Publicada originalmente en Guatacanights.com el 28 de junio de 2019. Enlace aquí
Una carpeta con recortes de prensa, que ha permanecido en la última gaveta de la mesa de noche de mi padre durante 30 años, comenzó a engordar desde el martes 28 de junio de 1989. La tristeza de aquel día fue combatida a punta de discos, lectura y tijeras. En tiempos previos a Google, esa mañana suponía la oportunidad de encontrar información valiosa entre las notas necrológicas que copaban los diarios. El fin de semana siguiente también; las revistas dedicarían números enteros a contar la vida de Alfredo Sadel, el ídolo que acababa de morir.
Crecí en un hogar en el que los próceres no son guerreros a caballo, políticos ni estrategas militares. Son mujeres y hombres que hacen magia de los sonidos —y los que no cantan, componen y tocan, juegan béisbol—. Son semidioses que no duermen en libros de historia ni frescos nacionalistas, sino que viven y nos acompañan, como una banda de fantasmas felices, cada vez que encontramos una excusa para celebrar nuestras vidas con las suyas.
Sadel siempre está en primer plano. En casa, él siempre es el artista que cierra. La cabeza del cartel. Sus compactos forman torres que representan nuestro bagaje. Sus vinilos, hileras que han agudizado nuestra sensibilidad musical. En la discoteca de mi padre, donde conviven Sinatra y Gardel, Aretha Franklin y Gualberto Ibarreto, los Beatles y La Dimensión Latina, La Billo’s y Barry White, Aldemaro Romero y Julio Iglesias, Alfredo Sadel es el líder en ventas. Es el que más ha cantado y, sin embargo, el que conserva la voz intacta.
Fue de los cantores favoritos de mis abuelos, nacidos en los años 20. Es el ídolo de mi padre, que nació en octubre de 1949. Y es una presencia constante en las listas de reproducción de mis hermanos y yo, que llegamos entre la década de los 70 y la siguiente. Es el único artista que logró cautivar a tres generaciones de Guaraches melómanos. Sadel es un cordón que nos conecta y que, paradójicamente, se ha vuelto aún más poderoso ahora que estamos desperdigados entre Venezuela, Ecuador y Colombia, manteniéndonos al día a través de videollamadas.
A medida que envejecen, los hombres suelen contar las mismas anécdotas con más frecuencia. Fernando Guarache Chópite, mi papá, atesora, como si lo guardase en un cofre, el momento en que estrechó la mano de Alfredo Sánchez Luna. Cuando lo llamo y le cuento que quiero escribir sobre Sadel a propósito de los 30 años de su muerte, sonríe complacido. Esta vez soy yo quien le pide que me eche un cuento que he escuchado varias veces. Sin revisar libreta foto ni calendario, dispara la fecha: “Fue el 9 de diciembre de 1988. Un concierto que dio en el Colegio de Ingenieros de Cumaná”.
Recuerda que conversó con él. Que fue muy amable aunque ya estaba adolorido. Un amigo suyo, colega médico, llamó a mi papá para que juntos ayudaran al personaje a subir al escenario, desde donde ofreció un recital inolvidable acompañado por una pista. Meses después sería editada una colección de discos suyos que hizo crecer las torres y las hileras de álbumes de esa quinta en la que me crecí. Al poco tiempo sería homenajeado por Carlos Andrés Pérez, que apenas comenzaba su segundo mandato presidencial en medio de turbulencias. Seis meses y tres semanas después, se despedía de este mundo para habitar otro y los recortes de prensa que hablaban de él en tiempo pasado empezaron a apilarse en aquella gaveta que no tenía el menor atractivo para un niño curioso que soñaba con ser poeta o grandeliga o las dos cosas.
Pasó el tiempo y llegó el momento en que sí me interesó, porque “Desesperanza”, “Mi canción”, “Tú no comprendes” y “Yo soy aquel cantor” se colaron inevitablemente en mi habitación de canciones favoritas. “Di”, “Aquellos ojos verdes”, “Vereda tropical”, una hermosa composición de Billo Frómeta llamada “Canción sin título” y un tango que nadie canta como él, titulado “Nostalgia”, dejaron de pertenecer a la categoría música que oye papá. Sadel, sin esforzarse, cantando a dos o tres pasos de los micrófonos, siempre con esa sonrisa magnética, lo volvió a lograr y se abrió espacio entre los Beatles, Pearl Jam y Soda Stereo; entre Pink Floyd, Amy Winehouse, Desorden Público y Los Amigos Invisibles.
No sé cómo lo hace, pero Sadel canta cada vez mejor. Es el mismo registro, la misma grabación, el mismo artista, pero cada año que pasa, mientras todo lo demás parece envejecer, volverse áspero y avinagrado, su canto florece. La misma canción, poco después, fluye con más nitidez desde el altavoz. Debe ser un fenómeno que le ocurre a esos cantantes que son primero sentimiento y después todo lo demás.
