Escríbeme: Un himno a la democracia en traje de bolero

Escríbeme: Un himno a la democracia en traje de bolero

Publicado originalmente en Guatacanights.com el 23 de enero de 2021

Guillermo Castillo Bustamante vivía sus peores días. En agosto de 1956 el pianista, fundador de la primera orquesta moderna, la Swing Time, colega cercano de Antonio Lauro, colaborador de Pedro Vargas, amigo de gente como María Luisa Escobar, Alfredo Sadel e incluso Vicente Emilio Sojo y Juan Bautista Plaza, seguía en la Cárcel de Ciudad Bolívar por oponerse a la dictadura de Marcos Pérez Jiménez. Flaco y débil, soportando maltratos, anhelando la libertad y rogando noticias de su familia, convirtió su incertidumbre, su melancolía, dolor e impotencia, toda esa pasta agria y espesa, en belleza.

Antes, en abril de 1952, tras ser detenido por la Seguridad Nacional, policía política del régimen perejimenista, Castillo Bustamante había sido torturado. De la prisión El Obispo, del barrio El Guarataro de Caracas, pasó a la Cárcel Modelo, hasta que a finales de julio de ese mismo año se convirtió en uno de los centenares de presos políticos enviados a Guasina, una isla del Delta del Orinoco cuyo nombre sería desde entonces sinónimo de barbarie.

Libros como Se llamaba SN (1964) y Guasina, donde el río perdió las siete estrellas (1982), de José Vicente Abreu, o documentales más recientes como Tiempos de dictadura (2008) de Carlos Oteyza, reflejan los vejámenes a los que fueron sometidos los opositores a Pérez Jiménez en ese islote pantanoso devenido en campo de concentración, rodeado de pirañas, habitado por culebras, alimañas y caimanes, a merced del hambre, el tifus, la Guardia Nacional, el mal de chagas, la Seguridad Nacional y el paludismo. 

Cuentan que el artista aprovechaba pequeños espacios al reverso de las cajetillas de cigarros para esbozar partituras. Cuentan que hubiese sido fusilado de no ser por la rebeldía de un tal teniente Contreras, que, aun consciente de que arruinaba su carrera militar, intercedió para preservar la vida del hombre que pocos años más tarde escribiría esa canción hermosa que se haría popular en las voces, primero de Alfredo Sadel y después del chileno Lucho Gatica y el mexicano Javier Solís

De Guasina, clausurada en diciembre del 52 por una inundación—que cualquiera atribuiría a una intervención divina—, lo trasladaron a la Cárcel de Ciudad Bolívar. El monseñor Juan José Bernal, único visitante que llevaba consuelo y alivio, supo de su oficio y consiguió un piano destartalado cedido por una familia guayanesa. Castillo Bustamante lo reparó y, cuando se lo permitían, tocaba y componía.

A los presos no les permitían visitas ni llamadas. Una carta quincenal representaba su único contacto con el mundo y sus querencias. La raíz de sus versos más conocidos es esa ansiedad, esa necesidad imperiosa de recibir misivas de su hija Inés que contuvieran alguna novedad de ella y el resto de la familia, especialmente de su esposa, la otra Inés, que también había sido torturada y enviada a una cárcel de mujeres al occidente del país, a San Carlos, Cojedes:

Me hacen más falta tus cartas
que la misma vida mía,
lo mejor morir sería
si algún día me olvidaras.

Escríbemees uno de los 90 temas que el artista creó durante su reclusión. Es, además, una canción que probó muy pronto su poder: El autor la tocaba allí y los presos de los cuatro pabellones, que no se veían entre sí, se sabían la letra y la cantaban al unísono. Así lo contó Inés Castillo, esa misma hija de la que el compositor esperaba correspondencia, en un libro que ella tituló con la primera línea de la canción: Son tus cartas mi esperanza (2016).

En septiembre de 1957, Castillo Bustamante fue expulsado del país y se encontró en Costa Rica con su amigo Alfredo Sadel. El tenor de Venezuela —¡qué mejor voz para trasmitir el mensaje!— se enamoró de esa música y esa letra a la primera oída y, apenas viajó a su patria, la difundió a través del medio más potente que encontró. Dándole el crédito a su autor, retando al tirano y jugándose su propio pellejo, Sadel interpretó Escríbeme por primera vez en El Show de las Doce, que Víctor Saume (otro valiente) conducía los mediodías a través de Radio Caracas Televisión.

