos el compilado pista por pista. Yordano, por fin, grabó con dos paisanos que son los artistas pop de su generación con más fama fuera de las fronteras venezolanas. Los tres provienen del mismo punto de partida: la era de Rodven Vs. Sonográfica. Quizá por ese origen común, esas parecieran las versiones más logradas.

  1. Franco De Vita recordó “Días de junio”. Rítmicamente similar a la original, pero con un piano sofisticado y protagónico. Se van repartiendo los versos y, en un punto sublime, se juntan. La voz de Yordano abajo, la de Franco arriba. Una dupla bien pensada, con sentimiento y sabor latinoamericano. Reluce la destreza de dos grandes del negocio musical.
  2. Por ese camino va “En aquel lugar secreto”, con Ricardo Montaner, que comienza como balada y se va acercando a un bolero orquestado. Es un romance de cualquier época bajo sol tropical. Un verdadero clásico en el que nada, absolutamente nada, desentona.
  3. Carlos Vives obtuvo la joya de la corona. La envolvió y se la llevó a su refugio, a su estilo, a donde se siente más cómodo. Yordano simplemente lo acompañó en el recorrido. Es un “Manantial de corazón” producido al estilo de El rock de mi pueblo. Guitarras eléctricas distorsionadas, baterías y efectos del vallenato moderno, con el tempo acelerado. El acordeón se asoma al final, como si hubiese recibido tarde la invitación. La letra, el contenido melancólico de la canción, cede su espacio a los saltos y al baile. Es una lectura evasiva de una escena deprimente.
  4. La otra joya que viaja en el tren le correspondió al también colombiano Andrés Cepeda. Es una “Perla negra” de la Belle Époque. Ya no es una prostituta latinoamericana. Esta vez el personaje mudó su negocio —su cuerpo, está claro— a París, a Nueva Orleans o al Atlantic City de los años de la prohibición. Cambió el Caribe por un abrigo de pieles que envuelve su piel desnuda. Dejó el ron por un bourbon, y el puro por un cigarrillo con boquilla. A pesar de todo, su drama sigue siendo el mismo.
  5. Gian Marco (Perú) se encargó de “Locos de amor”, una de las canciones más celebradas de Yordano. Como dijo el propio autor, la versión se parece a lo que él quiso hacer y no hizo en la grabación original de 1988. Es una pieza corta, fresca, muy radiable y sin complejo alguno. No hay mucho que inventar. Es una melodía y una letra que cautivan a la primera. Entonces, ¿qué hacer? Dejarla fluir naturalmente.
  6. El mismo criterio, aplicado de una forma incluso más radical, funcionó en las dos pistas siguientes. Santiago Cruz, un entrañable cantautor colombiano que debe medir los 1.88 metros de Yordano, respetó la esencia de “Hoy vamos a salir”; la grabó sólo con guitarras, manteniendo el intro y las transiciones. Duración: 2 minutos, 50 segundos. Es una de esas composiciones que oyes y piensas: ¿qué se le puede hacer a esto para mejorarlo? Pues nada. Dejarla como está. En fin, es un lindo dueto sobre una base… llamémosla minimalista.
  7. La talentosa flaca puertorriqueña Kany García se adentró en “Madera fina”, en este caso con ciertas variantes en los arreglos. Guitarras, un piano tímido, bajo y percusión menor. Más nada. Lo nuevo: las armonías vocales. Queda claro que García escuchó con atención lo que hizo Trina Medina en el registro de 1990.
  8. “No queda nada” suena distinta. Axel, como buen argentino, le metió una jeringa y le extrajo todo lo caribeño. La pieza, la que Yordano escogió como tarjeta de presentación para convencer a la disquera de su valía hace más de 30 años, suena a una balada romántica más común. Es una buena canción, y las buenas canciones se sostienen sobre cualquier estructura, pero cuesta escucharla sin ese bajo sobrio y solitario de la versión original, sin esas congas que hacen del despecho algo manejable, algo de lo que el despechado sabe que en el futuro podrá reírse con sus amigos. En esta grabación, no. Acá el guayabo es algo muy pero muy serio. Sospecho que funcionará perfectamente, al igual que el resto, en oídos virginales, oídos que no crecieron en un país cautivado por Yordano.
  9. Servando y Florentino se atrevieron. Convirtieron “Robando azules” en una bachata. ¡Y funciona! Es uno de esos casos que demuestran que muchas veces no importa el qué sino el cómo. Extraño el eco de “¡ella va!” en la voz de Trina Medina, pero esas son vainas mías. Se percibe el goce del dúo al trabajar con el ídolo. Hacia el final, después de un solo silbado, llega el clímax cuando entrecruzan sus voces: primero la de Florentino, luego la de Servando y finalmente el inconfundible tono de Yordano. Contra todo pronóstico, esta es una de las que más disfruto del álbum.
  10. El décimo vagón —que partió de primero, porque fue la primera canción publicada— es un tiro al piso. Si ponemos en una ensalada a Los Amigos Invisibles, una cumbia, Yordano, “Otra cara bonita” y lo mezclamos todo, ¿qué puede salir? Una fiesta, eso seguro. Y así ocurrió. La banda funk venezolana escogió un tema que pudiera manipular como plastilina y darle un barniz colombiano y sabrosón. Lo usaron como título de su gira de 2016 y crearon un simpático videoclip protagonizado por un pug. Además, como maestros en el manejo del timing de sus shows, encontraron en esta versión una interesante variante. En Bogotá, por ejemplo, presencié a una multitud bailándola encantada el mes pasado.

