Gabriel Chakarji: Jazz y afrovenezolanidad a orillas del Hudson

Gabriel Chakarji: Jazz y afrovenezolanidad a orillas del Hudson

Originalmente publicado en Guatacanights.com 29 de julio de 2020 

El jazz y la afrovenezolanidad brotan de los dedos de Gabriel Chakarji. La suya no es una propuesta jazzística a la que se agregue cierto exotismo cadencioso como quien le espolvorea una especie al plato, una vez que se cocinó, para hacerlo más interesante al paladar. La obra del pianista caraqueño es híbrida desde su mera concepción. De tanto empaparse de ellos, esos ritmos ancestrales dejaron de ser ornamento para incorporarse a la esencia.

New Beginning (2020) pasa en limpio el resultado de dos búsquedas paralelas, dos miradas al pasado para encarar su futuro. Por un lado, procura comprender a Thelonious Monk y a Bud Powell, incluso a Art Tatum, Fats Waller y James P. Johnson, llegar a Herbie Hancock y Bill Evans y seguir hacia adelante; entender las coyunturas, los quiebres de ese relato subyacente; y por otro, se enfoca en seguir las huellas de cultores de la afrovenezolanidad hasta alcanzar a Aquiles Báez y la contemporaneidad, estudiar el trabajo de pianistas como Otmaro Ruiz y Edward Simon y escudriñar a otros creadores que han transitado, a su manera, el mismo sendero.

—Se trata de combinar nuestra cultura con otras músicas que también amamos. La intención es expresar lo que soy en este momento.

El recorrido de 8 episodios está pensado como un recital. Comienza con la brasa bien ardiente, con casi todos los jugadores en la cancha. El título del primer tema, Mina/San Millán, delata de manera didáctica los dos golpes que componen la pieza. El piano dialoga con el saxo, a veces canta con él y luego le sirve una base para que tome el primer plano. Baila envuelto en tambores, acariciado por una voz que comienza tímidamente como una pincelada hasta que se vale del lenguaje por única vez en los 47 minutos y 26 segundos que dura el álbum para llamarlos a todos al ritual: ¡Loloeeee, fuego-candela, fuego-candela, candela-fuego!

La voz proviene de Carmela Ramírez, también presente en New Danza, la segunda pista. Es una gran cantante, que además es pareja de Gabriel. Con ella hizo la obra que sería el antecedente más directo de New Beginning. Vida (2016) fue concebida en otras circunstancias, en Caracas, específicamente en el Teatro Chacao, sin público y apoyados en el profesionalismo de los ingenieros Vladimir Quintero y Germán Landaeta. En aquel disco exprimieron el vocalise, un recurso expresivo, muy presente en obras de brasileños como Heitor Villa-Lobos o Hermeto Pascoal, en el que la voz no funge como vehículo de contenido lingüístico sino como un instrumento de viento. Y Carmela es como una flauta perfecta. Sublime.

Chakarji cita Perseida, una de las 12 canciones que hicieron juntos para Vida, como un claro ejemplo de la ruta que transitaría hasta llegar a nuevas composiciones como No me convence, que va de la relajación de una fiesta tradicional a la inconformidad del jazz. Enredadera, un tema suelto que lanzó en 2019, también sirvió abreboca.

Para la cuarta canción, los tambores se van y llega una Melodía de agradecimiento, que requiere de calma para manifestar su gratitud a la divinidad por los favores recibidos. Es su manera de decir gracias por este New Beginning, que por cierto es el título de la quinta pieza, ejemplo palpable de cómo lo afrovenezolano está presente incluso cuando no suenan los tambores.

—Cuando te vas a las raíces, encuentras dónde está el alma de esta música, y puedes ser más honesto desde cada lenguaje.

New Beginning es el primer fruto discográfico desde su residencia en Nueva York, ciudad a la que emigró en 2014 becado para estudiar en la New School. Confluyen sus experiencias académicas, su aprendizaje del jazz y su vida en Nueva York, al igual que sus roces con músicos de otras latitudes que traen a la mezcla sus propios bagajes.

Los percusionistas venezolanos Daniel Prim y Jeickov Vital representan en el disco —no oficialmente— al proyecto Venezuela In Motion, un colectivo de músicos venezolanos que le ofrecen a Nueva York un replanteamiento de tambores, joropos, merengues y otros géneros musicales venezolanos.

En su trío, cuyo sonido queda registrado en temas como Voices y Norte y Sur, a Chakarji lo acompañan el surcoreano Jongkuk Kim (batería) y el estadounidense de origen mexicano Edward Pérez (bajo), quien además participa en otro proyecto afroperuano con el que Gabriel ha colaborado.

