Publicado original en Guatacanights.com el 19 de noviembre de 2020

Compasses encara la música tradicional venezolana como lo haría una banda de rock progresivo. Se apropia de sus formas para luego deconstruirlas. Absorbe sus melodías para reinterpretarlas. Sotavento, su segundo álbum, fue un atrevimiento con altísimas probabilidades de generar una catástrofe de 40 minutos. Pero el resultado fue lo contrario. La obra es un testimonio de cuánto más se puede hacer a partir de los sonidos de raíz folclórica y de hasta dónde pueden ensancharse las fronteras del país sin olvidar su vértice.

El patillero, primera pista del álbum, es una declaración de principios. Un joropo recio, pero enrrevesado; repleto de transiciones, recortes, muy complejo en ritmo y armonía, pero sabroso al fin. Desde el segundo 1, el ensamble muestra sus colores como diciendo: Áquí no se vino a jugar carritos. Un arpa desatada avanza de la mano de un cuatro agresivo, que suele bailar con las maracas. Un bajo de seis cuerdas hace y deshace; marca el ritmo, pero se suma en ciertas frases, colorea, genera un ambiente. Todos suman y destacan. Es una coreografía de dedos y uñas con intención llanera pero trasfondo urbano.

La agrupación había mostrado su calidad en Acoustic Play (2015), compacto que llevaba una suerte de slogan en la tapa —World music made in Venezuela—, pero a ese álbum debut no le hicieron justicia ni el título ni el arte. El contenido musical no se reflejó en el ropaje.

El nombre de la agrupación no remite únicamente al compás en el pentagrama o a ese útil que llevábamos en la cartuchera del colegio para crear círculos perfectos. También evoca la brújula del marino. Ahí cobra más sentido lo de Sotavento, término náutico para referirse al lugar hacia el que corre el viento. 

—Es la nueva dirección de la música venezolana que estamos haciendo —me dice Alis Cruces, el cuatrista.

A la primera oída, queda claro que Compasses no tiene una extremidad débil. Cada integrante es un referente de su instrumento. Todos han deslumbrado, en algún momento, a los jurados de los festivales de Joropo de Villacencio, Colombia, y de El Silbón, en Venezuela. Alis Cruces —también ganador de La Siembra del Cuatro en 2017— ha sido Mejor Cuatrista en ambos certámenes. Andrés Ortiz, Mejor Maraquero. El joven Nelson Echandía, Mejor Bajista. Y el arpista Eduard Jímenez, que sí ganó el premio como instrumentista en el Festival El Silbón en dos ocasiones, en el de Villavicencio se llevó otro a la Mejor Obra Inédita. Porque los muchachos también son compositores.

En Sotavento participan invitados de lujo. En Perlas, autoría de Carlos Suárez, se sumaron el udu de Leo Vargas, la percusión de Yonathan Gavidia y la voz de Hana Kobayashi, que no transporta letras sino que tararea una melodía dulce. Gavidia y Kobayashi también colaboran en un tema divertidísimo del bajista Nelson Echandía (autor de varios) llamado Achill, marcado por el sonido del steel pan de Jonathan Scale, que dialoga con el arpa de Jiménez.   

La cuerda floja es un merengue caraqueño elegante, realzado por el piano de Baden Goyo, el violín de Eddy Marcano y el clarinete de Oswaldo Graterol; y Odalis, una suerte de samba brasileña escrita por Alis Cruces, tocada junto al flautista Eric Chacón y al cuatrista Miguel Siso. Por venezuela es una gaita zuliana armoniosa y vanguardista, con arreglos de cuerdas de Trino Jiménez y solos de guitarra eléctrica de Daniel Bustillos, mientras que Dchan es una pieza de fusión que pone de relieve la batería de Andrés Briceño y la flauta y el saxo de Fernando Fuenmayor. Y Briceño sigue presente en Entre amigos, donde aparece, como un animal exótico, la gaita de Anxo Lorenzo, que trae a la mezcla un ingrediente celta inesperado.

La obra recorre el llano, Caracas y Maracaibo. Luego vira el timón hacía Angostura y después hacia Oriente. Como para dejar clara la bitácora, cada dos o tres canciones, se inserta un descanso con remembranzas poéticas. A veces habla una voz masculina, como la de Emilio Lovera, quien escribió sus propias líneas. Y a veces una femenina, como la de la locutora Génesis Rivas, quien leyó unos versos del Pollo Sifontes, autor, por cierto, de Auristela del Orinoco, un pasaje en el que destaca la mandolina de Jorge Torres.

Cada una de esas estancias poéticas entre canciones es una oda a cada región, como la leyenda de una postal que va llegando desde cada destino del viaje. Así, hasta cerrar con Carretera, de Aldemaro Romero, cantada por Marcial Istúriz.  

Alis Cruces es de Güigüe, pueblo ubicado al sur del Lago de Valencia, Carabobo (quizá el único en el mundo con doble diéresis). Nelson Echandía y Andrés Ortiz son de San Carlos. Y Eduard Jiménez, de Maracay. Todos viajaron durante 2019, en varias pautas, a Audioplace Estudios en Caracas para encontrarse con Jean Sánchez, productor del disco, y aprovechar al máximo el tiempo en la sala de grabación.

Sotavento, el resultado de esas sesiones, con portada de Rubén Darío Moreno, llegó a las plataformas digitales en plena crisis del Covid-19. Confinados, celebraron la nominación a los Latin Grammys al Mejor Álbum Instrumental, misma categoría en la que Miguel Siso, uno de sus invitados, ganó en 2018.

El reconocimiento en esa gran fiesta del negocio musical latinoamericano se suma a un palmarés respetable para esta agrupación fundada en septiembre de 2011. Compasses, que estuvo en el ciclo Noches de Guataca Valencia en 2015 y que ha tocado en países como El Líbano, China y Australia, ha sido una de las joyas más brillantes del ambiente de los festivales joroperos colombo-venezolanos de esta década que termina. Ha ganado el primer premio en El Silbón, en los festivales San Martín de Los Llanos, El Araucano de La Frontera y El Retorno, y ha obtenido el segundo puesto en Villavicencio.

Además de Jean Sánchez, ingeniero ganador del Latin Grammy 2014, junto a un grupo de colegas, por el álbum De Repente del Pollo Brito y C4 Trío, en el equipo técnico responsable de Sotavento estuvo, en la mezcla, Darío Peñaloza, un denominador común en buena parte de los trabajos venezolanos reconocidos —postulados o ganadores— por la Academia Latina de la Grabación. El progreso musical venezolano se ha cristalizado a la par de la profesionalización de los técnicos de sonido, piezas fundamentales del proceso; editores, intépretes, vehículos del arte musical.

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