Cielo de diciembre: La Navidad según Aquiles Báez

Cielo de diciembre: La Navidad según Aquiles Báez

Publicado originalmente el 18 de diciembre de 2020 en Guatacanights.com

Una cosa llevó a la otra. En diciembre de 2008 Aquiles Báez tomó el teléfono, llamó a tres, cuatro… en fin, a un grupo de amigos que fue multiplicándose, para presentar un espectáculo decembrino. El carácter de la Sra. Parra Anda, el álter ego fiestero, dicharachero y simpático que se inventó para celebrar la Navidad, fue cobrando forma in situ, en el escenario, año tras año. Más de una década después, al fin, la doña parrandera cobró forma de disco.

Cielo de diciembre, canción que le da título al álbum, es una composición de Báez que sirve de tema central. Es una suerte de telón que abre el espectáculo subrayando la belleza de Caracas durante el último mes del año; el azul profundo de su cielo que se une a un Ávila que reverdece y la abraza. Pero no todo es naturaleza y armonía. La letra no desconoce el drama que vive la “ciudad-pesebre” y la pobreza de sus cerros. Al mismo tiempo, clama por un futuro mejor.

Un manto de voces arropa los estribillos y cada cantante da un paso al frente para encargarse individualmente de las estrofas. No hay protagonistas ni secundarios; en la Sra. Parra Anda todos están en primer plano porque, además, no son voces cualquiera. Es un coro de lujo, conformado por los habituales de la farra: Betsayda Machado, de la Parranda El Clavo, Ana Isabel Domínguez, César Gómez, Williams Mora y las dos extremidades del dúo Pomarrosa, Marina Bravo y Zeneida Rodríguez. A ellos se suman invitados como Mariana y Ángel Ricardo Gómez, Nereida Machado y Ricardo Mendoza.

Aquiles Báez, uno de esos artistas que no paran de crear y de los que quizá es más numerosa la obra que permanece inédita, fue sumando nuevos números al repertorio. De su inspiración surgieron nueve de las 11 pistas que conforman el álbum, entre ellas Kapital, una parranda que ironiza a partir de la ambición por el dinero y las dificultades para conseguirlo en un país con enormes problemas económicos. El propio guitarrista toma la voz cantante y dice: No es rico ni acaudalado, ni empresario-inversionista/ todo el que roba dinero y se la da de socialista.

Báez escribió El sol del lago, una gaita de tambora con intro de tambores afrovenezolanos dedicada a San Benito; El pimentón, una oda a golpe de parranda a ese vegetal verde o colorado omnipresente en los guisos criollos; un merengue caraqueño humorístico llamado El cochino, que discurre sobre la vieja costumbre del cochinito de los aguinaldos; y Suenan las campanas, una parranda con un beat más acelerado para bailar en familia y celebrar el nacimiento del Niño Dios. Es un tema ideal para la medianoche del 24 de diciembre, una banda sonora que va bien con el ponche crema, el pernil, las hallacas y el pan de jamón. Pero ocurre que, a esta hora de nuestra historia, tan accidentada y dolorosa, con tanta penuria y tantos venezolanos desperdigados por el mundo, trae consigo una carga de añoranza y nostalgia ineludible.   

La música de Cielo de diciembre es impecable, como es de esperarse en un trabajo de Báez, experimentado compositor, arreglista y productor. Si en directo la fiesta suele nutrirse de la chispa humorística, la improvisación y la interacción entre un público y una audiencia que suelen ignorar la línea que los separa, en el álbum salen de relieve sus delicados arreglos. Báez, además de cantar algunas estrofas, arregló, dirigió, grabó cuatros y, por supuesto, tocó a su compañera inseparable: la guitarra. Se apoyó, en la base, del baterista Adolfo Herrera, el bajista Carlos Rodríguez y los percusionistas Jorge Villarroel y Julio Alcocer. A ellos se sumaron el trompetista Roderick Alvarado, el trombonista Joel Martínez y los saxofonistas Frank Haslam, Glen Tomasi y Léster Paredes.

A sus creaciones, Aquiles agregó dos joyas que hacen más heterogénea la gama de ritmos del disco: María del aire, una pieza con aire de tamunangue dedicada a la virgen de todos, a la María omnipresente, obra de Ignacio Izcaray; y La elegida, una gaita clásica y sabrosa de Renato Aguirre que es una plegaria a la Virgen de la Chiquinquirá.

En la mitad del recorrido aparece, como una maestra de ceremonia, La Sra. Parra Anda, una parranda —obviamente— con arreglos de metales, que funciona como un perfil del personaje que son todos los involucrados en el álbum y, al mismo tiempo, no es nadie. Es bailadora pero también quejona. Anda en bicicleta, le encanta un tambor, come bastante parrilla y detesta el reguetón. No es sifrina, es “burda de hippie” y se la pasa en Facebook. Es popular y hasta la quieren de alcaldesa. Pero es, sobre todo, muy venezolana. La Sra. Parra Anda cree en Venezuela y ese es un mensaje que aparece por cada rincón de una obra que es la recreación de sus fiestas.