Poco después cayó la dictadura. Ese mismo año, 1958, se editaron las versiones de Lucho Gatica y Javier Solís, las primeras en una lista a la que se sumarían La Rondalla Venezolana, Simón Díaz y, más recientemente, Ilan Chester y el tenor Aquiles Machado, quien la interpretó para La Canción de Venezuela Vol. 2 (Guataca, 2009), grabado junto al guitarrista Aquiles Báez y al violinista Alexis Cárdenas.

De las 300 canciones que escribió Guillermo Castillo Bustamante, nacido en Caracas el 25 de junio de 1910 y fallecido en su misma ciudad natal el 6 de octubre de 1974, la más exitosa fue precisamente esa que surgió en aquellos días aciagos.

La pieza cumplió —y cumple— una doble función. La letra, desprovista de su contexto original, puede ser un bolero que acompañe los tragos amargos del amor no correspondido, de la distancia y el silencio. Para los venezolanos siempre será otra cosa, especialmente si prestamos atención al eco de aquellos que la cantaban en prisión junto a su autor, o al de los otros que la coreaban al volver del exilio. Escríbeme, un canto contra la injusticia y la persecución política. En fin, un himno velado a la democracia.

Aquiles Machado: Sadel es un monumento en nuestra memoria

Aquiles Machado:  Sadel es un monumento  en nuestra memoria

Publicado originalmente en Guatacanights.com el 16 de julio de 2019. Enlace aquí

 

Aquiles Machado visitó su tierra expresamente para rendirle homenaje a uno de sus ídolos a 30 años de su muerte. Quienes asistieron el viernes 5 de julio, en fecha patria, a celebrar la vida y obra de Alfredo Sadel a través de su voz, experimentaron emociones muy complejas. El recital se enmarca en un festival con varias capas de significación. Una cita que celebra el talento y la gracia, pero que, de igual forma, realza la venezolanidad en tiempos de oscuridad.

Frente a una repleta sala de conciertos del BOD de La Castellana, Machado recorrió joyas como “Aquellos ojos verdes”, “Escríbeme”, “Desesperanza” y “Vereda tropical”, cantó con Soledad Bravo y hasta invitó al escenario a Alfredo Sánchez, presentador de la noche e hijo del personaje homenajeado. Además, ofreció un discurso que sirve como declaración de principios. He aquí un fragmento:

“Alfredo Sadel jamás se negó a enfrentarse a una dificultad. Cuando estaba en la cúspide de su carrera como cantante popular, decidió abordar y estudiar nuevas cosas. Entrenarse en una cosa que él pensaba que también tenía que hacer, y lo hizo hasta el final y hasta las últimas consecuencias. Eso es algo que nos enseña y que nos habla mucho del tipo de persona que era Alfredo Sadel y que además nos hace entender porqué nosotros hoy tenemos que estar rindiéndole un homenaje. Son ese tipo de personas las que nos enseñan qué tipo de venezolanos tenemos que ser”.

 Machado (Barquisimeto, 1973) acababa de culminar una temporada de Carmenen el Teatro Bolshoi de Moscú, un hito que se suma a su historia de éxitos en el universo operístico, donde ha interpretado papeles protagónicos en el Teatro Real de Madrid y el de la Zarzuela, la Ópera de Roma y las de Washington, Los Ángeles y Zurich; el Teatro San Carlo de Nápoles y el Gran Teatre de Liceu de Barcelona. Y también, en la Deutsche Oper de Berlín, el Metropolitan Opera House de Nueva York y el Teatro alla Scala de Milán.

Venezuela está siempre en el pensamiento del cantante. En un baúl muy preciado, guarda su romance con la música de su país, que ha dado como fruto dos volúmenes antológicos de La canción de Venezuela, producciones de Guataca concebidas por Aquiles Báez, que le permitieron recorrer algunas de las creaciones más logradas del cancionero venezolano. En el futuro, quiere involucrarse en la dirección escénica y orquestal, pero también sueña con unificar los teatros de Venezuela y rescatar el Teresa Carreño.

—¿Cómo se pasa el switch de lo lírico a lo popular?

—La diferencia entre una cosa y otra está en cómo es el nivel de comunicación. Cuando canto ópera, funciona un entramado que tiene que ver con una historia, un libreto, y allí evidentemente hay un condicionante que es el estilo. Cuando pasas a la música popular también es importantísimo respetar el estilo, pero la palabra pasa a ser dominante. Y generalmente se hace en un formato más íntimo, más cercano al público. El artista se comunica directamente. A mí manera de verlo, creo que nosotros subestimamos nuestra música popular, que es nuestro Schubert, nuestro Brahms, nuestra música camerística-académica. Tenemos esas formas que son equivalentes a muchas otras de música camerística centro-europea. Lo que hago es tratar de entender cuál es la sonoridad de lo que voy a interpretar. Ahí está lo interesante. No se trata de que uno haga menos técnicamente, sino que la aplicación técnica es distinta. La palabra, el fraseo, los sonidos, responden a un tipo de sensibilidad diferente. Al igual que nosotros nos acercamos a la música alemana cuando hacemos música de cámara, procurando entender esa sensibilidad, acá uno intenta lo mismo. La diferencia está en que la sensibilidad inherente a la música venezolana uno la lleva innata.