El saxo del álbum lo grabó Morgan Guerin, un virtuoso que, aparte, es bajista de figuras como Esperanza Spalding. De la trompeta se encargó Adam O’Farrill, nieto de Chico O’Farrill e hijo de Arturo O’Farrill, una dinastía de músicos provenientes de Cuba que pertenecen a la historia del latin jazz; inmortalizados, por ejemplo, en el documental Calle 54 (2000) del cineasta español Fernando Trueba. Algo de ese mundo, en el que Gabriel también se ha movido, se coló en la creación de Montuno quince, la penúltima del disco. Y también está presente la impronta del saxofonista puertorriqueño Miguel Zenón, a quien cita como una de sus más potentes influencias.

Cuenta el pianista que la banda tocó las 8 piezas en Rockwood Music Hall, un bar del Lower East Side de Manhattan, un domingo por la noche, y al día siguiente entró al estudio a grabarlo todo en simultáneo, como impone la tradición jazzística.

Con New Beginning, Chakarji (Caracas, 1993), quien obtuvo una beca de producción de la Café Royal Cultural Foundation, se afianza en su recorrido, que comenzó de pequeño en el piano clásico y que, tras una pausa, continuó al descubrir la libertad del jazz. Aquel joven que participó en la Big Band Jazz Simón Bolívar, que trabó amistad y camaradería artística con Linda Briceño y subió a escenarios junto a C4 Trío, al Pollo Brito y otras glorias de su país, sigue fiel a la música que le ha permitido viajar, conocer, crecer… y volver a comenzar.

Gerry Weil: “El gesto de amor más auténtico es la música”

Gerry Weil: “El gesto de amor más auténtico es la música”

Publicado originalmente el 13 de junio de 2020 en Guatacanights.com

El apartamento de Gerry Weil, a un costado del bullicioso bulevar de Sabana Grande, es un refugio de la agitación, un spa para los oídos, y su piano de cola, un Yamaha caoba, el corazón de un living repleto de símbolos. Con sólo mirar, puede armarse un rompecabezas de su vida. Trofeos como karateca, un Premio Nacional de Cultura y otro reconocimiento de la Fundación Nuevas Bandas por ser adelantado a su época. Versos en japonés, arte abstracto, afiches de históricos festivales de jazz, partituras, discos, libros. Todo pareciera respetar las reglas de un feng shui adaptado al Caribe.

En su poltrona, con sus chancletas y bermudas de siempre, con esa mirada infinita bajo su cabeza lampiña y brillante como la de Marlon Brando en Apocallypse Now, Weil luce más como un explorador, aunque de pronto habla como chamán. Es un guía espiritual de la selva en medio de un paisaje urbano.

La capital anda sumida en el caos de los perdigones y las bombas lacrimógenas. Estamos en un jueves del cruento mayo de 2017 y es prácticamente imposible trasladarse de un lado a otro de la ciudad. Allá afuera, corre la sangre de jóvenes; jóvenes como los que aprenden con él a leer música y tocar el piano todos los días en este oasis de calma. A pesar de la paz aparente, el contexto se cuela por rendijas como un gas tóxico.

—Me meto en una burbuja de amor, de música y de poesía, pero es una burbuja muy frágil, se rompe por nada, y entonces despierto en la realidad.

Se lamenta porque una vez más lo asaltaron, ahora para robarle su teléfono celular.

—Mis hijos me lo viven reclamando, que ando muy relajado… Pero yo no puedo dejar que todo me contamine. Para ser feliz tengo que vivir así, sin paranoia. Sé que la inseguridad está peor que nunca, pero yo prefiero no estar pendiente de eso.

Weil luce inquieto. Aunque apagó la música para concentrarse en las preguntas, está disperso y el por qué de la dispersión se revela inmediatamente. Pide un minuto con el dedo índice, se levanta y se acerca a su escritorio. Toma su agenda de trabajo docente y revisa.

—Hoy no ha venido ninguno de mis alumnos. Claro, ¡cómo van a venir!

Sigue buscando, recorriendo las páginas y de pronto se le prende el bombillo, chasquea los dedos, toma el teléfono fijo y marca. Mientras repica, con el auricular en una oreja, voltea y me dice:

—Uno de mis alumnos vive por acá —señala en dirección al este, a Chacaíto, con la otra mano— Ese seguro que puede llegar porque viene a pie.

Es inevitable que el prólogo de la conversación sea la convulsión venezolana de esta era que alcanzó a vivir. Él lo sufre todo. Sufre, por ejemplo, porque ve diariamente a una madre con su niño hurgando entre la basura para conseguir algo de comer.

—¡Cómo pudimos llegar a esto!

Otro aspecto de este capítulo de la historia de Venezuela lo perturba especialmente: la diáspora. Freddy Adrián, el contrabajista que estuvo tocando con él durante los últimos cuatro años, está haciendo maletas para marcharse a México. Antes se fue Gonzalo Teppa. Y antes de este, Roberto Koch. En un país que produce instrumentistas como arroz, conseguir un buen contrabajista que descifre el idioma del jazz y responda un teléfono con el código 0212 se ha vuelto una tarea difícil.

