El ‘Efecto Macca’

El ‘Efecto Macca’

Hace cinco años mi padre y yo vivimos uno de los días más felices de nuestras vidas. Él esperó casi 50 años. Yo, apenas unos 15. Por primera vez estuvimos en contacto directo, sin pantallas de televisión, reproductores ni dispositivos electrónicos, sólo vista, oídos y corazones latiendo a millón, todo expuesto como si se estuviese ante un rocío de divinidad, con la música en vivo de Sir James Paul McCartney.

Íbamos camino al aeropuerto de Maiquetía y todavía no lo creíamos. Volábamos desde Caracas hacia Bogotá, viendo nubes por la ventanilla, y aún no parecía real lo que estaba pasando. Aterrizamos temprano en El Dorado —todavía pequeño, previo a las reformas que lo convirtieron en un aeropuerto grande y moderno—y fue allí, a la salida, cuando sospechamos que no era un sueño. Un agente de viajes se acercó y nos entregó un sobre con dos entradas: Paul McCartney: On The Run. Estadio El Campín. 19 de abril de 2012.

La visita de un beatle a Colombia era algo que parecía impensable hace una o dos décadas. No era concebible que un personaje de semejante estatura en el universo del espectáculo fuera a un país agobiado por el narcotráfico, la guerrilla y otros males asociados. Pero el panorama había cambiado cuando el osado empresario Fernán Martínez jugó todas sus cartas y –aunque me avergüence recurrir a tan gastado lugar común– en 28 días convirtió un sueño en realidad.

Íbamos en una furgoneta desde el aeropuerto hasta el hotel, acariciando los tickets con la cara estampada del beatle, cuando otros pasajeros alcanzaron a oír nuestra charla. Una simpática pareja de caraqueños que venía a lo mismo nos contaba cómo habían llegado hasta ellos los tentáculos de la beatlemanía. Bogotá estaba en un miércoles normal. Gente apurada y abrigada. Nosotros no. Estábamos relajados, en un día que todavía no tiene nombre en la semana. Un paseo por las nubes. El hombre, con pueril picardía, había sacado su ‘carterita’. Nos la acercó, y a nosotros, que jamás ingerimos licor antes de mediodía, nos pareció lo más lógico del mundo. ¡Salud!

Caminando por el Parque de la 93, buscamos la prensa local para cerciorarnos de que no habíamos sido víctimas de una megaestafa. Todo seguía en orden. Paul había llegado y el primer detalle que trascendió fue que pidió que lo cambiaran de hotel porque la producción cometió la cagada de alojar al músico, vegetariano y defensor de los animales, en una suite con un sofá de cuero.

Seguíamos andando, preparándonos para la inyección de adrenalina que recibiríamos la noche siguiente. ¿De qué hablábamos? De muchas cosas. Del pasado, del futuro, de béisbol y de música. De lo que hablan un padre y un hijo que se quieren mucho y de que hubiese sido ideal que estuviesen mis hermanos, que estaban concentrados en sus estudios de posgrado en otro país del mundo real.

Amaneció el jueves 19 y ya estábamos totalmente bajo el ‘Efecto Macca’. Nos habíamos pasado el switch y éramos dos adolescentes que estaban a punto de ver a su artista favorito. La ciudad parecía un Londres latinoamericano, de llovizna constante y nubes mezquinas —¡cuándo no, Bogotá!—. Ni un minúsculo rayo de sol acompañó a las 35.500 personas que se congregaron desde temprano en la tarde para esperar al beatle en el Nemesio Camacho “El Campín”, el estadio de fútbol más grande de Colombia, la casa que comparten el Independiente Santa Fé y el Millonarios.

Cubierto con un impermeable desechable, bajo la llovizna que mojaba la larga fila, Fernando, mi padre, me contaba que mi abuelo, su padre, El Pay —del que ya he escrito en este blog— estuvo en Nueva York en agosto de 1965 cuando los Beatles visitaron por tercera ocasión Estados Unidos y tocaron en el Shea Stadium. Había salido de Cumaná diciendo que no compraría nada de esos ingleses greñudos y, al ver las dimensiones de lo que generaban en la gran metrópolis, cambió de opinión y regresó con afiches, revistas, discos y una peluca. Sí, una peluca beatle llegó a Cumaná.

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Acababa de ser editado el Beatles VI. El ejemplar, fechado a puño y letra por el Fernando quinceañero el 12 de agosto de 1965 —a un día del aterrizaje de los ídolos en el JFK—, permanece en la discoteca de su casa. El álbum mezclaba temas de Help, de Beatles For Sale y sencillos sueltos como “Yes It Is”. No olvidemos que antes de Rubber Soul (1966), Capitol Records, filial de EMI en Estados Unidos, editaba sus canciones con diferente orden, carátula y juntando temas de varios discos. Luego los mismos Paul, John, Ringo y George acabaron con eso, tomaron control de todo y decidieron conceptualizar las obras, como lo hacía Sinatra.

Los que aguardaban allí, a un costado de El Campín, tuvieron una recompensa: Macca necesitaba ensayar en la prueba de sonido. Con la mitad de la potencia, revisó unos 15 temas —ninguno lo repitió en el show— entre ellos clásicos beatle como “Penny Lane”, y otros como “Coming Up”, de sus años con Wings. Sonaba la voz de Paul, la de verdad. El tipo estaba ahí, a metros de nosotros. Se oían incluso sus indicaciones a los técnicos.

Se hizo de noche y abrieron las puertas. Compramos y vestimos las franelas de la gira, nos bebimos una cerveza entre los dos —una sola para no ir al baño nunca— y nos sentamos. Un DJ comenzó a mezclar versiones de los Beatles en soul, funk y hasta salsa y merengue, algunas abucheadas por los más roqueros. Las gotas dejaron de caer y una ola humana servía de antesala.