—¿Cuál es el primer recuerdo de Sadel que registras desde tu infancia?

—Cuando era niño, escuchaba cantar a mi familia, los amigos de mi papá y mi mamá. En las fiestas siempre había alguien con una guitarra, o alguien que se animaba a cantar a capella, y eso me encantaba. Con el tiempo, como a los 9 años, descubrí que estaban interpretando a un señor muy famoso que se llamaba Alfredo Sadel. Los de Sadel estaba entre una colección enorme de discos que mi papá compró, junto con los de Felipe Pirela, Danny Rivera y de un montón de gente que cantaba boleros y también música folclórica. A mí me produjo mucha curiosidad algo que descubrí. Empecé a entender que Sadel había marcado el oído de la gente: la gente no cantaba las canciones, sino las versiones de Sadel. Me produjo mucha impresión aquello de que la gente quería cantar como él. Él marcó el oído de una generación de venezolanos. En aquella época la sonoridad, sobre todo la del bolero, era única y exclusivamente la sonoridad de Sadel. Aprendimos a cantar con ese fraseo. Oírlo de otra forma me sonaba extraño, y hay cosas que todavía me siguen sonando extraño, a pesar de que son de gente famosísima que canta muy bien. Hoy, cuando voy a estudiármelas, inmediatamente lo que hago es buscar esas versiones de los viejos cantantes, y entre ellos uno de esos pilares es Sadel. Las reviso bien porque ahí está un conocimiento colectivo del que uno no se puede aislar.

—Y más adelante, cuando te encaminaste a ser cantante, ¿qué representaba para ti?

—Cuando quise ser cantante lírico, ya Sadel era cantante lírico. Yo lo conocí primero, viéndolo en televisión, como cantante lírico. Fue una de las voces que me impresionó. Recuerdo bien un disco de él y otro de Alfredo Kraus que teníamos en casa. Luego aparecieron otros cantantes, pero esas dos grabaciones me impresionaron mucho.  También me impresionó una cosa en especial: saber que Alfredo Sadel cantaba ópera, pero la ópera que cantaba eran las canciones que cantaban en mi casa. Eso fue algo que a mí me impactó, porque la voz era una voz lírica. Eso era algo muy de avanzada. Hoy en día convivimos con eso con naturalidad, pero en aquella época era un reto; esos artistas que utilizaban el canto para otro tipo de música. Ya vemos con normalidad, por ejemplo, que Tomatito toque el Concierto de Aranjuez, pero eso no era común antes. Había muchos prejuicios que separan la música académica de la popular.

—Para un cantante lírico, que además lleva tiempo viviendo fuera de su país, ¿qué representa la música venezolana en su cotidianidad?

—La música venezolana es una conexión que tengo con mis raíces. Intento, en la medida de lo posible, estar ligado a ella. Obviamente, yo trabajo con música de muchos otros países, pero eso lo único que hace es reafirmarme en lo que soy. Cuando abordo música de otras latitudes siempre descubro que en ella están gérmenes, semillas, células de mi propia música. Me hace sentir que nosotros formamos parte de toda esa cosmogonía universal de la música y que tenemos mucho de todo lo que ocurre allí, sobre todo en Europa. Además de eso, estamos mezclados con nuestra africanidad y nuestra herencia indígena, y eso nos hace inmensamente ricos culturalmente. Soy un defensor de esa herencia y creo que deberíamos sentirnos muy orgullo de la música venezolana. En casa siempre estoy tocando cuatro para las niñas, cantando cancioncitas, y cuando viajo, en mi tiempo libre, siempre estoy pensando en cómo nuestra complejidad musical viene de cosas que quizá en la música centro-europea eran gérmenes sencillos que se fueron complicando hasta transformarse en lo que hoy conocemos como nuestro folclore y nuestra música popular. Vivimos un momento muy importante en el que es fundamental estar cerca de nuestras raíces porque son ellas las que nos van a salvar, y creo que fortaleciéndolas en nuestra actividad y en lo que hacemos, podremos partir con buen pie en la construcción de esa Venezuela que soñamos.

—De este viaje a Venezuela, habiendo cantado en el festival La Venezuela de Sadel, ¿qué te llevas?