—(Marcharse) es una solución individual pero no ayuda nada al país. Lo daña horriblemente —dictamina, estrujándose la frente— La mayoría que se va es gente valiosa, son grandes talentos, gente que necesitamos.

Weil respira profundo y mira el grabador:

—¿Era sobre esto que íbamos a hablar? ¿No, verdad?

***

No hace mucho le rindieron un homenaje en el Festival Caracas en Contratiempo, de iniciativa privada, celebrado en el Teatro de Chacao, que es parte de un complejo cultural manejado por una alcaldía históricamente opositora al chavismo. Y unos cuatro años atrás le ofrecieron otro en el Centro de Arte La Estancia, predio del gobierno socialista. Muy pocos pueden jactarse de eso en la Venezuela polarizada del Siglo XXI: Es un privilegio rarísimo recibir aplausos de un lado y de otro sin salir machacado por radicales.

—Generalmente los homenajes se hacen post-mortem. Y yo puedo decir que los disfruté en vida y estando activo. Eso es poco común.

Weil es unánimemente admirado. Es ganador del Premio Nacional de Música en Venezuela, un país en el que no nació pero del que nunca ha querido irse. Es un hombre de sangre austriaca que llegó a La Guaira hace casi medio siglo y jamás quiso alejarse del sol, de la playa, de esta gente. Ya era un apasionado del jazz, con la cabeza llena de ideas y la determinación para cristalizarlas. Como buen músico, su timing fue perfecto: era 1957 y esta nación del norte del sur estaba a punto de recuperar su democracia.

—El mar me enamoró —dice entrecerrando sus ojos claros— llegué de Viena a Caraballeda. Austria no tiene mar, y de pronto, yo vivía en Los Corales, frente a la playa, en pantalones cortos y prácticamente descalzo todo el año. Salí de un país en el que experimenté la guerra y la posguerra de adolescente, bajo un sistema europeo que es muy rígido y muy formal. Entonces, de Venezuela me atrajo la informalidad. El venezolano será muy loco y muy desordenado, pero no he conseguido gente más abierta, más humana.

En los últimos tres años, ha sido intervenido en la próstata y en los ojos. Está maravillado porque le extrajeron una catarata, sustituida por un lente intraocular, y ahora ve perfectamente. En otra cirugía, le instalaron una prótesis de cadera. Lo espera otra operación porque se le rompió la malla de una hernia, pero el espíritu de este artista que va firme hacia los 80 años es más fuerte que lo demás. Apenas se queja, sólo porque recientemente sus problemas médicos le han impedido practicar artes marciales y surfear. De resto, sigue como si nada, contento y agradecido.

—La meta de la vida es ser feliz. No conozco otra. Nada supera a la búsqueda de la felicidad.

Últimamente, a Gerry le ha dado por cantar. Antes, recuerda, había hecho una suerte de rapeo, mucho antes de que a eso se le llamara rap, mucho antes de la cultura hip hop. Cuando en las barriadas neoyorquinas del Bronx y de Harlem apenas comenzaban a darle forma a esa manifestación artística de catarsis social, ya este vienés que enreda las erres y las combina con vainas y coños y nojodas, declamaba sobre una base mestiza de jazz y tambores y quién sabe qué otra hiedra sonora.

Celebrando la vanguardia. Así decía el póster del homenaje que Guataca le rindió en Chacao. El slogan no se imprimió a la ligera. Muchos caminos conceptuales en la música se abrieron a partir de la gran banda El Mensaje (o The Message) y también desde lo que logró con su Núcleo X, que fue una versión reducida de ese otro megaproyecto, en un intento por sonar a algo parecido a Blood Sweat and Tears o a Chicago y luego acercarse a una suerte de jazz rock más inclinado hacía Herbie Hancock o la Mahavishi Orchestra. Muchos músicos salían influenciados, con la cabeza llena de ideas, cuando lo visitaban en La Unión, cerca de El Hatillo, donde vivió unos años apartado de la ciudad. Después estuvo incluso en el páramo de Mérida, sin luz eléctrica, alumbrando sus días con lámparas de gas.

Ninguno de sus proyectos pareció dejar tantos admiradores como La Banda Municipal, una propuesta muy avanzada a la que llegaban los ecos de agrupaciones paradigmáticas como Weather Report. Estos produjeron su propia mezcla, atrevida y criollizada, incluyendo tambores afroamericanos y elementos de performance artísticos en sus presentaciones. Allí Weil compartía con Alejandro Blanco-Uribe (percusión). Richard Blanco tocaba el bajo, Vinicio Ludovic la guitarra, la flauta y la marimba, y Edgar Saume a veces golpeaba la batería y de pronto agarraba la trompeta.