Dos pantallas verticales de 20 metros, ubicadas a ambos lados de la tarima, mostraban collages de fotos, videos, manuscritos y dibujos. Destacaba la fachada de la casa de Fourthlin Road, Liverpool, en la que comenzó a escribir canciones con John Lennon. Cada beatle tenía su lugar especial. También los integrantes de Wings y, por supuesto, su difunta Linda, su compañera de vida y madre de sus hijos.

Fernando, el jovencito que tenía al lado —era mi papá, ya sin canas ni arrugas— me contaba que le regaló a su novia —sería mi madre unos 15 años después— el LP Revolver (1966) recién horneado, aunque ella, con el tiempo, se revelaría como una amante casi exclusiva de la guaracha: La Billo’s, La Dimensión Latina, Celia Cruz, Los Máster… Al final se lo quedó él, que, como gran coleccionista de vinilos, siempre compraba los de los Beatles de a dos: uno para oír y otro para dejar sin destapar.

McCartney salió vestido como lo que siempre ha sido: un beatle. Un traje oscuro abotonado hasta el cuello, como los que Brian Epstein les sugirió que usaran. Después de saludar y decir hola, parceros leyendo sus apuntes de localismos y frases en castellano, comenzó “The Magical Mistery Tour”, con la banda que ya tenía más de 10 años de ruta y que nació tras la grabación del disco Driving Rain. Abe Laboriel Jr., hijo del reconocido bajista, en la batería; Rusty Anderson en guitarra; Brian Ray en guitarra y bajo; y el tecladista Paul “Wix” Wickens, que lo acompaña desde 1989.

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Al principio no era precisamente exaltación lo que se experimentaba. Era un montón de bocas abiertas ante una leyenda. Un shock. Canciones como “Junior’s Farm”, “Jet”, “Nineteen Hundred and Eighty-Five”, “Mrs. Vandebilt” y la homónima “Band on The Run” nos recordaban que estábamos todos celebrando los 40 años del disco más exitoso de su etapa con Wings. Esas piezas aparecían entre clásicos de los Beatles, como “All My Loving”, “Got To Get You Into My Life” y “The Night Before”, en los que Paul tocaba su bajo Hoffner de siempre y mi papá se secaba las lágrimas por debajo de los lentes.

Fernando me había contado que de adolescente, en Cumaná y en plena beatlemanía, se subía a la terraza de la casona donde se crió y, desde el techo, alargaba la antena de su radio Phillips, moviéndose y apuntando hacia el norte, procurando captar emisoras trinitarias que, al ser la isla una colonia británica, iban un paso adelante en la promoción de los nuevos hits de los Fab Four. Al verlo allí, podía imaginarlo de muchacho, a mediados de los años 60, allá en un rincón de Venezuela, bien al este y a orillas del mar, pescando estas mismas canciones frescas en el espectro radial.

Cuando cuenta esa anécdota, suele detallar que “Paperback Writer” la oyó por primera vez así. Y ahora Macca la estaba tocando frente a él, usando la misma guitarra con la que grabó. Después subió a un piano de cola negro, desde el que entonó “The Long and Winding Road” y la balada “My Valentine”, de Kisses On The Bottom, su álbum más reciente en ese entonces —no había editado New. A Linda le dedicó “Maybe I’m Amazed”, a Lennon le cantó “Here Today” y a George Harrison le dedicó su versión de “Something” con ukulele, similar a la del Concert for George. También tomó una mandolina para “Dance Tonight” y sorprendió con “Hope Of Deliverance” y “And I Love Her”, en modo intimista; todo lo intimista que se puede ser frente a 30 y pico mil personas.

Es difícil determinar el clímax cuando se trata de un show de Paul McCartney, que suelta consecutivamente canciones como “Ob-La-Di-Ob-La-Da”, “Back In The USSR” y “I’ve Got a Felling”, y luego, sin respiro, sigue con “Let It Be”. La concentración de energía y sentimientos resultaba aplastante para nosotros, que sólo agitábamos los brazos y aplaudíamos porque cantar desde el público en un show así es un pecado. En “Live And Let Die” nos deslumbraron los fuegos de artificio, la iluminación a toda mecha y el ritmo vertiginoso de una persecución de James Bond. El corazón se nos salía por la boca y ahí, cuando creímos alcanzar la cima, sonó “Hey Jude”.

Papá, poco habituado a este tipo de shows masivos, creyó que la fiesta se había acabado. Pero era el primer encore y faltaba mucho. No tardó en llegar “Lady Madonna”, que abordó desde su piano vertical con motivos psicodélicos, antes de seguir con las enérgicas “Day Tripper” y “Get Back”. Puro lomito. Ya habían pasado casi dos horas y media de espectáculo cuando el beatle tomó su guitarra acústica y nos regaló “Yesterday”.

Macca es uno de esos artistas que parecen menos nerviosos que su público. Un tipo feliz de hacer lo que hace. Bromeaba, siempre sonriente, y le bajaba a la presión. Era como si nos dijera: no se lo tomen tan en serio. También hablaba bastante en castellano. Preguntó si deseábamos más rock y nos complació con “Helter Skelter”. Su voz estaba sonando mejor que cuando comenzó el show. Para despedirse con un tono rocanrrolero y glorioso, se sumergió en la suite final de Abbey Road, el último que grabaron los Beatles, que parte por “Golden Slumbers”, pasa por “Carry That Weight” y culmina a modo ceremonial con “The End”. Cerca de la medianoche, el sueño terminó. El ‘Efecto Macca’ pasó y todos volvimos a tener edades distintas. Todos menos Paul.