—Hacerle el homenaje a Sadel ha sido muy emocionante y, obviamente, una gran responsabilidad. Es una figura icónica. Es un enorme venezolano. Un monumento en nuestra memoria. Me queda la emoción de haberlo hecho y de ver que la gente lo recordó y lo disfrutó a través de lo que nosotros hicimos musicalmente. Creo que es muy importante hacer este tipo de homenajes. Nosotros tenemos que recordar lo que hacían los venezolanos insignes en su tiempo y pensar lo que debemos hacer nosotros en el nuestro. Sadel fue una persona comprometida con todo lo que era la Venezuela mejor. Fue una persona comprometida consigo misma para ser mejor: mejor músico, mejor cantante, mejor persona. Creo que es una premisa que nosotros debemos tener como personas y como ciudadanos, que es algo muy importante porque ser mejores artistas o mejores personas tiene que ver con el aspecto individual, pero ser mejor ciudadano es parte de una conciencia colectiva. Si nosotros no entendemos, respetamos y compartimos el espacio de nuestros semejantes, no nos vamos a desarrollarnos nunca como sociedad, como país, como nación. Eso es fundamente y muy necesario en este momento que vivimos, donde la corrupción y la intencionada destrucción de nuestros principios morales, nos ha llevado a convertirnos en unos sobrevivientes.

—¿Cuáles son tus retos en el futuro como cantante y qué planes tienes a largo plazo?

—El reto es continuar con mi carrera y llegar a los 60. En esta década que ahora enfrento, tengo que plantearme lo que voy a hacer luego. Tengo muchos planes, muchas ideas: trabajar en dirección escénica y en dirección orquestal, iniciar proyectos educativos más formales e intensos y crear un proyecto de terapia musical. Otra de las cosas que quisiera es recuperar el vínculo con las instituciones culturales en Venezuela. Sé que ahora es difícil y que vamos a estar durante unos años (esperemos que no tantos) en una situación caótica y desfavorable, en vista de que soy abiertamente opositor al régimen que vivimos. Quisiera apoyar en la unificación de teatros del país para lograr una programación conjunta que active la vida cultural de esas ciudades. Quisiera formar parte del equipo que se encargue de rescatar el Teresa Carreño y que lo vuelva a ubicar entre los teatros más importantes del mundo.

 

Sadel por siempre

Sadel por siempre

Publicada originalmente en Guatacanights.com el 28 de junio de 2019. Enlace aquí

 

Una carpeta con recortes de prensa, que ha permanecido en la última gaveta de la mesa de noche de mi padre durante 30 años, comenzó a engordar desde el martes 28 de junio de 1989. La tristeza de aquel día fue combatida a punta de discos, lectura y tijeras. En tiempos previos a Google, esa mañana suponía la oportunidad de encontrar información valiosa entre las notas necrológicas que copaban los diarios. El fin de semana siguiente también; las revistas dedicarían números enteros a contar la vida de Alfredo Sadel, el ídolo que acababa de morir.

Crecí en un hogar en el que los próceres no son guerreros a caballo, políticos ni estrategas militares. Son mujeres y hombres que hacen magia de los sonidos —y los que no cantan, componen y tocan, juegan béisbol—. Son semidioses que no duermen en libros de historia ni frescos nacionalistas, sino que viven y nos acompañan, como una banda de fantasmas felices, cada vez que encontramos una excusa para celebrar nuestras vidas con las suyas.

Sadel siempre está en primer plano. En casa, él siempre es el artista que cierra. La cabeza del cartel. Sus compactos forman torres que representan nuestro bagaje. Sus vinilos, hileras que han agudizado nuestra sensibilidad musical. En la discoteca de mi padre, donde conviven Sinatra y Gardel, Aretha Franklin y Gualberto Ibarreto, los Beatles y La Dimensión Latina, La Billo’s y Barry White, Aldemaro Romero y Julio Iglesias, Alfredo Sadel es el líder en ventas. Es el que más ha cantado y, sin embargo, el que conserva la voz intacta.

Fue de los cantores favoritos de mis abuelos, nacidos en los años 20. Es el ídolo de mi padre, que nació en octubre de 1949. Y es una presencia constante en las listas de reproducción de mis hermanos y yo, que llegamos entre la década de los 70 y la siguiente. Es el único artista que logró cautivar a tres generaciones de Guaraches melómanos. Sadel es un cordón que nos conecta y que, paradójicamente, se ha vuelto aún más poderoso ahora que estamos desperdigados entre Venezuela, Ecuador y Colombia, manteniéndonos al día a través de videollamadas.