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La Banda Municipal se disolvió en 1975 y sus integrantes, todos o casi todos, menos Weil, se involucraron con un movimiento de orquestas que apenas se estaba gestando en torno a la figura de un músico y político llamado José Antonio Abreu. El grupo aparece en los libros de historia musical venezolana, pero ningún sello se atrevió a grabarlos. No tendríamos una idea aproximada de cómo sonaban de no ser porque el periodista Gregorio Montiel Cupello se movió, encontró una vieja grabación, la mandó a limpiar, remezclar y barnizar y, más de treinta años después, se editó Música del subdesarrollo.

Venezuela supuso para Weil un punto de partida estratégico. Un epicentro que lo exponía a todo lo que era de su interés.

—Desde niño me gustó el jazz, que es una música afroamericana. Me di cuenta de que acá podía profundizar mis búsquedas de la música afroamericana, no necesariamente de la que nace del sur de Estados Unidos o New Orleans, sino afroamericana en cuanto al continente completo. Tenemos cerca a Brasil, que es autosuficiente y muy rico. Por otro lado tienes El Caribe, la música antillana, cubana, puertorriqueña y de las islas. Al sur, tienes el tango de Ástor Piazzola, la chacarera, el cantón en Uruguay, y además todo lo que tenemos aquí. Entonces, esto para mí ha sido un paraíso, y todavía me queda mucho por aprender sobre la música venezolana. La he estudiado y fusionado, he hecho mi cóctel.

Weil y compañía, al igual que músicos como Vytas Brenner, Aldemaro Romero o la banda Spiteri durante su estancia en Inglaterra, cada uno a su manera transitó hacia ese mismo horizonte que persiguen muchos de los artistas de estas generaciones, que intentan actualizar los géneros de raíz, traerlos del campo a la ciudad, combinarlos con jazz, rock y todo lo que oyen en la calle y fuera del país. Cada quien ha creado su cóctel y sólo a través de la comprensión de esos brebajes se puede lograr cierta aproximación a la música venezolana de estos tiempos, que no es una sola sino un sembradío repleto de especies multicolores e injertos.

***

Detrás de Weil, destaca un hermoso póster del Festival de Jazz de Berlín de 1982. Parece un cuadro de Kirchner —maestro expresionista alemán de principios del siglo XX— pero en realidad es del artista gráfico Holger Matthies, paisano de Kirchner. No es casualidad que ese retrato desfigurado de un hombre con traje y pajarita, con la pintura corrida como si le hubiera llovido encima, esté colgado en un lugar tan privilegiado de la sala. En ese festival no sólo actuó el propio Gerry con su grupo el histórico el 15 de noviembre de ese año. En la cita también hizo una memorable presentación el contrabajista y bandleader Charlie Haden, un tipo al que una poliomelitis le impidió ser cantante, se reinventó, se reconstruyó como personaje y se convirtió en un músico extraordinario.

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A Haden también se le tilda de vanguardista porque logró trabajar desde el jazz, tomar con pinza elementos del folk de su país y, de paso, rendirse a los pies de Bach. Y es precisamente de Johann Sebastian Bach la resma de partituras que reposan sobre el piano de Weil hoy, porque lleva tres años estudiando sus 31 composiciones para clavecín. Hasta el momento en que conversamos, se ha aprendido 19.

Otra cosa lo une con Haden. El Weil pedagogo, el Weil maestro, nació cuando él ya tenía 27 años, edad en la que se le manifestó el síndrome de Gillain-Barré, un trastorno neurológico que debilita terriblemente a los pacientes, afecta sus músculos y su movilidad y en algunos casos los lleva al punto de la asfixia. Como el estadounidense, él también debió reinventarse, reaprenderlo todo, construirse otro yo.

—Eso me dejó en silla de ruedas, y tuve que recuperarme. Es un mal que ataca todo el sistema neuromuscular, pero yo le eché bolas y después llegué a ser karateca. Podría decir que para mí la vida es aprender. Y para aprender hay que saber enseñar, enseñarse a sí mismo, sobre todo. Cuando ocurrió este percance, esta prueba durísima que podría haberme dejado en silla de ruedas o usando muletas toda la vida, decidí que no podía seguir trabajando de noche. Tocaba jazz en un sitio de Altamira llamado Mon Petit Bar. Cuando me recuperé, no quería volver. Ya de eso han pasado casi 50 años, en los que me he dedicado a la enseñanza. Para ser un pedagogo hay que ser un eterno estudiante. Nadie se gradúa de profesor en ningún lado, todavía estoy buscando mejorar mi sistema de enseñanza. Cada clase la doy con todo mi ser, consciente de que estoy sembrando algo muy importante, muy espiritual, muy místico, una conexión divina, y por lo tanto, con esta visión tan profunda, tan comprometida, descubro que me gusta muchísimo enseñar.  A mí me encanta la tarima, pero no comparto la idea de compositores a los que no les llama la atención dar clases. Para mí ser pedagogo es ser un estudiante avanzado que comparte unos conocimientos que crecen día a día y están en constante revisión, en búsqueda de una más acentuada precisión que tenga resultados positivos. Doy gracias a Dios por haber tenido tantos buenos alumnos.