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FOTOS: http://www.paulmccartney.com

 

 

A merced de Gustavo Cerati: El último concierto

A merced de Gustavo Cerati: El último concierto

El público, acostumbrado a la impuntualidad, apenas se distribuía a su gusto sobre el campo de fútbol de la Universidad Simón Bolívar cuando apareció Gustavo Cerati como un caballero apocalíptico y misterioso, vestido de negro con antifaz, como en la fachada de su nueva edificación, Fuerza natural.

Desde el primer tema, que le da título a su más reciente producción, comenzaron a desfilar guitarras por sus manos. De una Gibson Custom verde a una Telecaster, y de una Stratocaster a la Parker Fly negra brillante que lleva consigo una carga de nostalgia: fue su instrumento preferido en los años de Soda Stereo.

Cada gira del músico argentino es una apuesta en vestuario, sonido y concepto. El Cerati que cantó el sábado en la universidad no es el mismo rocanrolero de Ahí vamos, ni el de camisas ligeras de cuadros de Siempre es hoy, ni el artista playero relajado de Bocanada.

Primero interpretó «Magia», «Deja Vu» y «Desastre». Luego se sentó y tomó su guitarra acústica para tocar dos temas con inclinaciones country: «Amor sin rodeos» y «Tracción a sangre». Después de manipular una guitarra española —imagen poco común en su carrera—, para exprimirla y sacarle «Cactus», dijo: «Hasta acá vamos con Fuerza natural. Ahora nos salimos de guión: un tema de Bocanada«.

Se trataba de «Perdonar es divino», que antecedió a «Uno entre mil», cantada a dúo con su aliado en tarima, el guitarrista Richard Coleman. Pero la euforia del público alcanzó un primer pico con «Artefacto», una canción dedicada a la adicción por los teléfonos celulares.

El humor particular del músico de 50 años de edad se hizo presente. De un momento a otro soltaba un «chévere», un «carajo», un «sigamos jodiendo» o un «¡muchacha!», refiriéndose a la corista Anita Álvarez, que destacó por su voz, sus pasos y su corto vestido —y, más que nada, por sus piernas bronceadas.

El artista bromeó sobre la neblina y sobre los «bichos» que atraían los focos, justo antes de cantar «Rapto», «Dominó» y «Sal», cuando comenzó a caer una lluvia intermitente que amenazó durante las 2 horas y 20 minutos de espectáculo, pero que arreció con más fuerza sobre el valle de Sartenejas después del último acorde.

Cerati tomó una guitarra doble, sobre la que habló: «Sí, mírenla, admírenla. Tiene dos mangos. Una maravilla. Número uno. ¡En serio! Hicieron una sola, y todo para tocar este tema». Y de pronto, como si el público fuera cómplice de un viaje a su época de veinteañero, sonó la introducción de «Trátame suavemente».

Después de «He visto a Lucy» se fue tras bastidores, pero al poco tiempo volvió vestido de blanco y fumando, sin prisa. Anunció que cantaría un tema de Amor amarillo (1993), llamado «A merced», que nunca había interpretado antes en una gira. Sin embargo, esa melodía fue ejecutada por la Orquesta Sinfónica Gran Mariscal de Ayacucho en su presentación de 11 episodios sinfónicos en el Teatro Teresa Carreño, en 2002.

Un gallo cantó antes de que comenzara el excitante beat de «Pulsar», en la que destacaron las bolas luminosas del fondo del escenario. La rubia corista pasó al frente para «Te llevo para que me lleves», uno de los momentos más agitados de la velada. La introducción de «Dazed and Confused», una suerte de tributo a Led Zeppelin, abrió el camino para «Vivo», y en medio de «La excepción», mostró un guiño claro a David Bowie, con el riff de guitarra de «Rebel Rebel».

El momento sonaba a despedida, pero permaneció en tarima y preguntó: «¿Qué pasa? ¿No tienen planes, que todavía siguen aquí?». Y siguió con «Crimen». Cerati jugó de nuevo: «Ya no voy a pensar en nada. Ya cobré. Así que me voy de paseo». Y comenzó la potente «Paseo inmoral», que representó un clímax.

Presentó a sus músicos Leandro Fresco (teclados), Fernando Nalé (bajo), Fernando Samalea (batería) y el guitarrista que se sumó en esta gira, Gonzalo Córdoba. Eran las 10:45 pm cuando la sublime «Un lago en el cielo» se convirtió en el epílogo del reencuentro del bonaerense con sus fieles seguidores venezolanos. Esta vez no tocó «Puente» ni «Cosas imposibles», ni repasó los máximos hits de su banda de siempre. Pero no fue necesario.

Reseña publicada el 17 de mayo de 2010 en el diario El Nacional

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FOTO PRINCIPAL: Cerati.com

FOTO PORTADA: Alexandra Blanco

Crecer en forma de espiral

Crecer en forma de espiral

En estos días la elegancia duerme escondida en un cajón. Vivimos en una era de piropos grotescos, donde las sutilezas parecen películas en blanco y negro, daguerrotipos, piezas de museo. Y en medio de tanto ruido, resistiéndose a la tiranía del mal gusto, emergen obras que traen de vuelta la fe. La propuesta musical de Alfred Gómez Jr. es, en definitiva, como esas matitas rebeldes que crecen entre las fisuras del asfalto y le dicen al mundo Sí.