En resumen, El tren de los regresos es una compilación con sonido impecable y delicados arreglos, que funciona como una revisión en retrospectiva de sus temas antes de que pasemos página hacia lo próximo. Es como si Yordano nos estuviera recordando quién es y qué historias nos ha contado mientras prepara el ambiente para su siguiente hallazgo.

“Estoy feliz de estar aquí porque estoy vivo”, dijo el 16 de marzo en una rueda de prensa en el Centro BOD de Caracas, cuando anunció su acuerdo con Sony y el inicio de las grabaciones de este álbum. También adelantó que está trabajando en un disco de temas nuevos —el primero desde Sueños clandestinos— con José Luis “Cheo” Pardo, excelso guitarrista y creativo productor, también conocido como Dj Afro, ex integrante de Los Amigos Invisibles y principal artífice de Los Crema Paraíso. Yo, lo confieso abiertamente, no aguanto la curiosidad por saber qué se traen esos dos entre manos.

 

PÍLDORA: No se pierdan la remozada página de Yordano y súbanse al tren. Repito acá el enlace por si acaso: www.eltrendelosregresos.com. Si andan por Miami este fin de semana, véanlo en directo este domingo 6 de noviembre en el Miramar Cultural Center (Información).  E insistiré en esto, a pesar de cometer el pecado mortal de la autopromoción: los antecedentes de esta historia están relatados en el libro Yordano por Giordano, disponible en formato físico en las principales librerías del país y, en digital, en Libros en un click.

Foto principal: Daniel Guarache Ocque. Festival de la Lectura de Chacao. Plaza Francia de Altamira, Caracas. Abril, 2016

Judas, Premio Nobel de Literatura 2016

Judas, Premio Nobel de Literatura 2016

Primero, un vistazo al libro de reclamos, del sarcasmo a la ira. Que a Murakami lo vieron esta tarde en una tienda de guitarras. Philip Roth, ponte a cantar. Que escritores y poetas ya pueden aspirar al Grammy. ¿Tendrá Amos Oz buena voz? Que el próximo año le darán el nobel de literatura a un físico cuántico y cuidado si consideran a Arjona para 2017 (¡hasta cuándo hablaremos de Arjona!). Que la Academia Sueca se decantó por Bob Dylan porque no pudo llegar a un consenso con respecto a ningún escritor. Juan Luis Guerra, próximo nobel de química. ¡Qué vergüenza, reconocieron a un cantante (sic)! Hubiese preferido que sacaran del sótano a algún escritor desconocido. Que esto, que aquello… Ceños fruncidos, caras largas. ¡Ay, la Academia, fin de mundo!

Y el señor Robert Allen Zimmerman, a sus 75 años, guarda silencio. Los mira a todos desde sus lentes oscuros, tranquilo, ni molesto ni contento. Es un día más. Quizá para tomar la guitarra, el papel y el lápiz, a ver qué sale hoy. Ya son muchos premios Grammy, un Oscar, el Pulitzer, el Príncipe de Asturias… Todos por algo parecido a lo que acordó anunciar el jurado tras una semana de retraso: “Por haber creado una nueva expresión poética dentro de la gran tradición estadounidense de la canción».