Si los alumnos de Gerry Weil se reunieran en un disco, sería un All Star de músicos venezolanos. Una muestra bastante representativa de lo mejor. Cacao Música, efímera disquera apoyada por el beisbolista Bob Abreu, llamó Tepuy a un disco que editó del artista en 2009, porque lo consideraron un tepuy, un monumento, una montaña que impresiona y que permanece allí incólume como un ejemplo de admiración. Y Weil, a su vez, considera tepuyes a muchos de sus pupilos.

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Todos pasaron por este apartamento de Sabana Grande, al menos brevemente. Desde Yordano e Ilan Chester, hasta los pianistas Silvano Monasterios y Otmaro Ruiz, hoy en la movida del jazz en Estados Unidos. También le enseñó a los flautistas Huáscar Barradas y Pedro Eustache, músico que ha grabado un montón de bandas sonoras de Hollywood. Rafael Greco, el saxofonista de Guaco, y Asier Cazalis, vocalista de Caramelos de Cianuro. De Los Amigos Invisibles, aprendieron con su método el tecladista original Armando Figueredo, y curiosamente, también su sustituto (desde 2015) Agustín Espina. A Desorden Público hasta les produjo un álbum.

En el mencionado homenaje que le rindieron en julio de 2016 en el Festival Caracas en Contratiempo, tocó con muchos de sus aprendices. Otros, como la cantante María Rivas o el pianista Luis Perdomo, enviaron videos reverenciales desde el extranjero. Esa tarde, justo antes del concierto-tributo, fue presentada su biografía Al ritmo de Gerry Weil, escrita por la Periodista Cristina Raffali, en una charla en la que el artista soltó esta frase: “Si la humanidad enfrentara un juicio final, saldría acabada, aniquilada, raspada… pero nos perdonarían por la música”.

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Cuando la oye de boca de su entrevistador, suelta una carcajada: “¡Eso es mío!”. Y desarrolla la idea.

—Estar conectado con la música, la poesía y el arte es la salvación en medio de esta situación caótica económica, cultural, histórica… No me gusta la palabra política. La política es uno de los aspectos maléficos de la historia, es generalmente corrupta, es maquiavélica. La política no tiene nada que ver con la búsqueda espiritual del hombre, y de ahí surge esta crisis que no es mundial. ¡Fíjate, un país de 300 millones de habitantes y no pudieron conseguir algo mejor que Hillary Clinton y ese pendejo! Todavía no lo puedo creer. Cuando me desperté y vi la noticia pensé en el Apocalipsis”.

***

No importa en qué mes se produzca una charla con Weil, siempre hablará de Navijazz, los conciertos con excusa navideña que prepara durante todo el año y que ha realizado durante 12 años con una sola interrupción —por motivos quirúrgicos—. Porque él sí extraña los escenarios y celebra efusivamente cuando vuelve a subirse a uno. Narra el show en verbo futuro antes de que ocurra, y lo sigue narrando después en pasado. Han transcurrido cuatro meses de la Navidad más reciente y él todavía se emociona contando que, aunque no estuvo el gran saxofonista Pablo Gil —porque emigró—, participó su percusionista más querido y fiel, Carlos “Nené” Quintero, actuó el cantante y multiinstrumentista Gilberto Bermúdez y volvió a compartir tarima con Biella Da Costa, “siempre maravillosa”.

Suele probar cantando una versión blueseada de “Imagine” de John Lennon, clásicos de Duke Ellington y Billie Holliday y otros de Thomas “Fats” Waller. Deja correr una voz quebrada a lo Louis Armstrong. Una voz de otro tiempo, macerada y áspera, pero de sentimiento dulce. Hablar de estas cosas lo pone a millón. Acelera su discurso cuando dice que invitó al Ensamble B11, agrupación vocal a lo Neri Per Caso o Bobby McFerrin, o que ha estado trabajando con Jhoabeat, un joven que hace beatboxing y que con su boca y un micrófono suena como una miniteca.

A Weil lo llamaron hoy para informarle que había sido suspendido un concierto que daría en la CAF (Corporación Andina de Fomento). El país no está para jazz, ni beatbox ni su canto a lo Satchmo, ni las polifonías ni Bach ni el arte del haikú, esa minimalista forma de poesía japonesa de la que se enamoro hace tiempo. Lo dice con rabia porque, cómo no reconocerlo, ha sido un mal día.

—¿Cómo sería tu paraíso, Gerry? —le digo, y sonríe complacido. Es una pregunta que le han hecho antes.