Simple (2012) —el primer álbum de Gómez después de un experimento salsero al que llamó La reina peinándose (2008)— trajo a la escena venezolana un pop orgánico y esperanzador. Pero no nos confundamos con la etiqueta: es un pop de impecable instrumentación, de contrabajos, batería acariciada con escobillas, guitarras acústicas y, especialmente, teclados de vieja data como Fender Rhodes, Wurlitzer y otras máquinas del tiempo. Es más, mejor agreguemos, para que sirva de brújula, que su obra lleva pizcas de rhythm and blues, folk estadounidense…

Tras editar Simple, el artista, nacido en Caracas pero establecido en Puerto La Cruz, estuvo casi dos años sin componer. De su inspiración no brotó nada que lo convenciera hasta que, sin avisar, le llegó una melodía que se convirtió en “Canción”. La llamó así porque resultó un homenaje al oficio. Una oda al arte del cancionista. Te busqué entre los acordes bajo el sol de aquella tarde, narra el autor en plena reconciliación con la musa. Ese tema abrió el grifo que devino en el nuevo LP.

Lo tituló Espiral, partiendo de lo que los matemáticos conocen como La Espiral de Fibonacci. “Todo en la naturaleza crece en forma de espiral”, justifica el músico. Lo vemos en girasoles, en las proporciones del cuerpo humano, en galaxias y en la disposición de las hojas en el tallo de una planta. Y Gómez ha pretendido celebrar su propio crecimiento a través de su música.

Espiral abre con “El árbol de los frutos”, una pieza compuesta en ritmo de ¾ —semejante al vals, para más señas— e inspirada en un viaje al Autana, ese tepuy majestuoso del Amazonas, montaña sagrada de los piaroas. El músico tomó prestada una palabra, que suena a algo así como parogüacha-a y significa cambio o transformación en el dialecto de la tribu. A través de ella nos invita a todos a un viaje existencial.

PortadaEspiral

“Alberta”, primer corte promocional, es una balada deliciosa totalmente acústica y arropada por armonías vocales.“Tú apareces”, que también tiene todo para ser un sencillo cautivante de esos que se cuelan en la memoria inmediata y se tragan la llave, evoca los mismos sentimientos pero apoyada en teclados, en la guitarra eléctrica del gran José Ángel Regnault, mejor conocido como Shazam, y en otros venenitos inofensivos.

Lo que más rescata Gómez de su recorrido en estos últimos años son las amistades que ha cosechado. Confiesa que, en buena medida, ahí está la clave de su progreso. Ellos representan nuevos ladrillos de una edificación cuyos cimientos se construyeron con discos de Stevie Wonder, Paul McCartney, Ilan Chester y otros seres brillantes.

Hablando de amigos, el contrabajista y jazzista Gonzalo Teppa participa en casi todo el álbum. También, el cuatrista Edward Ramírez actúa en cuatro de las 11 pistas. Es curioso que el instrumento venezolano por excelencia no se presenta como embajador de la raíz tradicional. Más bien, el integrante de C4 Trío se despoja del traje tricolor —cosa que ha hecho antes— y aporta una sonoridad especial, una onda world music, a piezas como “Cruzando laberintos” e “Irene”, en la que ejecuta su experimental cuatro con cuerdas de metal.

La que da nombre a la obra, cuya grabación contó con las maracas de Manuel Rangel y el bajo de Reynaldo Goitía, alias Boston Rex y líder de Tomates Fritos, representa un paso adelante en Alfred Gómez Jr. como compositor. Lo que alguna vez fui/ tengo que dejarlo ir, dice el cantautor como obligándose a evolucionar. Musicalmente, ofrece una atmósfera que la distingue de las demás canciones. Es la banda sonora de un viaje profundo.

Rodolfo Reyes, saxofonista de gusto exquisito, participó con su instrumento y el arreglo de los metales en “Cada cosa en su lugar” y “La fuerza de mi voz”, donde destaca el solo de fliscorno de Darwin Manzi. La primera de estas dos, por cierto, es otra simpática puerta de entrada a la música de Alfred Gómez Jr. para quienes aún no la han visitado. Un sonido cercano, por qué no, a Abre Páez (1999).

La primera vez que lo vi actuar en directo, pensé inmediatamente en Guillermo Carrasco, un amante de esa elegancia que duerme escondida en el cajón. Poco después, supe que estos dos personajes, criaturas de la misma especie y esquivos a la brecha generacional, se hicieron amigos. En fase de preproducción, el joven escribió un par de estrofas y un coro y se los envió al maestro diciéndole: ¿Qué piensas al respecto? Carrasco respondió con más versos y un puente. El resultado de ese diálogo artístico y hasta teológico es la reflexiva “Siempre escucha”. ¡Quién lo diría, Gómez y Carrasco se juntaron para un canto de fe!

No se puede escribir sobre este músico sin mencionar a Max Martínez, baterista, productor y artista de enorme sensibilidad que lo ha apoyado desde Simple. Sería un pecado también dejar de lado al equipo de ingenieros, entre ellos Darío Peñaloza, uno de esos héroes desconocidos para el público pero famosísimo entre los músicos. Y hasta aquí los créditos. Ahora crucen este umbral y crezcan en espiral ustedes también.

Este registro de 2014, grabado en el Teatro Cagigal de Barcelona, Venezuela, es una estupenda muestra de cómo suena Alfred Gómez Jr. y El Conjuntico en directo: https://www.youtube.com/watch?v=sW87zDRlw10&t=516s

Su página oficial: http://alfredgomezjr.moonfruit.com. Síganlo en Twitter e Instagram: @alfredgomezjr 

FOTO PRINCIPAL: Cortesía Yheizzi Pérez

ARTE DE LA CARÁTULA: Eduardo López

La gozadera debe continuar

La gozadera debe continuar

Entendámoslo de una vez: Los Amigos Invisibles mutaron. Mutaron para sobrevivir. La agrupación salió de un coma momentáneo y se encontró sin dos de sus seis extremidades, se lavó la cara y continuó su eterna gira. La grabación del unplugged —¿espasmos de la era MTV?— pareció retrasar una inevitable diligencia: escribir canciones, arreglarlas, firmar un nuevo álbum.