¿Sorpresivo? Claro. ¿Controversial? Mucho. Y no vamos a machacar la idea de su influencia (literaria) sobre las bandas con mayor alcance masivo, aunque no se me ocurre otro artista que haya impactado de igual manera en los Beatles, los Rolling Stones y U2, por ejemplo, y que al mismo tiempo su hiedra haya alcanzado a trovadores y cancionistas hispanoamericanos. Antes de Dylan, en la radio se cantaba sobre amor, bailecito y despecho. Pero, insisto, ese es un tema para otro día. Dejemos las guitarras, pianos, bajos y baterías a un lado. ¡Lo musical está prohibido hoy!

Es autor de dos libros: Tarántula (1971), compendio poético que habla de la década en la que revolucionó la música folk, mutó para ser roquero y se convirtió en la máxima figura de la contracultura estadounidense; y Chronicles (2004), la primera parte de su autobiografía —quizá estaba esperando este premio para publicar la segunda entrega. Pero, ¿a quién vamos a engañar? ¡Si donde reposa su valor literario es en las canciones, en los discos, en una obra cuyo vehículo funciona con el combustible do-re-mi-fa-sol-la-si?

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¿Cantar y tocar la guitarra son motivos para descalificación de un premio que reconoce el impacto de una obra literaria? ¿Ese es el argumento? No lo creo. Tendríamos que retirar el galardón a los dramaturgos, ¿o no? Ellos no escribieron para ser leídos; lo hicieron para que un grupo de actores, con escenografía, vestuario, utilería e histrionismo, nos contaran una historia.

Es comprensible que cueste digerir la noticia, sobre todo si el indigesto no se ha dejado llevar por, no digamos los treinta y pico de discos que ha grabado desde el homónimo de 1962, pero al menos por la columna vertebral de su obra. Es más, conformémonos con parte del material que produjo en los años 60: The Freewheelin’ Bob Dylan (1963), The Times They Are a-Changin’ (1964), Bringing It All Back Home (1965), Highway 61 Revisited (1965) y Blonde on Blonde (1966), todos editados en cuestión de tres o cuatro años, cuando al tipo le venía toda la poesía cruda como un manantial. Quién sabe si se encuentran más verdades en esas canciones que en kilómetros de revistas literarias.

Dylan pertenece a una generación en la que todos se retroalimentaban. Aunque su inspiración musical provenía de personajes como Woody Guthrie, convivía con gente como Jack Kerouac, William Burroughs y Allen Ginsberg. Este último se convirtió en uno de los promotores del valor literario de su trabajo, por cierto.

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Sí, Philip Roth podría ganar el Premio Nobel de Literatura. También Amoz Os. No sé si Murakami; eso se lo dejo a los críticos literarios. Agregaría a la lista, respetuosamente, a Cormac McCarthy, autor de algunos de los libros que en tiempos recientes, al menos a mí, más me han emocionado. Sí, ellos lo merecen, seguramente. Pero el aporte literario de Dylan es innegable. ¿No es acaso un juglar moderno, como aquellos que en otros tiempos contaban la historia de los pueblos cantando y recitando? ¿No nos ha dicho bastante sobre los tiempos que vivimos desde esa aguda mirada del poeta?

Al ver las redes sociales minadas con bromas y disgustos, recordé su presentación en el Free Trade Hall de Manchester en mayo de 1966. Ya el artista se había acostumbrado a las pitas de fans hippies que lo criticaban por dejar atrás el perfil de artista folk, sin banda, distorsión ni artificios, para vestir el traje del rock and roll. Antes de tocar “Like a Rolling Stone”, alguien del público le gritó ¡Judas! Y él le respondió lo que le diría a todos los que critican hoy su Premio Nobel de Literatura: I don’t believe you… ¡You’re a liar!

 

PÍLDORA: Aprovecho el impulso para recomerdarles un librazo de Greil Marcus titulado Like a rolling stone: Bob Dylan en la encrucijada (2010), el documental de Martin Scorsese No direction home (2005) (aquí el tráiler) y el extraordinario y alocado filme I’m Not There (2007), en el que Cate Blanchet, Christian Bale, Richard Gere, Heath Ledger, Marcus Carl Franklin y Ben Whishaw, todos interpretan a Bob Dylan.