—Un piano… afinado (suelta una carcajada), preferiblemente de cola. Un colchoncito, unos cinco o seis libros. ¡No, muchos! Mejor tres, tres libros. Un jarrón o un cuadro, unos escalones anchos, una arena blanca, sabrosa, y la orilla de una playa caribeña. Ese es mi cielo —desliza con rapidez la palma de una mano sobre la otra, como diciendo ¡más nada, ya está!—. Pero una cuenta millonaria, no. Es mucho peo. Un jet privado para ir a París a desayunar… ¡nooo, mucha complicación!

Estudiar a Bach es cosa de estos últimos años. Lleva años aprendiendo japonés y ahora escribe haikús. Piensa seguir con el surf y el karate, sus otras dos pasiones. Conduce un nuevo programa de radio los domingos, aunque se queja de que no consigue patrocinio. Mientras hila su próximo concierto, que no sabe cuándo será posible, reúne dinero para restituir la malla de la hernia que se rompió.

—¿De dónde proviene tu energía, maestro Gerry? ¿De la pasión? —le pregunto maravillado. Él vuelve a sonreír, mira al vacío. La respuesta llega en tres tiempos. Primero se sienta al piano y toca un aria de Bach.

—Bach es abrir las puertas al cielo. Es una conexión con la divinidad. La música de Bach no es humana.

Mientras toca no hay bullicio. La música se convierte en un escudo, un antídoto, una fortaleza. Las calles intoxicadas de Caracas desaparecen por un instante. La pieza termina en el meñique de su mano derecha y un suspiro profundo.

—¿Qué puede decir uno después de eso? —se pregunta él mismo, pero igual dice algo en japonés y lo traduce—.

La música es un gesto de amor

de lo divino hacia nosotros

y a la vez nuestra respuesta

con pasión y agradecimiento.

Finalmente, lo explica todo, como si hiciera falta, en la lengua que aprendió a hablar hace casi 50 años, cuando pisó las costas venezolanas por primera vez.

—La vida es hermosa. No conozco nada más hermoso que la vida misma. Estar vivo ya es un milagro. Uno siente de alguna manera la necesidad de expresar esta felicidad, de descubrir que uno es… Yo soy. El idioma más antiguo que hay, uno de los más antiguos, es el sánscrito. Yo soy se dice a-jam. Inhalar-exhalar. Todos los seres del universo, cuando inhalan y exhalan, están diciendo yo soy. Si descubres que tú eres y te conformas con ser y descubres que estás vivo, que existes en este mundo, nace la necesidad de hacer un gesto, un gesto de agradecimiento. Pasión y agradecimiento. Estar vivo es una razón más que suficiente como para hacer un gesto de amor, porque la energía creativa, la energía positiva y no destructiva, no pesimista y no paranoica, sino la energía que nos hace feliz, se llama amor. Amar me hace feliz, y para mí el gesto de amor más auténtico es la música.

Ahora sí no hay más que agregar. Cualquier pregunta se queda pequeña ante esa última respuesta dividida en tres partes: Bach-haikú-castellano. Salimos del oasis, tomamos el ascensor y bajamos. Nos asomamos a la calle, más agitada que de costumbre, y precisamente viene llegando el alumno, el joven que vive cerca y pudo venir a pie, a pesar de las lacrimógenas, los trancones y las muertes innecesarias. Otra lección de piano, de música y de vida está a punto de empezar.

El epílogo

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Pasaron tres años de aquel encuentro. Tres años en los que el maestro Gerry Weil se recuperó e hizo giras por Estados Unidos y Europa. Volvió a Berlín, a donde dio aquel concierto inolvidable en 1982. Se adaptó como docente a estos tiempos, ofreciendo clases virtuales. Y lanzó tres álbumes. ¡Tres! En 2019, año en que cumplió 80, editó una obra en directo, Live in Vienna, grabada en su tierra natal; y otra, monumental, realizada con la Simón Bolívar Big Band Jazz, titulada Gerry Weil & Big Band Jazz. En medio de la cuarentena obligada por la propagación del Covid-19, acaba de lanzar otro álbum avanzado, desprejuiciado, atrevido, que celebra sus ocho décadas de vida. Se llama Kosmic Flow. Lo acompaña un montón de invitados, ex alumnos, artistas rompedores, jóvenes; jóvenes como él lo ha sido toda la vida.

Fran Vielma & Venezuelan Jazz Collective: Música universal con materia prima criolla

Fran Vielma & Venezuelan Jazz Collective: Música universal con materia prima criolla

Publicado original en GuatacaNights.com el 7 de noviembre de 2019

Como todo artista, antes que nada, Fran Vielma es un investigador. Conviene entender su manera de encarar la creación, que es más parecida al trabajo de un antropólogo que al de un músico ensimismado en las complejidades de ritmos y armonías, para comprender un mensaje que el percusionista merideño envió al mundo a través del álbum Tendencias, primer fruto discográfico de su Venezuelan Jazz Collective, una propuesta que pasa las semillas venezolanas y latinoamericanas por el barniz sofisticado del jazz.