El Paradise, noveno trabajo de estudio de la banda venezolana, describe un bar a media luz para románticos y descarados. Un club en el que se encuentran lo funky y lo latino, el disco y el merengue, más arrabalero y menos elegante, todo pasado por un filtro como de finales de los años 70 y con bastante inclinación hacia lo sintético.

Desde la salida, a comienzos de 2014 y tras casi 25 años, del tecladista “Armandito” Figueredo, determinante en los arreglos, y del guitarrista José Luis “Cheo” Pardo, uno de los compositores, LAI en su versión 2.0 se dedicó a mantener a flote el negocio de los shows con la ayuda de los sustitutos respectivos. Presentó un lujoso unplugged en el que revisó su catálogo —grabado con la alineación original completa, quizá como hasta luego o adiós— y trabajó en una versión de “Otra cara bonita” en homenaje a Yordano.

Las fisuras ya se hacían evidentes en los tiempos de Repeat After Me, editado en abril de 2013, cuando ya el sexteto había dejado a su mánager de (casi) siempre, Lalo Noriega, y tenía rato viviendo desperdigado y mudado de Nueva York (salvo Cheo). Ese álbum encajaba en su rompecabezas gracias a hits como “Corazón tatú”, fiel a la tradición de LAI, y “La que me gusta”, que sumaba una variante brit pop al repertorio. También incluyó piezas orquestadas con el apoyo de Álvaro Paiva, como “Río porque no fue un sueño” y la instrumental “Robot Love”.

LAI había muerto, contó el vocalista Julio Briceño a El Nacional. Y cuando resucitó, al tercer día, ya no estaban ni Figueredo ni Pardo. “Maurimix” Arcas, percusionista, ocasional vocalista y también compositor de hits como “Ponerte en cuatro”, pidió un descanso. Tantos años de trote y de fines de semana ocupados pasaron factura. Recordemos que se vive de los conciertos, no de los discos. Que para entender a esta banda hay que verla en vivo. Y que LAI puede promediar unas 60 presentaciones al año, a veces menos a veces más. Echen números. Ni ellos mismos conocen la cifra histórica.

En directo, aunque basta con prestar atención para captar la diferencia, pueden maquillarse las ausencias. El sexteto sigue siendo la maquinaria festiva de siempre. La de los maratónicos medleys a modo de DJ set que no dan respiro a la audiencia. La que maneja con sutileza magistral los ánimos del público hasta llevarlo al pico máximo de euforia bailable. La del frontman convincente, gracioso e infalible. Pero en el estudio, donde se pone a prueba la creatividad pura, el reto es mayor.

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Para una banda experimentada, cada disco supone un desafío más grande porque busca mantener un pie en lo que representa, en su esencia, en lo que el público asocia con ella, y al mismo tiempo, una obligación a dar un paso adelante, evolucionar y sorprender. Esta vez, a LAI le costaron las dos tareas.

El abreboca pre-lanzamiento fue un bocadillo guapachoso, una especie de merengue titulado Dame el mambo”*, con letra reguetonera: Lo que tú tienes, flaca, es pa’ gozá’. Una medicina parecida viene con la primera cucharada del álbum. Se llama “Viajero frecuente del amor” y presenta elementos que ya son parte del sello LAI, salvo un puente que se sale de control. Ahí, en ese fragmento, suena como si Sandy y Papo hubieran tomado por asalto el estudio. Más adelante en el disco, vuelve ese beat sabrosón en “Ten cuida’o”*, otra pista con madera para sencillo promocional. “Como dice Jéctor, ni pa’ allá vo’a miral”, suelta Briceño, y comienza la picardía: ten mucho cuidao’ con mi mano abajo. El piano va marcando el paso en las estrofas. ¿Será la primera vez que suena un piano así en un tema de LAI?

Una voz engolada, presentador del bar al que uno supone con cara de charlatán, traje andrajoso, bigote anticuado y cabello engominado, va guiando el recorrido. Los invitados saltan a la vista —al oído, mejor dicho. La voz de Gil Cerezo, de Kinky, y otras pinceladas de los mexicanos, suenan en “Anestesiada”, un tema funky bubble gum del estilo “Plastic Woman”. Oscar D’León, quien pidió para la colaboración que no se le ofreciera una salsa, participa en el bossa nova “Sabrina”*, escrito por el bajista “Catire” Torres con Jorge Spiteri. Los Auténticos Decadentes (Argentina) se sumaron en la disparatada “Aquí nadie está sano”*. Y Elastic Bond (Miami) —en especial la voz de la hondureña Sofy Encanto— endulza la romántica “Espérame”*, otra candidata a single. Inevitable recordar la colaboración LAI-Natalia Lafourcade.

La banda volvió a jugar con el new wave a lo PP’s. ¿Recuerdan su cover de “Yo soy así” en Super Pop Venezuela (2005)? Bueno, “Cara e’ pasmao” es algo bastante similar. También insistió en un pop muy pop, tipo “Como lo haces tú” (Commercial) pero más frenético,  llamado «Si no estás tú»*. Y, en contraste, apenas ese termina, se pasa un switch y comienza “Contigo”, con un riff relajante, una letra cándida y un inocente arreglo de cuerdas.