Sadel podía interpretar con soltura pasodobles, rancheras, tangos y boleros, y también joropos y merengues caraqueños. Sadel, quien escribió canciones hermosas —varias de ellas en ritmos de raíz tradicional—, comenzó a llevar música venezolana por el mundo mucho antes del neofolklore, sin 1×1 ni Ley Resorte. En su repertorio viajaban obras de Aldemaro Romero, Billo Frómeta, María Luisa Escobar, Juan Vicente Torrealba e incluso una joya, titulada “Escríbeme”, a través de la cual Guillermo Castillo Bustamante expresó su melancolía desde Guasina, tras las rejas de una celda en la que fue encerrado por pensar distinto en los años duros de la dictadura perejimenista.
Sadel, un artista que grabó más de 100 álbumes, llevó su venezolanidad al Ed Sullivan Show, el programa con mayor raiting de la televisión estadounidense del momento, el mismo que disparó la beatlemanía cuando John, Paul, Ringo y George visitaron Nueva York por primera vez. Sadel brilló en la era dorada del cine mexicano y logró un contrato de la Metro Goldwyn Mayer. Y el mismo Sadel mandó todo eso al carajo cuando estaba en su cúspide de fama porque soñaba con irse a Europa a cultivar el canto lírico y llegar a la escena operística. ¿Y saben qué? Lo logró. Pero decidió volver a casa, a su país, a una Venezuela de la que no podía mantenerse lejos demasiado tiempo y por la que había arriesgado mucho, ayudando a quienes, desde el exilio, lucharon para recuperar la libertad.
Hoy Sadel representa una venezolanidad que pareciera desvanecerse. La Venezuela del humor fino y las buenas costumbres, del talento y la gracia, del esfuerzo y la recompensa. Un país que aún existe, aunque demacrado. Un país con el que no cuesta reconciliarse si es a través de aquel hombre ilustre que nació en el centro de Caracas para cautivar al mundo con su voz.
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HOLA GAGOMAN // Mientras me deleitas el Alma con esa remembranza familiar sobre el gran SADEL…mi menú de «archivos de recordatorios especiales» registra una actividad frenética, una especie de competición por ver cuáles son las evocaciones que más nos tocan el conducto lagrimal.
Decir SADEL es decir el Tío Perico…el Viejo CHOPITE: quien me concedió en especial hora, el honor de ser incluido en la familia como «hijo adoptivo-afectivo» y de allí el parentesco que me une a las cuatro generaciones de Guaraches que pueblan desde nuestra Cumanacoa hasta la casa de la Tía Beatriz…antes del éxodo hacia Suramérica. El Viejo Chopite era y es Sadelista al igual que lo fue del Maestro Billo Frometa o del mexicano Genaro Salinas: nuestras conversas (siempre muy prolongadas y mejor escanciadas por los efluvios de Baco) eran toda una catedra acerca de la trayectoria de esa voz de amplio espectro que iba desde el Pasodoble (tu padre me regalo EL RELICARIO) hasta una noche en el Bolshoi de Moscow cantando KATIUSKA en vocalización de tenor con un DO que bien pudo haber causado la admiración de Pavarotti il grande de l.Italia. Pero SADEL tiene una impronta tan poco común…que es muchas veces soslayada ù opacada por sus arpegios…es la VENEZOLANIDAD, virtud solo reservada a pocos (aunque muchos la pregonen),,,fue hombre que ayudo generosamente a la Diáspora de tiempos oscurantistas, hombre que no ceso en acobijar en su entorno el repertorio de los héroes de otrora. Todas esas historias tuve la suerte de escucharlas en la Qta. FANNY que era poco decir…fue mi otra casa y el jardín de mis párvulos. A veces, el tono subía tres octavas y entraban los cuasifanatismos que pueblan nuestra historia de Melómanos…el tema era álgido: Sadel Vs. Pirela…y allí entraban actores de profunda raigambre pentagramistica…cito con especial satisfacción a Hernando Mariña Soucre y su esposa Yulia Yabur de Mariña y su hijo mayor…mi hermano de la vida Héctor Luis «a» Pitirre. En esas disquisiciones musicales…nunca llegamos a puntos particulares de convergencia…sencillamente cuando los frascos de bebidas espirituosas inundaban ad integrum la discusión…venia el «vamos palkarajo y mañana seguimos hablando»…NO podía haber conclusión porque todo nuestro repertorio era de egregias voces que engalanan hoy el cielo…todos nos hicieron felices…aunque en todo cuantitativo debamos admitir que Sadel era el icono…el punto de inflexión que nos hacía ver el colofón de tan buenos encuentros.
Me has emocionado en grado superlativo mientras escucho cuentos de la cofradía de los Guarache…y ni que decir, que, en la escuela de Medicina de Angostura (donde tu padre y este servidor nos formamos) era común escuchar «Fernando Guarache Chopite..el del Mustang..es el hombre que más sabe sobre Sadel en la UDO»…doy FE que es así.
GRACIAS MI AMIGO: desde tierras ibéricas recibe un abrazo Sadelista.
PD: Alguna vez he de contarte las discusiones con el Viejo Chopite…cuando entrabamos sobre terrenos movedizos…Aldemaro Romero vs Billo Frometa. Pero ese es otro capitulo