A Vielma le va como anillo a sus dedos maltratados por los cueros la frase que alguna vez pronunció el escritor y dramaturgo ruso Antón Chéjov (1860-1904): “Para ser universal, habla de tu pueblo”. El músico, que fue partícipe de la Movida Acústica Urbana, aquel colectivo que acercó a melómanos a ensambles de vanguardia inspirados en la raíz tradicional venezolana hace unos años, se llevó la pulpa de sus pesquisas a Estados Unidos. Se llevó en su maleta un concentrado a base de sangueo, joropo oriental, golpe de Patanemo, merengue caraqueño, y los ecos de tumacos, fulías, clarines, tamboritos, minas y más elementos autóctonos y/o de origen africano.

Tendencias, la canción homónima, representa precisamente la incorporación de ritmos de las costas centrales, cultivados a orillas del Mar Caribe, a una sonoridad que es producto de la influencia potente de genios como John Coltrane: “Se trata de una búsqueda muy personal —dice Vielma— que se manifiesta de una manera no literal en muchos casos, y no tradicionalista, aunque esté hecha con mucho respeto y con mucho orgullo, como diciendo: ‘Esto es parte de lo que yo soy’”.

En Monk en Aragua, Vielma recrea la fantasía de una visita del mismísimo Thelonious Monk a las costas aragüeñas. En Hubbardengue le rinde homenaje a Freddy Hubbard, maestro del hard bop, desde el merengue caraqueño. Cereal de Bobures es su guiño al Zulia; representa una travesía por el Sur del Lago de Maracaibo a bordo de una gaita de tambora. También le habla a su familia: Mis dos luces es una pieza basada en el bambuco de su tierra, Mérida, dedicada a sus sobrinas; y Ehlba es un retrato expresionista de su madre, Maritza Vielma, desde el jazz combinado con tambores barloventeños que invitan a bailar.

Para plasmar sus ideas, esas que desarrolla a diario desde el piano y que luego traslada a un ensamble en el que asume el rol de percusionista, Fran Vielma se rodeó de grandes músicos que cubren dos requisitos básicos fundamentales: la formación dentro del lenguaje del jazz y el conocimiento de ritmos latinoamericanos que muchas veces se reproducen, con pequeñas diferencias pero innegables similitudes, en varios países.

El Venezuelan Jazz Collective se conformó en 2015, tras la participación del músico andino, como jazz embassador del New England Conservatory de Boston —donde estaba haciendo su maestría—, en el Festival de Jazz de Panamá, en el que compartió escenario con Danilo Pérez, Rubén Blades, Miguel Zenón y otros artistas que admira.

Desde 2010, cuando dejó su país y se fue a Boston a estudiar Performance y Teoría del Jazz en la Berklee School of Music, ya el artista experimentaba con repertorios variados que involucraban fragmentos de autores como el Pollo Sifontes y Simón Díaz —de quien quedó el Pasaje del olvido en el álbum— como parte de su ensalada contemporánea. Pero Vielma quería más.

Siempre soñó, por ejemplo, con tener un ensamble grande con sección de vientos. De modo que contactó al pianista Luis Perdomo y al contrabajista Roberto Koch (Aquiles Báez Trío), que vive en Europa pero que entonces estaba de visita en Estados Unidos. También llamó al baterista Pablo Bencid, con el que completó un cuarteto de compatriotas que sirvió de base. Para los vientos, incluyó a otro venezolano, el trombonista Ángel Subero, así como al saxofonista puertorriqueño Miguel Zenón y a un trompetista ecuatoriano-cubano llamado Michael “Mike” Rodríguez. Con ese trabuco, al que se sumó en algunas piezas el cubano César Orozco en pianos y rhodes, se logró Tendencias, un álbum impecable, recibido con asombro por la crítica especializada.

Los músicos suelen decir, mitad en broma mitad en serio, que la música es el arte de cuadrar horarios. Vielma, quien reside en Washington DC, donde dicta clases, resolvió poniéndole a la agrupación en su apellido el término collective, que sugiere cierta flexibilidad. Y así funciona: él es el alma del ensamble, lleva sus composiciones, su concepto y el sustrato que representa su trabajo desde la percusión. El resto de la formación va variando de acuerdo a la agenda.

Al momento de esta publicación, el Venezuelan Jazz Collective, que recibió el auspicio de la South Arts Foundation a través del programa Jazz Road Tour, se encuentra en una gira por Estados Unidos y El Caribe en la que Vielma comparte con Pablo Bencid, pero viaja con el pianista barquisimetano Santiago Bosch e instrumentistas como el contrabajista búlgaro Peter Slavov, el trompetista Sean Jones, el saxofonista Godwin Louis y el trombonista Jacob Garchik. Luego, quizá será otra la alineación.