Abundan los ruiditos y las atmósferas: un papelillo electrónico cubre todos los rincones, como quien quiere evitar los silencios incómodos. La guitarra perdió terreno y cedió su espacio a los sintetizadores. Dominan los coros deliberadamente pegajosos y predecibles. El Paradise no pareciera un disco concebido para la audiencia habituada al sonido LAI. ¿Podemos convenir que los mejores han sido The New Sound of the Venezuelan Gozadera (1998), The Venezuelan Zing a Song, Vol. 1 (2002) y Commercial (2009), o tienen otros en mente?—. Quizá funcione mejor para un público más virginal, menos familiarizado con los fabricantes de “El disco anal”. Quizá los consolide en el mercado mexicano. A lo mejor les abre otras puertas. Quién sabe.

Confieso que no puedo escapar de la nostalgia al percibir las amputaciones que sufrió esta banda, la favorita de tantos, que ahora va sin aquellos teclados y samplers tan auténticos y sin esa guitarra simpática y psicodélica. No he superado el despecho. Pero tampoco puedo dejar de celebrar que Chulius, Maurimix, Catire y Mamel (el baterista) mantengan vivo el beat. A fin de cuentas, la gozadera debe continuar… ¿O no?

 

*Un secreto: las que dejé en negritas son mis favoritas del álbum

El link para escuchar está por todo el texto. Por si no lo pillaste, aquí va de nuevo: El Paradise

Para la agenda de shows de LAI, click aquí

 

Caracas, capital del rock iberoamericano… hace 25 años

Caracas, capital del rock iberoamericano… hace 25 años

La anécdota favorita por unanimidad corresponde al cierre. Como Jimi Hendrix en Woodstock, Gustavo Cerati, al frente de Soda Stereo, gran banquete de la primera y única edición del Festival de Rock Iberoamericano, cantaba “Cae el sol” cuando un resplandor surgía tras la montaña e iluminaba a los fans eufóricos en el Autocine El Cafetal. Amanecía el lunes 11 de noviembre de 1991.

El domingo en la noche había caído un diluvio en el valle de Caracas. Para colmo, Adrián Taverna, ingeniero de sonido de la banda argentina, giró las perillas de la consola a tal punto que quemó las cornetas. Pero Cerati, Bosio y Alberti, a pesar de todas las vicisitudes, se comprometieron a tocar a cualquier hora. Los seguidores, que habían pagado sus entradas para verlos quizá a la medianoche, presenciaron el show de los autores de «Persiana americana» después de las 4:00 am.

«Cerati terminó llorando de la emoción porque fue como una película», dice el periodista Boris Felipe, que trabajó en la producción del festival. «Ellos mismos se bajaron mirando los relojes, sorprendidos. Nunca habían tocado a esa hora. Todo terminó a las 7:00 am de un lunes. Puedes imaginarte a todos los rockers bajando por El Cafetal a las 8:00 am, mientras los demás salían de sus casas a trabajar y a estudiar».

Togtron, una compañía que había sentado un precedente trayendo al país a artistas como Al Di Meola, Chick Corea, José Feliciano, George Benson y Herbie Mann, anunció una programación dorada, «como para no creerlo», escribía Gregorio Montiel Cupello en El Nacional.

El cartel incluyó cinco fechas en dos fines de semana: sábado 2 y domingo 3, y luego el viernes 8, sábado 9 y domingo 10 de noviembre. Además de Soda Stereo, llegaron a Venezuela, de Argentina, artistas como Patricia Sosa y Fito Páez, que promocionaba su álbum Tercer mundo y todavía no había explotado de fama, como ocurrió al año siguiente con El amor después del amor. De España, se presentaron Miguel Ríos y la agrupación La Unión, intérpretes del clásico «Lobo hombre en París»; de Brasil, Os Paralamas Do Sucesso; y de Chile, Los Prisioneros, dueños del megahit «Tren al sur».

«El show marcó pauta porque llegaba en un momento en que el rock en castellano funcionaba muy bien en la radio y la televisión venezolana», recuerda el locutor Polo Troconis. Erika Tucker tenía el programa A Toque, que era trasmitido a través de Venezolana de Televisión, y Eli Bravo, Sonoclips en Radio Caracas Televisión. Existía Rockadencia, de Fernando Ces y Guillermo Zambrano, en la 92.9 FM, y el propio Troconis conducía La Tarde y Parte de la Noche a través de Radio Nacional de Venezuela, en el que era determinante la musicalización de Tibisay Hernández.

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Desde las primeras fechas comenzaron los problemas. Los productores venezolanos, no acostumbrados a organizar festivales de tal magnitud, aprendían sobre la marcha. La cobertura periodística se complicaba, tanto así que la reportera Margarita D’Amico dedicaba más espacio en este diario (El Nacional) a sus quejas que a los espectáculos.

Los Rodríguez visitaron el país en esa ocasión y Andrés Calamaro no volvió a Venezuela sino en julio de 2010. Boris Felipe estuvo con ellos: «A mí me tocó estar una semana entera acompañando a Los Rodríguez y a Calamaro, y nadie sabía quién era. Él podía caminar desnudo por Plaza Venezuela y nadie se enteraba. Era un tipo raro. Recuerdo que estaba leyendo una biografía de Frank Sinatra, y durante varios días estuvo siempre en la misma página del libro».

«Desorden Público, Zapato 3 y Sentimiento Muerto ya tenían una legión de fans», cuenta Juan Carlos Ballesta, editor de la revista Ladosis: «Habían tocado juntos dos años antes en el Nuevo Circo, en el Encuentro en el ruedo (1989). Para todo el mundo era una maravilla tenerlos ahí en un mismo sitio. Que se hiciera ese festival fue algo increíble, como un sueño. Al principio, nadie lo creía del todo, hasta que realmente ocurrió».