De ellase desprende otro tema que enfatiza el optimismo, por si a alguien no le queda claro el mensaje. Se llama El futuro es la esperanza y es una invitación a no abandonar la tierra que nos es propia. Es como una arenga introspectiva. Como esas cosas que decimos a otros para, en el fondo, convencernos a nosotros mismos.

El sabor de las uvas

El sabor de las uvas

Antes de que el calendario expirara, el abuelo se abstraía, soltaba el güisqui por un momento, acomodaba el vinilo sobre el tocadiscos y dejaba caer la aguja justo antes de unas campanadas y el primer verso, el mismo que había sonado el anterior diciembre, el que antecedió a ese, el otro y el otro. Madre: esta noche se nos muere un año

El abuelo, El Pay para nosotros, Doctor Fernando Guarache Mello para el resto, insistía en exponernos a esas verdades, esos sentimientos, esa sabiduría de antaño. Los demás, los pequeños explotando cebollitas contra el piso y los mayores maraqueando el escocés con finos movimientos de muñeca, no comprendíamos absolutamente nada. Eran vainas de viejo, pensábamos.

La casa de la abuela, La May para nosotros, Señora Beatriz para el resto, suponía varias certezas, y más aún en estas fechas. En aquella quinta, al final de la avenida Andrés Bello de Cumaná y frente al mar que separa la ciudad de la península de Araya, segurísimo habría pernil, hallacas, pan de jamón, ponchecrema, todo el combo navideño. También, en contraste con los fuegos artificiales, sonaría la voz metálica de otro Andrés, que venía del pasado para recitarnos su propia obra.

Las palabras emanaban del estéreo, testarudas y secas. Todos querían gaita zuliana, parranda, guaracha; pero el poeta se empecinaba en recordarnos que las doce uvas no siempre saben igual. Contra gritos de Feliz Año, espaldarazos sonoros y choque de copas, continuaba sus estrofas, que penetraban una a una el alma taciturna del abuelo, El Pay, el Doctor Guarache. 

Y ahora, madre, que tan sólo tengo
las doce uvas de la Noche Vieja,
hoy que exprimo las uvas de los meses
sobre el recuerdo de la viña seca,

siento que toda la acidez del mundo

se está metiendo en ella,
porque tienen el ácido de lo que fue dulzura
las uvas de la ausencia.

Cuentan que el joven Andrés Eloy Blanco, abogado, político, congresista, diplomático, poeta, humorista, uno de los cumaneses más ilustres del siglo XX, estaba nostálgico en la Navidad de 1923. Soportando el invierno y la soledad en Madrid, donde se encontraba a raíz del premio de poesía que recibió por su Canto a España, escribió aquellas líneas, de las que brotan el amor por su madre y la pesadumbre por recibir el primero de enero lejos de casa, a miles de kilómetros de distancia.

¡Madre, cómo son ácidas/las uvas de la ausencia!, se conmovía Andrés Eloy desde España y desde los años 20 cuando nosotros en Suramérica acabábamos de estrenar la década de los 90. El poema sonaba lejano. Aquel mensaje no parecía dirigido a nosotros. ¿Cuál ausencia? ¡Si todos estábamos allí! Hasta ese momento, en este racimo de guaraches, de más de 20 individuos —luego la cifra aumentaría sustancialmente—, no había ningún ausente. Todos saboreábamos juntos unas “uvas más dulces que la miel de las abejas”.

Prosperidad, abundancia, felicidad. Esas tres palabritas se repetían, como siempre, como una tarjetica prediseñada. Y una vez que comenzaban doce nuevos meses, el abuelo, El Pay, el Doctor Guarache, obligaba a su admirado poeta a cederle la batuta a Billo Frómeta. Las uvas del tiempo que nos daba para masticar ya estaban ahí dentro para añejarse, para que las digiriéramos por muchos años, para que en cada etapa de nuestras vidas experimentáramos la evolución de su sabor.

El abril siguiente, del que ya se cumplieron 25 años, un infarto sorprendió al Doctor Guarache en su consultorio, y con él murieron el abuelo y El Pay. Nadie, por años que me resultaron larguísimos, se atrevió a despertar a Andrés Eloy para que nos recitara de nuevo en vísperas de Año Nuevo. Como buenos venezolanos, le rehuíamos a la nostalgia. Escapábamos del recuerdo en lugar de reconciliarnos con él.

Ahora estoy escribiendo esto desde Bogotá, siempre fría, lluviosa y distante, evocando voluntariamente al poeta, descubriendo una acidez en las uvas que había permanecido agazapada; pensando en Cumaná, en los míos; en las abuelas y abuelos, todos muertos pero presentes; y he comprendido con abrumadora exactitud cada palabra que escribió aquel joven brillante mirando a través de la ventana de otro continente el último día de 1923.

Y vino toda la acidez del mundo
a destilar sus doce gotas trémulas,
cuando cayeron sobre mi silencio
las doce uvas de la Noche Vieja.

 

Publicado en Prodavinci.com en la misma fecha