Tendencias es la medida de lo que ha avanzado Vielma en la década —y poco más— que ha transcurrido desde Inesperado (2008), su primer disco. Allí pasó en limpio el sonido de Nuevas Almas, proyecto con el baterista Diego Maldonado, en un compacto editado por Cacao Música, aquella linda pero efímera iniciativa financiada por el entonces grandeliga Bob Abreu.

El Venezuelan Jazz Collective no es el primer proyecto de jazz que se alimenta de esencias latinoamericanas. Su sonido se enmarca en un extenso y dorado historial que comienza con el acercamiento de Dizzie Gillespie y Charlie Parker hacia la música afrocaribeña en los años 40 y continúa con experimentos de ida y vuelta entre dos mundos que se fusionaron y se convirtieron en uno solo; de gente como Tito Puente, Eddie Palmieri, Machito, Cachao o Mario Bauzá, así como Danilo Pérez, Paquito D’Rivera, Dafnis Prieto, Giovanni Hidalgo y más creadores mestizos. Pero la idea de Vielma sí que devino en un ladrillo destacable en esa enorme pared que conjuga el sabor del trópico con la sofisticación.

El color de la voz de María Rivas

El color de la voz de María Rivas

Publicado originalmente el 20 de septiembre de 2019 en Guatacanights.com

El 15 de noviembre del año pasado, María Rivas atravesó el pasillo de entrada al Mandalay Bay Center de Las Vegas destilando elegancia. Un vestido largo negro y verde, una sonrisa amplia, mucha gente susurrando preguntándose quién era esa rubia. Por primera vez en su extensa carrera, que comenzó con unos experimentos con el maestro Gerry Weil, la extraordinaria cantante había sido nominada a los Latin Grammys, máxima fiesta de la industria musical latinoamericana. El reconocimiento llegaba gracias a Motivos, un álbum de caprichos, especialmente boleros, que incluyó ese clásico homónimo de Ítalo Pizzolante y la rosa pintada de azul.

María Rivas irrumpió en la escena musical venezolana en 1992, cuando un canto de lavanderas devenido en canción bailable era una rareza en el mainstream nacional. El manduco fue un hit que reflejó su amor por la raíz tradicional latinoamericana, pero fue apenas su manera de decir presente. Con el tiempo, se convertiría en una de las voces más sofisticadas del país, vehículo de latin jazz y, además, una de las intérpretes predilectas de la música de Aldemaro Romero.

La voz y la manera de cantar de María Rivas eran de una delicadeza inusual. Una voz de ningún lugar y, a la vez, de todos. Una voz sin raza, cargada de swing, de pasión, de jazz, de elegancia con una pizca de desparpajo. Y en ese canto, llevaba lo caribeño a los estándares de jazz y traía el swing a las piezas de música basadas en la raíz tradicional venezolana, como lo hizo en Pepiada Queen (2008), donde conviven Moliendo café y El Catire de Aldemaro con canciones como Smell Like Teen Spirit de Nirvana y Come Together de Los Beatles. Era una cantante sin límites, desprejuiciada y original.

Estuvo mucho tiempo fuera de Venezuela. Vivió una época en Japón. También, entre España y Florida. Pero nunca dejó de cantarle a su tierra. Grabó una decena de álbumes y casi todos incluyen joyas venezolanas que se cuelan entre estándares de Cole Porter, música estadounidense de los años 40 o 50, o clásicos latinoamericanos como Alfonsina y el mar o Bésame mucho. Uno de sus trabajos más sorprendentes fue incluido en el disco Clásicos venezolanos (1999), grabado con el maestro Eduardo Marturet y la Orquesta Sinfónica de Lara.

Su calidad la llevó a actuar en escenarios como el prestigioso Festival de Montreaux. La plataforma Guataca Nights tuvo la fortuna de presentarla en directo durante 2018. En Houston actuó con el pianista merideño Leo Blanco. También lo hizo en Orlando. La presencia de María Rivas representaba una garantía para una velada deliciosa.

A la cantante le gustaba pintar. No se conformó con el color de su voz. Le gustaba tanto, que se sumergió de lleno en el arte plástico y presentó series de pinturas como una que llamó American Jazz Greats, en la que representó en lienzo a grandes jazzistas como Chet Baker, Miles Davis y Nina Simone. Curiosamente, su primer roce con los Latin Grammy y la Academia Latina de la Grabación que los organiza, se había producido en 2013, pero como pintora. A María Rivas le fue comisionado el arte oficial de los premios.

Cuentan que escribió y pintó hasta sus últimas horas, a pesar del cáncer y del deterioro vertiginoso de su salud. Rodeada por sus seres queridos, murió el jueves 19 de septiembre de 2019 en la ciudad de Miami, a los 59 años de edad, una gran artista caraqueña que dejó pinturas y canciones como huellas inmejorables de su existencia.