Miembros de la santísima trinidad del rock pop venezolano de los últimos 30 años aparecen en la reseña que hizo Daisy Fuentes para MTV Latinoamérica, así como miembros de Seguridad Nacional. Entre los pocos registros que ofrece Youtube de aquella cita, hay algunos fragmentos de las presentaciones de Los Prisioneros, La Unión, Fito Páez y Soda.

Por estos días también se cumplen dos efemérides que registran un momento cumbre del rock nacional (y el locutor Max Manzano le dedicó el Rock Fabricado Acá en La Mega el domingo pasado). En esa tarima del Rock Music 91 —ese era el apellido del festival— Zapato 3 estaba a punto de despegar como la gran banda del país, apoyada en su disco Bésame y suicídate y la astucia del mánager Mario Carabeo. A la vuelta de la esquina estaban sus mejores años. Sentimiento Muerto, por su lado, entraba en su etapa final tras la edición de su último trabajo, Infecto de afecto.

Todos, y no sólo en Venezuela, concuerdan en que fue un evento histórico y, a pesar de intentos posteriores, irrepetible. Una suerte de Woodstock latinoamericano, salvando distancias: «Nos calamos todo —dice Ballesta— amanecimos, nos mojamos con la lluvia, hicimos colas inmensas y esperamos, pero ninguno de los problemas impidió que la gente lo disfrutara».

 

Versión actualizada de un trabajo que escribí para el diario El Nacional en noviembre de 2011. La sección POLAROIDS de este sitio está destinada precisamente a rescatar textos ya publicados

El tren de Yordano

El tren de Yordano

La vida es un tren en movimiento. No existe metáfora más clara. La clave pareciera precisamente aceptar la travesía con sus mieles y sus tormentas; entender que siempre, aunque alguna fuerza nos empuje fuera, es preciso volver a los rieles. Yordano se vio obligado a bajar en la estación pasada para luchar contra un enemigo implacable. Afortunadamente, ese round lo ganó por knockout.

No es la primera vez que fragua un retorno. El artista y Sony Music decidieron darse una segunda oportunidad después de 20 años. Tras aquella efímera y tormentosa relación, a mediados de los 90, vivió una de sus épocas más difíciles. Se encontró fuera de sitio, catalogado como un producto vencido, encerrado en la casilla del fulano boom del pop venezolano de los 80. Persistente y testarudo, se labró un camino independiente y subió la cuesta. La luz vino con El deseo (2008) y Sueños clandestinos (2013), nominado al Latin Grammy en la categoría de Mejor Álbum Cantautor.

El tren de los regresos era materia pendiente. No es un disco de duetos convencional, porque el de la iniciativa no fue el artista sino la disquera. Tampoco se encargó de los arreglos; los invitados lo hicieron. Por primera vez en su carrera, el protagonista llegó de último a la fiesta y le puso la guinda a la torta.

El álbum se concentra en hits de 1984 a 1990. En aquellos días al músico le salían las canciones por los poros. Estornudaba y ¡pum! Le venía la primera línea de “Perla negra”. Ocho de 10 corresponden a los tres trabajos junto a la Sección Rítmica de Caracas y el productor Ezequiel Serrano: Yordano (1984), Jugando conmigo (1986) y Lunas (1988). El resto, “Madera fina” y “Robando azules”, pertenecen a la etapa de su ensamble Ladrones de Sombras y el compacto Finales de siglo (1990).

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Para El tren de los regresos, Sony convocó a su staff de artistas afines al caraqueño nacido en Roma. Y quizá gracias a eso, esta vez sí, Yordano consiga lo que tanto reclamó en el pasado: mayor exposición internacional. Son 10 vagones que viajan a diferentes velocidades, narrando historias de amor y desamor, dejando en el camino la melancolía y mirando hacia adelante. En cada uno, un amigo, y por cada amigo, una canción.

Ya existía un “Manantial de Corazón” de Willie Colón, un “Por estas calles” que se apropió Famasloop y una lectura funky de “Medialuna” que hizo Los Amigos Invisibles hace 10 años. Pero nada de duetos.

Revisemos el compilado pista por pista. Yordano, por fin, grabó con dos paisanos que son los artistas pop de su generación con más fama fuera de las fronteras venezolanas. Los tres provienen del mismo punto de partida: la era de Rodven Vs. Sonográfica. Quizá por ese origen común, esas parecieran las versiones más logradas.