A medida que envejecen, los hombres suelen contar las mismas anécdotas con más frecuencia. Fernando Guarache Chópite, mi papá, atesora, como si lo guardase en un cofre, el momento en que estrechó la mano de Alfredo Sánchez Luna. Cuando lo llamo y le cuento que quiero escribir sobre Sadel a propósito de los 30 años de su muerte, sonríe complacido. Esta vez soy yo quien le pide que me eche un cuento que he escuchado varias veces. Sin revisar libreta foto ni calendario, dispara la fecha: “Fue el 9 de diciembre de 1988. Un concierto que dio en el Colegio de Ingenieros de Cumaná”.

Recuerda que conversó con él. Que fue muy amable aunque ya estaba adolorido. Un amigo suyo, colega médico, llamó a mi papá para que juntos ayudaran al personaje a subir al escenario, desde donde ofreció un recital inolvidable acompañado por una pista. Meses después sería editada una colección de discos suyos que hizo crecer las torres y las hileras de álbumes de esa quinta en la que me crecí. Al poco tiempo sería homenajeado por Carlos Andrés Pérez, que apenas comenzaba su segundo mandato presidencial en medio de turbulencias. Seis meses y tres semanas después, se despedía de este mundo para habitar otro y los recortes de prensa que hablaban de él en tiempo pasado empezaron a apilarse en aquella gaveta que no tenía el menor atractivo para un niño curioso que soñaba con ser poeta o grandeliga o las dos cosas.

Pasó el tiempo y llegó el momento en que sí me interesó, porque “Desesperanza”, “Mi canción”, “Tú no comprendes” y “Yo soy aquel cantor” se colaron inevitablemente en mi habitación de canciones favoritas. “Di”, “Aquellos ojos verdes”, “Vereda tropical”, una hermosa composición de Billo Frómeta llamada “Canción sin título” y un tango que nadie canta como él, titulado “Nostalgia”, dejaron de pertenecer a la categoría música que oye papá. Sadel, sin esforzarse, cantando a dos o tres pasos de los micrófonos, siempre con esa sonrisa magnética, lo volvió a lograr y se abrió espacio entre los Beatles, Pearl Jam y Soda Stereo; entre Pink Floyd, Amy Winehouse, Desorden Público y Los Amigos Invisibles.

No sé cómo lo hace, pero Sadel canta cada vez mejor. Es el mismo registro, la misma grabación, el mismo artista, pero cada año que pasa, mientras todo lo demás parece envejecer, volverse áspero y avinagrado, su canto florece. La misma canción, poco después, fluye con más nitidez desde el altavoz. Debe ser un fenómeno que le ocurre a esos cantantes que son primero sentimiento y después todo lo demás.

Sadel podía interpretar con soltura pasodobles, rancheras, tangos y boleros, y también joropos y merengues caraqueños. Sadel, quien escribió canciones hermosas —varias de ellas en ritmos de raíz tradicional—, comenzó a llevar música venezolana por el mundo mucho antes del neofolklore, sin 1×1 ni Ley Resorte. En su repertorio viajaban obras de Aldemaro Romero, Billo Frómeta, María Luisa Escobar, Juan Vicente Torrealba e incluso una joya, titulada “Escríbeme”, a través de la cual Guillermo Castillo Bustamante expresó su melancolía desde Guasina, tras las rejas de una celda en la que fue encerrado por pensar distinto en los años duros de la dictadura perejimenista.

Sadel, un artista que grabó más de 100 álbumes, llevó su venezolanidad al Ed Sullivan Show, el programa con mayor raiting de la televisión estadounidense del momento, el mismo que disparó la beatlemanía cuando John, Paul, Ringo y George visitaron Nueva York por primera vez. Sadel brilló en la era dorada del cine mexicano y logró un contrato de la Metro Goldwyn Mayer. Y el mismo Sadel mandó todo eso al carajo cuando estaba en su cúspide de fama porque soñaba con irse a Europa a cultivar el canto lírico y llegar a la escena operística. ¿Y saben qué? Lo logró. Pero decidió volver a casa, a su país, a una Venezuela de la que no podía mantenerse lejos demasiado tiempo y por la que había arriesgado mucho, ayudando a quienes, desde el exilio, lucharon para recuperar la libertad.

Hoy Sadel representa una venezolanidad que pareciera desvanecerse. La Venezuela del humor fino y las buenas costumbres, del talento y la gracia, del esfuerzo y la recompensa. Un país que aún existe, aunque demacrado. Un país con el que no cuesta reconciliarse si es a través de aquel hombre ilustre que nació en el centro de Caracas para cautivar al mundo con su voz.