  1. Franco De Vita recordó “Días de junio”. Rítmicamente similar a la original, pero con un piano sofisticado y protagónico. Se van repartiendo los versos y, en un punto sublime, se juntan. La voz de Yordano abajo, la de Franco arriba. Una dupla bien pensada, con sentimiento y sabor latinoamericano. Reluce la destreza de dos grandes del negocio musical.
  2. Por ese camino va “En aquel lugar secreto”, con Ricardo Montaner, que comienza como balada y se va acercando a un bolero orquestado. Es un romance de cualquier época bajo sol tropical. Un verdadero clásico en el que nada, absolutamente nada, desentona.
  3. Carlos Vives obtuvo la joya de la corona. La envolvió y se la llevó a su refugio, a su estilo, a donde se siente más cómodo. Yordano simplemente lo acompañó en el recorrido. Es un “Manantial de corazón” producido al estilo de El rock de mi pueblo. Guitarras eléctricas distorsionadas, baterías y efectos del vallenato moderno, con el tempo acelerado. El acordeón se asoma al final, como si hubiese recibido tarde la invitación. La letra, el contenido melancólico de la canción, cede su espacio a los saltos y al baile. Es una lectura evasiva de una escena deprimente.
  4. La otra joya que viaja en el tren le correspondió al también colombiano Andrés Cepeda. Es una “Perla negra” de la Belle Époque. Ya no es una prostituta latinoamericana. Esta vez el personaje mudó su negocio —su cuerpo, está claro— a París, a Nueva Orleans o al Atlantic City de los años de la prohibición. Cambió el Caribe por un abrigo de pieles que envuelve su piel desnuda. Dejó el ron por un bourbon, y el puro por un cigarrillo con boquilla. A pesar de todo, su drama sigue siendo el mismo.
  5. Gian Marco (Perú) se encargó de “Locos de amor”, una de las canciones más celebradas de Yordano. Como dijo el propio autor, la versión se parece a lo que él quiso hacer y no hizo en la grabación original de 1988. Es una pieza corta, fresca, muy radiable y sin complejo alguno. No hay mucho que inventar. Es una melodía y una letra que cautivan a la primera. Entonces, ¿qué hacer? Dejarla fluir naturalmente.
  6. El mismo criterio, aplicado de una forma incluso más radical, funcionó en las dos pistas siguientes. Santiago Cruz, un entrañable cantautor colombiano que debe medir los 1.88 metros de Yordano, respetó la esencia de “Hoy vamos a salir”; la grabó sólo con guitarras, manteniendo el intro y las transiciones. Duración: 2 minutos, 50 segundos. Es una de esas composiciones que oyes y piensas: ¿qué se le puede hacer a esto para mejorarlo? Pues nada. Dejarla como está. En fin, es un lindo dueto sobre una base… llamémosla minimalista.
  7. La talentosa flaca puertorriqueña Kany García se adentró en “Madera fina”, en este caso con ciertas variantes en los arreglos. Guitarras, un piano tímido, bajo y percusión menor. Más nada. Lo nuevo: las armonías vocales. Queda claro que García escuchó con atención lo que hizo Trina Medina en el registro de 1990.
  8. “No queda nada” suena distinta. Axel, como buen argentino, le metió una jeringa y le extrajo todo lo caribeño. La pieza, la que Yordano escogió como tarjeta de presentación para convencer a la disquera de su valía hace más de 30 años, suena a una balada romántica más común. Es una buena canción, y las buenas canciones se sostienen sobre cualquier estructura, pero cuesta escucharla sin ese bajo sobrio y solitario de la versión original, sin esas congas que hacen del despecho algo manejable, algo de lo que el despechado sabe que en el futuro podrá reírse con sus amigos. En esta grabación, no. Acá el guayabo es algo muy pero muy serio. Sospecho que funcionará perfectamente, al igual que el resto, en oídos virginales, oídos que no crecieron en un país cautivado por Yordano.
  9. Servando y Florentino se atrevieron. Convirtieron “Robando azules” en una bachata. ¡Y funciona! Es uno de esos casos que demuestran que muchas veces no importa el qué sino el cómo. Extraño el eco de “¡ella va!” en la voz de Trina Medina, pero esas son vainas mías. Se percibe el goce del dúo al trabajar con el ídolo. Hacia el final, después de un solo silbado, llega el clímax cuando entrecruzan sus voces: primero la de Florentino, luego la de Servando y finalmente el inconfundible tono de Yordano. Contra todo pronóstico, esta es una de las que más disfruto del álbum.
  10. El décimo vagón —que partió de primero, porque fue la primera canción publicada— es un tiro al piso. Si ponemos en una ensalada a Los Amigos Invisibles, una cumbia, Yordano, “Otra cara bonita” y lo mezclamos todo, ¿qué puede salir? Una fiesta, eso seguro. Y así ocurrió. La banda funk venezolana escogió un tema que pudiera manipular como plastilina y darle un barniz colombiano y sabrosón. Lo usaron como título de su gira de 2016 y crearon un simpático videoclip protagonizado por un pug. Además, como maestros en el manejo del timing de sus shows, encontraron en esta versión una interesante variante. En Bogotá, por ejemplo, presencié a una multitud bailándola encantada el mes pasado.

En resumen, El tren de los regresos es una compilación con sonido impecable y delicados arreglos, que funciona como una revisión en retrospectiva de sus temas antes de que pasemos página hacia lo próximo. Es como si Yordano nos estuviera recordando quién es y qué historias nos ha contado mientras prepara el ambiente para su siguiente hallazgo.

“Estoy feliz de estar aquí porque estoy vivo”, dijo el 16 de marzo en una rueda de prensa en el Centro BOD de Caracas, cuando anunció su acuerdo con Sony y el inicio de las grabaciones de este álbum. También adelantó que está trabajando en un disco de temas nuevos —el primero desde Sueños clandestinos— con José Luis “Cheo” Pardo, excelso guitarrista y creativo productor, también conocido como Dj Afro, ex integrante de Los Amigos Invisibles y principal artífice de Los Crema Paraíso. Yo, lo confieso abiertamente, no aguanto la curiosidad por saber qué se traen esos dos entre manos.

 

PÍLDORA: No se pierdan la remozada página de Yordano y súbanse al tren. Repito acá el enlace por si acaso: www.eltrendelosregresos.com. Si andan por Miami este fin de semana, véanlo en directo este domingo 6 de noviembre en el Miramar Cultural Center (Información).  E insistiré en esto, a pesar de cometer el pecado mortal de la autopromoción: los antecedentes de esta historia están relatados en el libro Yordano por Giordano, disponible en formato físico en las principales librerías del país y, en digital, en Libros en un click.

Foto principal: Daniel Guarache Ocque. Festival de la Lectura de Chacao. Plaza Francia de Altamira, Caracas. Abril, 2016